lunes, 9 de octubre de 2023

Tener un pueblo


   Ayer compartimos un domingo regado de anécdotas entre primas y primos evocativas y memoriosos, desovillando el hilo de una historia que empezó en Armenia, y que sobre este suelo y bajo este cielo pudo continuar en condiciones de tierra, techo y trabajos que adquirieron la forma de limoneros, higueras, y patios donde los nietos (la segunda camada argentina) jugaron y disfrutaron de sus abuelos que se salvaron por los pelos del Genocidio perpetrado por el Estado Turco.

 

Desde luego, la charla también estuvo atravesada por una coyuntura nacional e internacional que bajo distintas formas vuelve a jaquear la condición humana a través de una doble vía: en algunas regiones, se presenta bajo el rostro atroz de la prepotencia armada de quienes se consideran dueños de territorios cuya sacralidad pregonan pero no respetan, y en todas partes desarrolla una programación cultural que pivotea sobre el autodesagrado como base para lograr el despojo.

 

Cuando ayer escuchaba al primo Leo hablar de la agnotología como una disciplina dedicada a sembrar la ignorancia, pensaba –además de que él debería poner estas ideas por escrito- que de aquella generación que compartía su infancia al amparo de abuelos, padres, tíos e inclusive amigos que eran parte de las familias, a esta otra donde la conectividad pasa por los ordenadores, se va perdiendo aquello que planteó Rita Segato: “El primer derecho de un ser humano es tener un pueblo”.

 

Es decir, “ser parte de un pueblo” del mismo modo que somos parte de una familia y de una historia que merece ser conocida y respetada porque, como ya sabemos, no se ama aquello que no se conoce.

 

Hace 90 años, ante una coyuntura regional igualmente difícil, mi abuelo Eusebio Dojorti trataba de despertar a sus paisanos sanjuaninos, y en particular a los más jóvenes: “…no olvide que la indiferencia es un renunciamiento deshonesto y cobarde. Deje de andar tontamente girando por la plaza, comprenda la juventud toda la crueldad y toda la miseria de nuestro oscuro drama sanjuanino y domine ese estúpido temor al ridículo que la esteriliza, y mata en germen sus más nobles inquietudes. Abandone el plano inferior de su vida sin fatigas generosas, exasperante de mediocridad, y sienta con hondura la enorme responsabilidad de ser hombre. No pose de elegante aburrimiento, no haga la desencantada a los veinte años de nuestra juventud. Escuche las palabras del psicólogo contemporáneo: “En plena juventud, el escepticismo es una aberración mental y moral. Porque el escepticismo sólo se explica como la última actitud filosófica ante la vida”.”

 

Los monstruos crecen si jugamos al desencanto y pensamos que todo da lo mismo. Pero entre el abatimiento y la dignidad hay un abismo.

 

Por Carlos Semorile.

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