miércoles, 12 de noviembre de 2025

El verosímil


 

Una de las cosas que hace que los relatos funcionen es su grado de verosimilitud. O, dicho de otro modo, que esa narración contenga un grado suficiente de verdad como para ser aceptada por quien al escucharla, verla o leerla no sienta que insultan su inteligencia proponiéndole una historia que es del todo inverosímil y, en última instancia, falaz. Si el verosímil nace dañado, ninguna crónica se sostiene. O, al menos, no debería.

 

Pero sucede que el verosímil es apenas una herramienta al servicio de algo mayor que es aquello que contamos o nos cuentan y que puede –y aquí complejizamos lo que dijimos en el párrafo anterior- ser verdad o una mentira absoluta. Si leemos o vemos “Súperman” no necesitamos pensar, salvo que nos psicoticemos, que nosotros podemos volar: alcanza con que creamos que el personaje puede hacerlo y para eso el verosímil debe apoyarse sobre bases sólidas porque si no es apenas uno más: Clark Kent.

 

La mencionada solidez puede estar anclada en un elemento cuya verosimilitud es apenas una petición de principios, como es el caso de la “kripotonita”: si damos crédito a sus efectos, entonces el resto viene por añadidura. O puede estar basada en algo mucho más sutil y hasta inasible, como la construcción de una atmósfera que termina haciendo creíble que un día “Remedios la bella” ascienda a los cielos sin retorno.

 

Para ilustrar estas cuestiones nos vino al pelo esta foto de un volumen del Reader´s Digest en cuya tapa comulgan la palabra “inverosímil” (en letra catástrofe y entre signos de admiración) y la expresión “fenómenos inexplicables”. Quienes alguna vez alcanzamos a leer dicha revista estadounidense, podemos dar fe de que es francamente indigerible, y esta imagen parece una confesión de reo: lo indigesto de su contenido sólo podía tragarse por la petición de principios de “lo inexplicable”. ¡Qué vivos!

 

Pero no hay tal cosa como “lo inexplicable”. Hay, como planteamos de entrada, una manera de volver creíble lo que a todas luces es una falsedad que, a fuerza de una reiteración psicotizante, termina siendo creído por los receptores pasivos de un relato que “las casas de tolerancia periodísticas” imponen a partir de la posición hegemónica que tienen en el mercado de la imagen, la voz y la palabra. Lo único inverosímil es que no lo veamos.  

 

Lo que de veras es increíble es que alguien crea que haya alguna verdad en la “causa cuadernos”, o en cualquiera de las otras que se le siguen a Cristina o a quienes fueron sus funcionarios. Claro que la cosa no viene de ahora: en el formidable libro “El negro corazón del crimen”, que recrea la investigación de Rodolfo Walsh sobre los fusilamientos ilegales y clandestinos de José León Suárez, Marcelo Figueras plantea que ciertos sectores sociales se enardecían si les vendían un caso de inmoralidad, aunque fuese inventada, y sintetiza: “la idea había sido condicionarlos, de modo que (…) cada vez que escuchasen ‘peronista’, pensasen: ‘delincuente’”.

 

Hace 70 años, pues, que los peronistas son delincuentes por una mera petición de principios que no necesita demostrar nada (y que, además, invierte la carga de la prueba) mientras ellos siguen digitando el verosímil.

 

Por Carlos Semorile.

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