Una de las cosas que
hace que los relatos funcionen es su grado de verosimilitud. O, dicho de otro
modo, que esa narración contenga un grado suficiente de verdad como para ser aceptada
por quien al escucharla, verla o leerla no sienta que insultan su inteligencia
proponiéndole una historia que es del todo inverosímil y, en última instancia,
falaz. Si el verosímil nace dañado, ninguna crónica se sostiene. O, al menos,
no debería.
Pero sucede que el
verosímil es apenas una herramienta al servicio de algo mayor que es aquello
que contamos o nos cuentan y que puede –y aquí complejizamos lo que dijimos en
el párrafo anterior- ser verdad o una mentira absoluta. Si leemos o vemos
“Súperman” no necesitamos pensar, salvo que nos psicoticemos, que nosotros podemos
volar: alcanza con que creamos que el personaje puede hacerlo y para eso el
verosímil debe apoyarse sobre bases sólidas porque si no es apenas uno más:
Clark Kent.
La mencionada
solidez puede estar anclada en un elemento cuya verosimilitud es apenas una
petición de principios, como es el caso de la “kripotonita”: si damos crédito a
sus efectos, entonces el resto viene por añadidura. O puede estar basada en
algo mucho más sutil y hasta inasible, como la construcción de una atmósfera
que termina haciendo creíble que un día “Remedios la bella” ascienda a los
cielos sin retorno.
Para ilustrar estas
cuestiones nos vino al pelo esta foto de un volumen del Reader´s Digest en cuya
tapa comulgan la palabra “inverosímil” (en letra catástrofe y entre signos de
admiración) y la expresión “fenómenos inexplicables”. Quienes alguna vez
alcanzamos a leer dicha revista estadounidense, podemos dar fe de que es
francamente indigerible, y esta imagen parece una confesión de reo: lo
indigesto de su contenido sólo podía tragarse por la petición de principios de “lo
inexplicable”. ¡Qué vivos!
Pero no hay tal cosa
como “lo inexplicable”. Hay, como planteamos de entrada, una manera de volver creíble
lo que a todas luces es una falsedad que, a fuerza de una reiteración
psicotizante, termina siendo creído por los receptores pasivos de un relato que
“las casas de tolerancia periodísticas” imponen a partir de la posición
hegemónica que tienen en el mercado de la imagen, la voz y la palabra. Lo único
inverosímil es que no lo veamos.
Lo que de veras es
increíble es que alguien crea que haya alguna verdad en la “causa cuadernos”, o
en cualquiera de las otras que se le siguen a Cristina o a quienes fueron sus funcionarios.
Claro que la cosa no viene de ahora: en el formidable libro “El negro corazón
del crimen”, que recrea la investigación de Rodolfo Walsh sobre los
fusilamientos ilegales y clandestinos de José León Suárez, Marcelo Figueras
plantea que ciertos sectores sociales se enardecían si les vendían un caso de
inmoralidad, aunque fuese inventada, y sintetiza: “la idea había sido condicionarlos, de modo que (…) cada vez que
escuchasen ‘peronista’, pensasen: ‘delincuente’”.
Hace 70 años, pues,
que los peronistas son delincuentes por una mera petición de principios que no
necesita demostrar nada (y que, además, invierte la carga de la prueba)
mientras ellos siguen digitando el verosímil.
Por Carlos Semorile.

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