Salvo algunos extraños baches de calma chicha, esta
década política ha transcurrido entre el nerviosismo y la templanza. Con el fin
de estigmatizar el ciclo iniciado en 2003, algunos le dieron otros nombres a
estos mismos fenómenos: hablaron de “crispación” para devaluar la voluntad y la
firmeza, y apelaron a “la grieta” para impedir una justa ponderación de los
hechos y reemplazarlos por su degradada versión mediática. Pero esos mitómanos
siempre se ocuparon de ocultar muy bien que antes de que viviésemos tiempos de
excitación y debates, estábamos abatidos por años de neoliberalismo, exánimes y
aplanados en un estado cuasi larval. Entonces, más allá de las evaluaciones que
luego cada uno quiera hacer, lo cierto es que el kirchnerismo le insufló vida a
una comunidad agonizante. La revitalización destapó viejas porfías, y comenzó
una etapa de disputas varias bajo el signo de las tensiones.
Así las cosas, estos últimos años los hemos vivido
incorporando nuevos temas -y nuevas tensiones- a nuestro acontecer cotidiano
como sujetos políticos. Ello trae aparejado uno o varios costos en las vidas de
las personas porque, en buena hora, nada se da por sentado y todo o casi todo
se debate. Les cabe a los gobiernos kirchneristas el indudable mérito de haber
prohijado muchas de esas discusiones, así como el de haber capeado del temporal
de tantas otras que les fueron impuestas. Por momentos, cuando todo parece un
tembladeral, se llega a dudar de la oportunidad elegida o de la necesidad de
plantear tal o cual tema, pero el kirchnerismo es la única fuerza con capacidad
para impulsar, sostener y resolver tensiones. Eso quiere decir, en primer
lugar, que a sus pies yacen los cimientos del país liberal: la fábula de una
Argentina inviable que debía limitarse a ser administrada como una estancia
idílica.
En segundo término, significa que no existe ninguna
otra fuerza política que sepa vincularse con los temas nacionales y pueda -y
quiera- aguantar la tensión que ello significa. La infraestructura, las fuentes
de energía, la industria, no importa cuál sea el tema, llevan en sí mismas una
cuota de contradicciones y tensiones a las que nadie se le anima, salvo el
gobierno nacional y popular. Cuando la oposición balbucea lo que haría en cada
uno de estos casos y los temas concomitantes (impuestos, regulaciones, leyes),
sin querer confiesan que volverían a dejar postrada a la Argentina en el mismo
estado vegetativo que se encontraba al inicio de este período. Apartarse de las
tensiones, condenarlas como si fuesen un producto de la belicosidad
kirchnerista, garpa bien en la tele pero los arroja a un vacío abismal. De tal
suerte, “los profetas del diálogo” se conforman con ser agrupaciones
residuales, sin proyecto de país.
Por último, y de un modo paradójico, todas las
cuestiones pendientes van a parar al único espacio que puede, sabe y quiere
lidiar con todas las tensiones que fueron y seguirán apareciendo. El
kirchnerismo comienza a dar una batalla crucial al interior de sí mismo para
que el próximo presidente siga militando todas las discusiones y se ponga al
frente de todas las batallas, y no que sea un mero recitador de letanías. Uno
de esos que huyen de las tensiones y no quieren herir a nadie, pero terminan
dejando al pueblo al margen de su destino.
Por Carlos Semorile.
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