lunes, 27 de marzo de 2017

“La alegría general que ha de venir un día”



El sábado 25 se cumplieron 40 años del asesinato y desaparición de Rodolfo Walsh, y hubo una nutrida concurrencia en el homenaje que se le rindió en el Museo Sitio de Memoria Esma. Lo que allí dijeron Alejandra Naftal (directora del Museo), su amigo y compañero Horacio Verbitsky, su compañero -y sobreviviente de la Esma- Martín Gras y el escritor Marcelo Figueras, está muy bien retratado en la crónica que publicó Página/12. Lo que acaso no pueda trasmitirse es el hondo silencio con que esas palabras fueron escuchadas por los mismos que luego aplaudieron con cálida persistencia cada una de las intervenciones, como si en realidad se estuviese aplaudiendo al ausente.

Como dijo y remarcó Verbitsky, Walsh quería, y finalmente consiguió, “la sumersión en los otros”. Lo escribe en sus Diarios, sin comas ni otros signos de puntuación: “Las cosas que quiero Lilia mis hijas el trabajo oscuro que hago los compañeros el futuro los que no obedecen los que no se rinden los que piensan y forjan y planean los que actúan el análisis claro la revelación de lo escondido el método cotidiano la furia fría los títulos brillantes de mañana la alegría de todos la alegría general que ha de venir un día la gente abrazándose la pareja en su amor la esperanza insobornable la sumersión en los otros”. Lo notable es que la figura de Walsh siga acrecentándose cada día por haber elaborado algunas de las mejores páginas que se hayan escrito en esta tierra.

Notable también porque, como señala Eduardo Jozami, Walsh había declinado sus aspiraciones a consagrarse en el mundo de las letras: “Este interés por temas como el régimen legal del petróleo u otros problemas económicos, llamativo en quien es por entonces un escritor de ficción, permite asociar a Walsh con la figura de Raúl Scalabrini Ortiz. Son muchos los rasgos comunes entre los dos escritores. En ambos terminará primando una misma idea –casi compulsiva- de militancia intelectual y la denuncia irá siempre ligada a un riguroso trabajo de investigación. Los dos renunciaron a una carrera literaria promisoria”. En opinión de Jozami, “La importancia política de Operación… sólo puede compararse con algunos textos de John William Cooke, en especial, el Informe a las bases”. Entramos así, como señala Horacio González, en la veta “irlandesa” de la política nacional.

Una veta hecha de similitudes y memorias políticas. Según Jozami, Walsh percibió el revanchismo oligárquico “cuando la política de la dictadura no se había desarrollado plenamente aún. Más allá del análisis económico, el escritor había aprendido la lógica implacable de los dueños de la tierra de su propia historia, la de su padre arruinado”. “Los irlandeses -escribió Walsh- empezaron a venir en masa al fin del gobierno de Rosas, después del hambre de 1847. Hoy suponemos que se acriollaban con gran facilidad, pero no debe ser cierto: criaban ovejas y alambraban, que no eran trabajos para criollos. También se casaban entre ellos, por lo menos hasta el año 20, tres o cuatro generaciones de irlandeses casados con irlandeses. Nosotros somos un ejemplo de eso: no tenemos ningún antepasado que no sea racialmente irlandés. Pero eso se acabó”. Ni Rodolfo, ni ninguno de sus cuatro hermanos, siguió ese amino.
  
El “hambre de 1847”, que aquí menciona Walsh, supuso la ruina para un pueblo férreamente sometido al monocultivo. La dieta de la mayoría de los pauperizados campesinos irlandeses se sostenía, casi exclusivamente, en el consumo de papa. Por eso cuando un hongo destruyó la cosecha de papas, comenzó la Gran Hambruna, durante la cual murieron un millón y medio de personas, y una cifra similar emigró hacia países como Estados Unidos, Australia y Argentina. Otra consecuencia devastadora de la Hambruna fue que las áreas de habla irlandesa fueron las más afectadas. Por si fuera poco, quedó flotando una sospecha sobre el origen de la plaga que quedó sintetizada en un refrán popular campesino: “Dios envió la enfermedad de las papas, pero los ingleses causaron la Hambruna”. Tanto en Irlanda como en Argentina, colonia y semicolonia de Inglaterra, podía palparse el sentimiento anti británico.

En este sentido, Walsh había proyectado escribir el cuento “Mi tío que ganó la guerra”, donde contaría la historia del hermano de su madre, William Gill, quien se embarcó para sumarse a la rebelión irlandesa comenzada en 1916, pero en medio del viaje cambió de idea y terminó muriendo como soldado británico en Grecia. Más allá de este final equívoco, Walsh rescataba que su tío había tenido la intención de combatir a los ingleses “como correspondía a su sangre”. “Una sola vez asomó el sol durante la tediosa instrucción (…) Ese día Willie también vio el mar, que una noche, al borde de un sueño, había creído oír y después descartó. Pero ahí estaba el mar, en todo su bárbaro esplendor, y más allá un trozo de tierra, lejano y aun así verde fulgurante al sol, y entonces Willie pensó Eso ha de ser Irlanda, y pensó en su madre, y la vio extrema y pálida, vieja y flaca, sin embargo firme y temeraria, tal como había muerto”.

Según Walsh, en Willie se resumían las contradicciones de la clase media, admiradora de lo que consideraba eran los valores de la cultura británica. Con veleidades de poeta, Willie roba a los poetas ingleses y con esas armas seduce a las trabajadoras del frigorífico Anglo, hasta que deja embarazada a una secretaria y debe huir en un barco. Sin embargo, mientras espera pelar contra los alemanes, Willie escribe “una larga carta a sus hermanas y a su novia, en donde habla de la belleza eterna, invicta, intacta del Mediterráneo, de las civilizaciones antiguas que habitaban sus costas, alzándose y derrumbándose y alzándose nuevamente con belleza y esplendor, mármol y alabastro, jeroglíficos y estrellas –cartagineses y coptos, fenicios y griegos, judíos y omeyas: la raza humana muriendo y renaciendo, recorriendo sus grandiosos y a veces estúpidos caminos, espada contra espada, religión contra religión…”.

Se trata, nada menos, que de la tradición irlandesa de rescatar la cultura de civilizaciones que se derrumban, y de tomar prestado un idioma impuesto y llevar esa lengua hacia nuevas cumbres y nuevos horizontes. Se trata, también, del poder de las palabras, y de usar la lengua para establecer un marco de referencia cultural y desde allí contar la historia y ver qué enseñanzas deja dicha historia. Y esta lectura desde los márgenes de las civilizaciones dominantes, y centrada en las tradiciones periféricas, nos lleva al recate que Ricardo Piglia hace de la figura de Walsh y al uso que supo hacer de la literatura para construir el mejor contrarrelato que se le pudo oponer al relato del Poder, dándoles la voz a aquellos que se encontraban en los márgenes de la Historia. Porque “la esperanza insobornable” de Walsh supo incluirnos en “la alegría general que ha de venir un día”. Que así sea, por el bien de todos.

Por Carlos Semorile.

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