En el festejo del Día de la Industria, volvió
a quedar en claro la capacidad discursiva de Cristina, dicho esto en varios
sentidos no sólo importantes sino inclusive cruciales. Como tantas otras veces,
se destaca su capacidad de llevar la palabra hasta el hueso de los conceptos y
las complejas formulaciones que debe abordar, haciéndonos partícipes a nosotros
-sus oyentes- de un pensamiento nacional sobre los problemas nacionales. Puede
pensarse lo que se desee pensar acerca del enfoque que la Presidenta hace de
las diversas cuestiones que están en juego (y ella es la primera en admitir el
posible disenso), pero lo que no se puede decir es que proceda desde una mirada
descentrada respecto del interés argentino. Por el contrario, la orfandad del desorbitado
discurso opositor desnuda un pensar subsidiario de intereses que, o bien no son
nacionales (como en el caso de quienes hicieron las veces de voceros de
Repsol), o bien no son populares (como en la gran mayoría de los casos). O ambas
cosas, claro. Pero además, la palabra de la Presidenta viene estableciendo, con
una precisión y una contundencia que despierta la admiración de muchos y el
pánico de unos pocos, un pensamiento estratégico para el desarrollo de las
potencialidades de la Nación. A esta visión de estadista, la oposición le sale
al cruce con un recuento de chiquitajes y menudencias que haría avergonzar a un
almacenero de barrio. Y es al ñudo que se llenen la boca con los nombres de las
grandes figuras republicanas de la historia, porque esos personajes -muchos de
ellos controvertidos- al menos tuvieron un proyecto de país desde el cual
supieron convocar a sus contemporáneos. Pero detenernos en la falta de proyecto
de la opo, es empantanarnos y, en cambio, la Presidenta convocó a pensar desde
el puente sobre las aguas turbulentas. Recordó que hace 425 años partió una
embarcación con hambre de futuro, y asimismo rememoró el modo en que ese horizonte
se torció hasta generar una Argentina contrahecha y maldita para con la mayoría
de sus hijos. Llegados a este punto, podríamos hablar, sin temor a
equivocarnos, del modelo productivo con inclusión social, de la sustitución de
importaciones y de la necesidad de producir mercancías con valor agregado. O de
aquella industrialización alguna vez alcanzada que hacía que Scalabrini dijera:
“Tenemos una industria propia, luego nuestra Nación existe”. Pero prefiero
creer que en el corazón de la palabra presidencial, por sobre todas las otras
cosas, late una profunda reflexión sobre nuestro destino colectivo. Esa
reflexión -siquiera la posibilidad de que se produjese- estuvo obturada durante
la noche neoliberal, y habría que pensar si, en lo profundo, no es esto lo que
no les perdonan a Néstor y Cristina: que seamos capaces de pensar juntos los problemas
nacionales desde una perspectiva nacional. Porque todo lo demás está permitido
y hasta se celebra: ser de derecha, de izquierda, de centro, ser onegeísta,
universalista, cosmologista, o barrialista. Lo único que el establishment no
tolera es que haya un pensamiento para las mayorías, un pensar que ponga al
pueblo en el centro de la reflexión sobre el destino de la Patria. De ahí el
pataleo de la derecha por el uso la cadena nacional: porque la oratoria
extensamente reflexiva de la Presidenta alcanza a nuevos argentinos y
argentinas que comienzan a recapacitar que acaso ellos no sean -como los
retrata el Monopolio- islas en un mar de infortunios. Compatriotas que empiezan
a sentirse parte de una misma deriva: la de aquel buque que zarpó hace ya
tantos años y que hoy la tiene a Cristina en el puente de mando.
Por Carlos
Semorile.
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