Un cartel de la actual campaña presidencial brasileña
inspira estas líneas. En él se va a Dilma y a Lula abrazados y, sobre la
estrella roja del PT, un texto que reza: “En 2002 vencimos el miedo… En 2014
vamos a vencer el odio”. En mi humilde opinión, se trata de una genialidad que
deberíamos tener en cuenta, y por varias razones. La primera es una obviedad:
todos los procesos de transformación suramericanos se parecen en lo esencial y,
básicamente, siguen un mismo patrón de conquistas progresivas, tanto en el
plano material como en el plano espiritual. Es adrede que lo llamo plano
espiritual y no plano de las ideas porque, como bien dice el afiche brasilero,
venimos removiendo capas y más capas de miedo. Fue un temor no razonado pero
actuante en el inconciente colectivo de nuestras sociedades: lo instalaron las
dictaduras llevando las sospechas hasta el límite de lo tolerable, y lo
heredaron las democracias tuteladas que no supieron, no pudieron o no quisieron
dejar atrás las aprensiones y las dudas para sumar al pueblo como sujeto activo
de la política y del proyecto de país.
Recién con la llegada de los así llamados procesos
populistas comenzó un camino de integración social que fue limando resquemores
y recelos para lograr ampliar derechos, tanto los derechos de las mayorías,
como los de las minorías incluidas en ellas. En este sentido, podemos ver que
la Asignación Universal por Hijo va de la mano del Matrimonio Igualitario. Es
solo un ejemplo, pero alcanza y sobra para entender de qué hablamos cuando
afirmamos que fue vencido el miedo: durante todo el período de la democracia
tutelada (1983-2003), se impuso el desasosiego y no se atendieron las demandas
populares.
Ahora bien, una vez que el miedo va siendo desalojado
de la escena, aparecen debates, controversias y disputas que “antes” no tenían
lugar. Es lógico que así suceda, pues los nuevos sujetos de la política ahora
sí son capaces de articular viejas y nuevas peticiones ante un Estado –también remozado-
que se demuestra capaz, no sólo de escuchar, sino además de resolver. Litigios
de antigua data salen a la luz y, claro, puede que se discutan, inclusive
agriamente, algunas o muchas cuestiones sectoriales pendientes. Pero las más
sustantivas querellas y reyertas se dan en un nivel más elevado, donde lo que
se dirime es, en verdad, el rumbo de toda la Argentina en su conjunto. Nótese
que aquí sí florece el plano ideológico propiamente dicho, y que son esas ideas
las que forman parte del arsenal argumentativo de quienes participamos de la
gran discusión por el modelo de país.
Polemizamos y argumentamos entonces de cara a la
comunidad, pero sospechosamente comienza a hablarse de “la grieta”, y lo que
era una polémica necesaria queda mediáticamente rebajada a grosera porfía, a
innecesaria trifulca, cuando no a pelotera disolvente. ¿Se puede discutir así,
es decir, cuando una de las partes ha renunciado a todo razonamiento y a todo
análisis? Ciertamente no es posible, al menos en el plano de las ideas, porque
nos obligan a refutar un proto-argumento: el odio. Este odio cumple la misma
función que en su momento cumpliera el miedo: obturar toda chance de que las
grandes mayorías obtengan su merecida porción del país que ellas construyen con
su sudor día a día. Es un odio artificialmente elaborado, y machaconamente
fogoneado por las usinas del desánimo y los profesionales del desaliento para
horadar las reservas espirituales de los argentinos. Pero debemos resistir el
embate, y ayudar a otros a que también lo hagan. Nos sobra mística y, si hace
falta, pondremos montañas de templanza para conseguirlo. Porque cada argentina
y cada argentino deben saber que, así como vencimos al miedo, ahora venceremos
al odio.
Por Carlos Semorile.
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