“…es también la logia de los dedos en la lata”,
escribió Walsh hace cerca de 50 años. Demos ahora un rodeo para luego retomar
estos conceptos, y digamos para empezar que toda familia tiene una oveja negra.
En nuestro caso se trataba del comisario T., quien por oscuros y sinuosos
laberintos fue ascendiendo desde botón de la esquina (que es la época en que lo
conoció la tía P. hermanastra de mi abuela) hasta llegar a capo de la Comisaría
Nº 15. Me resulta harto difícil despegar su meteórico ascenso de sus propias
palabras, como cuando se vanagloriaba de haber incendiado el Barrio Mitre (él
lo llamaba “villa”) con “todos esos delincuentes adentro”. Ésa era su idea de
combate al raterismo. Con otros tipos de delito no se mostraba tan tajante. En
el trato esporádico y utilitario que manteníamos con T., recuerdo haberlo visto
ya menos desaforado y más sofisticado en su despacho de la 15ª, con las paredes
engalanadas con los cuadros que le regalaban los “marchands” de la zona de
Retiro, y donde había hasta una lujosa motocicleta 0Km obsequiada por algún
agradecido comerciante. Ya estábamos en plena Dictadura, y nada menos que una
sobrina de Martínez de Hoz era su amante. La tía P. hacía la vista gorda.
Este es un caso testigo del nivel de corrupción, mano
dura y racismo (no importa que T. fuese de origen humilde) que siempre ha
caracterizado a la policía. O, para decirlo con más propiedad, a las policías
bravas, sean federales o provinciales, cuyos orígenes y vicios pueden
rastrearse desde el “Martín Fierro” en adelante. En su lúcido análisis del
poema de Hernández, Martínez Estrada plantea que la Reorganización Nacional del
siglo XIX fue una desorganización moral donde la policía tuvo una función
coercitiva similar a la del ejército. Todavía más: “El instrumento de acción
del ejército sobre la población civil es, y ha sido, la policía (...) Más que
lo militar, lo policial es lo nacional”. Aunque no de modo idéntico, este
esquema se replicó durante el Proceso de Reorganización Nacional, y la policía
permanece desde entonces como un agujero negro de feraz autoritarismo dentro
del sistema democrático.
Hay una larga serie de casos emblemáticos de abuso
policial sobre jóvenes de condición humilde y/o jóvenes militantes políticos (Walter
Bulacio, Miguel Bru, Sebastián Bordón, Luciano Arruga, Kosteki y Santillán, por
nombrar sólo algunos), todos asesinados o desaparecidos en democracia. También,
justo es decirlo, a lo largo del período democrático hubo diversos intentos de
depuración de unas fuerzas represivas que tienden a clonar esos especímenes
como el comisario del comienzo de este relato: enriquecidos no se sabe cómo,
muy bien conectados con miembros del establishment económico, político y
jurídico, y altamente predispuestos a disparar primero y preguntar después. En
opinión de quien esto escribe, fueron Néstor y Cristina quienes mejor
comprendieron la necesidad de desarmar a una policía que estaba limitada a
observar la protesta social, herencia realmente pesada de la década neoliberal.
Pero apenas iniciado el ciclo de la Alianza
Cambiemos, la noche del 12 al 13 de diciembre de 2015, una patota policial
irrumpió a palos y golpes en el Centro de Artes Batalla Cultural de Vicente
López, deteniendo porque sí a varios jóvenes allí presentes. Nuevamente
podríamos enumerar una extensa lista de represiones policiales que se han ido
produciendo desde entonces a ahora, y que van desde el amedrentamiento y las
amenazas (ya se ha “naturalizado” que la gendarmería filme las movilizaciones),
hasta el uso de una violencia inusitada donde nuevamente se dan cita la
arbitrariedad, el racismo y el proto-fascismo clásico de la milicada vernácula,
y que sale a la superficie avalado por el discurso oficial del macrismo y de
los medios instigadores del odio al pobre.
Todo ese crescendo de salvajadas policiales fue
dejando escenas dantescas (como la caza de jóvenes mujeres en los alrededores
de Plaza de Mayo el 8M), y tuvo otro cenit durante la tremenda represión
nocturna en un comedor comunitario de Lanús, donde inclusive secuestraron y
torturaron a dos jóvenes, amén de destrozar el lugar, golpear a niños y
embarazadas y tirar gas pimienta sobre las ollas donde se cocinaba la cena. Como
descreo profundamente de la vocación democrática de los punteros de Cambiemos,
no espero nada de Diego Kravtez, secretario de seguridad del distrito. En
cambio, espero que los jefes comunales que tienen a su cargo fuerzas policiales
tomen nota de a dónde nos lleva todo ese discurso pro-seguridad. Y que también
tomen nota quienes pretenden tener control sobre el territorio y terminan en
manos de un policía loco que incendia todo un barrio para terminar con “los
chorros”.
Parafraseando a Martínez Estrada, lo nacional no
puede ser lo policial porque, de ser así, la secta del gatillo alegre y la picana
se convierte en un ejército de ocupación. Son síntomas de un nuevo Proceso de desorganización
moral donde las fuerzas represivas se autogobiernan, a la par que reciben
órdenes precisas de reprimir no las grandes protestas donde somos millares los
que marchamos organizados, sino las pequeñas manifestaciones y los locales
aislados e indefensos de nuestros compañeros. Así las cosas, todos deben
pronunciarse: partidos, frentes, sindicatos, organizaciones sociales,
dirigentes. Pilas, muchachos, aunque más no sea háganlo en defensa propia.
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