Primero fue el Verbo, pero hace mucho que la liturgia
tomó su lugar, mejor dicho todos los lugares disponibles y desplazó a la
palabra a los confines de la fe. En este proceso, la Iglesia se resignó a sus
formas ritualistas como si éstas por sí mismas pudiesen reemplazar la convocatoria
a la comunidad de fieles y posibles fieles. El ceremonial servía para ahogar la
voz de los eclesiásticos supremos, toda vez que lo único que tenían para dar eran
amonestaciones, reprimendas y durísimas advertencias. Todo eso se ha trastocado
durante el actual papado, y sigue cambiando porque Francisco ha colocado a la
palabra en el lugar central de su prédica. Es comprensible que ello provoque
espanto en quienes estaban muy cómodos con el antiguo sistema de dictámenes
inamovibles, y con el ánimo rigorista, sancionatorio y fuertemente conservador
de los Papas de las minorías más minoritarias y sectarias del mundo.
También se entiende que esto genere un arco que va de
las suspicacias a las sospechas –o al descreimiento liso y llano- en quienes
hemos visto a la Iglesia como mascarón de proa de los imperios para quebrar los
procesos emancipatorios de los pueblos. En este sentido, claramente no alcanza
con las palabras, y para muchos inclusive no alcanza con los hechos. Sin
embargo, este Papa no habla para el círculo reducido de los poderosos, ni balbucea
detrás de la solemnidad ritual de los oficios. Por el contrario, su palabra se
alza por encima de los protocolos, y busca enlazarse con las mayorías que
desean cambios que vayan en el sentido de la reparación y la redención. Donde
antes se escuchaba un ruido de silabeos y latinazgos, hoy se oye un discurso político
que habla el mismo idioma que muchos de nosotros. Y ahí, en ese encuentro de la
palabra, al menos podemos discutir cómo darle fin al reino de la barbarie.
Por Carlos Semorile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario