Hace tiempo que vengo reiterando una frase luminosa
de Scalabrini Ortiz para referirse a la Plaza de Mayo. En uno de sus escritos
sobre el 17 de Octubre (que básicamente es el mismo, pero aparece de distintas
formas a lo largo de sus Obras Completas), él la llama “la Plaza de nuestras
libertades”. De este modo, Scalabrini vuelve sobre su idea de la línea de
continuidad histórica Moreno-Rosas-Yrigoyen, y la actualiza con la inclusión de
Perón y el peronismo. A la vez, si se la lee de modo adecuado, la frase no
cierra el devenir de la Historia y sostiene un significado que permanece a la
espera de que las multitudes argentinas se apropien de “la Plaza de nuestras
libertades”.
La Plaza, como lugar físico, es la misma donde
sucedieron escenas fundantes de la Argentina como la Reconquista y la Defensa,
y casi enseguida –y como consecuencia de las anteriores- el Mayo revolucionario
(de donde Scalabrini rescata la figura de Moreno, el dirigente que puso en
palabras la Revolución). También es la misma donde se dieron cita los orilleros
y gauchos de Rosas y más tarde las clases populares y clases medias en ascenso
que seguían a Yrigoyen (Rosas e Yrigoyen, dos figuras multitudinarias pero de
pocas palabras). Pero no es la misma Plaza de Mayo de siempre desde el momento
en que un nuevo e inesperado líder la fecunda de pueblo y palabras.
Desde Perón en adelante, será fundamental lo que allí
se diga o deje de decirse, y del mismo modo devendrá en crucial si ahí sucede o
no sucede otra línea de continuidad histórica entre el líder, el pueblo y las
palabras. Esa extraña alquimia no puede predecirse, ni mucho menos
“fabricarse”, pero una cosa es cierta: hasta aquí nadie ha logrado torcer esa
amalgama crucial que define a “La Plaza” como ese espacio donde se actualiza el
vínculo entre el pueblo, las palabras y el líder (aún en su ausencia, o aún en
vacancia). Por eso, de avances a retrocesos, o de victorias a derrotas, sigue
siendo “la Plaza de nuestras libertades” porque nadie puede ocuparla de modo
vicario.
En este sentido, los detractores de Cristina (sean
del palo que sean) avanzarían algunos casilleros en su comprensión del fenómeno
kirchnerista si fuesen capaces de reparar en el hecho de que la ex presidenta supo
hacerse cargo de ese legado histórico que aquí mencionamos, y consiguió
inclusive alzar la vara de esta tradición -tan rica y tan compleja- frente a
multitudes tan expectantes como exigentes, y tan dispuestas a escuchar como
prestas a interpelar. En su discurso de despedida puede escucharse esa delicada
dialéctica hecha también de silencios devocionales, que fueron como el cuenco
donde el pueblo asumió el llamamiento a defender sus libertades.
Sobre la plaza de anoche pueden opinarse muchas
cosas, pero destaca más por sus ausencias que por sus excéntricas presencias.
Estuvieron ausentes el pueblo, algún líder y la enunciación de un discurso que
convoque a las mayorías y represente sus intereses. Por el contrario, si algo
se escuchó -en modo beligerante y agrio- fue el llamado a desconocer los
derechos sociales, políticos y sindicales que el pueblo argentino supo
conquistar en 200 años de historia. Más allá de un número que no resiste la
menor comparación con las movilizaciones antineoliberales de marzo, no debemos
permitir que nos roben la palabra Democracia. La lucha por el poder comienza
por el sentido de las palabras, y eso es lo que también representa “la Plaza de
nuestras libertades”.
Por Carlos Semorile.
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