Anoche fuimos a la muestra de fin de año del
Instituto Municipal de Cerámica de Avellaneda. Acudimos invitados por Malena,
la hija de mi compañera, que estudia allí con un entusiasmo y una pasión que es
lo que uno siempre desea ver en los jóvenes, sobre todo porque sabe que ese el
mejor capital para afrontar los estudios. E inclusive una vocación, que también
requiere esfuerzos y muchas horas dedicadas a los aspectos menos gratos del
aprendizaje. Que Malena haya abrazado esta vocación es algo que nos hace muy
felices, luego de haberla visto penar con materias absurdas de carreras áridas
y desoladas. El Instituto, además, es una maravilla, escondido como un secreto
en el corazón de una manzana, y sin embargo abierto a todos de un modo poco
frecuente. Apenas llegados, mientras esperamos la apertura, un alumno nos
convida con tarta de manzana hecha por sus propias manos.
Enseguida, nos estrechan las manos de Emilio, el dire
de la escuela, y nos invita a sentirnos como en nuestra propia casa. No es nada
difícil: recorremos a voluntad las aulas y cada recoveco, maravillándonos con
las obras expuestas. En cada sala hay un cartel que convoca a sumarle afecto a
los conocimientos, y eso también se nota en el cuidado de las instalaciones y
los materiales. Luego, la muestra propiamente dicha, plegada de belleza, de
concepciones propias, de creatividad genuina y alejada, a más no poder, de lo
“cool”. Como corolario, la ceremonia de graduación, sencilla, llena de cariño
compartido y abrazos sinceros. Emilio habla del amor a la arcilla, y no puedo
dejar de pensar en Cipriano Algor y en su hija Marta, los personajes alfareros
de “La caverna”, la novela de Saramago. Y en la canción de Silvio, esa que
dice: “Debes amar, la arcilla que va en tus manos (…) sólo el amor convierte en
milagro el barro”.
Por Carlos Semorile.
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