La vieja España supo tener un Nebrija que sintetizó
el dominio de sus colonias bajo la fórmula “Lengua e Imperio”. “No había en su
lengua sino lugar para el castigo”.[1]
Para salir de la minoridad impuesta por los españoles, nuestros primeros
revolucionarios tuvieron que “servirse del estado de a la lengua vigente en
aquella fecha” y, al mismo tiempo, debieron luchar por “revolucionar la lengua,
dotando de nuevos sentidos a las viejas palabras”, iniciando así una batalla
por el lenguaje que “no ha cesado en los últimos doscientos años”.[2] Andando
el tiempo, Alberdi planteó que “nuestra lengua aspira a una emancipación”, y al
despuntar el siglo XX Abeille tendría la osadía de plantear la existencia de un
Idioma nacional de los argentinos. Acaso
se le fue la mano, pero Martínez Estrada supo ver que los “poetas del pueblo”
declararon “como extranjera la voluntad de crear una literatura nacional con
elementos foráneos”, recogiendo y legalizando “lo español vivo en lo argentino
vivo”: “Lo que nosotros hemos modificado en lo sustancial y hasta los límites
de lo posible dentro de la rigidez de toda lengua es la semántica y la
intencionalidad del lenguaje. No lo hemos deformado por fuera, sino por
dentro”. Y cuando el Martín Fierro plantea
“la ley primera” está invirtiendo la imposición del lenguaje colonizado que ordena
desalojar el amor y suplantarlo por la desconfianza.[3]
Es toda una reposición de valores: la fraternidad en sentido amplio, entre “gente que se quiere y se comprende”
-como escribe Buenaventura Luna-, entre paisanos estigmatizados como bárbaros.
¿Se interesan los músicos por estas cosas? Cuando “la
música interior” tocó por primera vez las puertas de la esquiva metrópoli, Juan
Agustín García dijo que había recorrido “con bondad y paciencia lo que se
siente en esos centros populares (…) Se encuentran emociones muy intensas y
bien traducidas en un verso armonioso, español, pero muy argentino: con mucho
sabor local (…) La guitarra es, en todos estos cantos, el símbolo de la patria;
de una patria más suave y dulce”. Si el criollismo fue acaso una revolución
cultural es porque terminó con los “buenos modales” del idioma, esos que hacían
que la lengua del oprimido se escuchase como ruido y sólo se escuchara como
discurso el idioma del opresor.[4] ¿Hace
falta sugerir lo que va del lenguaje a la canción?
“El encuentro entre una persona y el lugar al que
pertenece no es fortuito, es algo que va más allá del destino, es algo tan
primordial que no hay palabras para describirlo”.[5]
Pero hay que encontrar esas palabras y avanzar hacia una lengua nacional
emancipada. “¿Para qué nuestra música? ¿Para qué nuestros
dioses? ¿Para qué nuestras telas? ¿Para qué nuestra ciencia? ¿Para qué nuestro
vino?”, preguntaba Manzi. Para que podamos escuchar una canción emancipada y disfrutar y tener “una
patria más suave y dulce”.
Por Carlos Semorile.
[1] Juan Bautista Duizeide, Lejos del mar.
[2] Javier Fernández Sebastián citado
por Esteban de Gori en La república
patriota.
[3] Siguiendo a Jamaica Kincaid en Autobiografia de mi madre.
[4] Siguiendo a Eduardo Rinesi en Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y
Maquiavelo.
[5] Jamaica Kincaid, Autobiografía de mi madre.
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