Tomo prestado y parafraseo los títulos de dos ensayos
de Horacio González para reflexionar sobre el rápido paso que el Pro ha dado
desde la violencia verbal a la agresión física. En todo proceso de cambio
genuino (como el que se vivió en los últimos doce años), se impone la necesidad
de “revolucionar la lengua” para dotar de nuevos sentidos a las viejas
palabras. ¿Suena muy abstracto? No tanto, vea. Alcanza con que pensar qué
significaban hasta hace poco viejas palabras como “patria”, “soberanía”,
“independencia” –y tantas otras-, y cómo fueron adquiriendo nuevos sentidos al
calor de la gesta emancipatoria nacional y continental. Para salir de la
minoridad impuesta por los poderes fácticos, es preciso entablar una batalla
por el lenguaje mediante el cual definimos quiénes somos y quiénes anhelamos
llegar a ser. Para hablar y no ser hablados, hay que pensar y moverse con la
beligerancia de los idiomas.
Nadie que haya atravesado estos doce años argentinos
y latinoamericanos puede fingir demencia y decir que desconoce que las
corporaciones mediáticas pusieron en circulación una lengua del ultraje que
buscó horadar las acciones de los gobiernos nacional/populares, y el buen
nombre y honor de sus figuras más representativas. El esmerilamiento continuo y
permanente tuvo muchas vertientes (la “republicana”, la de la asimilar la idea
de patria con la campiña agroexportadora y productora de la riqueza criolla, la
de estigmatizar tanto la militancia como los derechos sociales, etcétera), pero
sobre todo socavó hasta la idea misma de que es necesario tener una lengua
común como sostén de nuestra experiencia comunitaria. Todos los que hemos
pretendido salvar la grieta para llevar un mensaje de paz y esperanza a nuestros
compatriotas, nos espantamos ante la opacidad del discurso que nos esperaba al
otro lado.
Como se dijo hasta el hartazgo, el problema de los
globos venía de la mano de una idea degradada del lenguaje, junto a una idea de
búnker como refugio frente a las demandas futuras de ese electorado cautivo por
las pantallas en estado de emoción violenta, y a la vez cautivado por un
discurso que prometía satisfacer todos los resentimientos acumulados, y algunos
más también. El siguiente problema apareció casi de inmediato, aunque ya venía
incubado en aquella lengua menoscabada que había expulsado cualquier atisbo de
redención social: es la violencia simbólica de una lengua que remite a las
viejas oligarquías patricias en la medida que desprecia a todo aquel que no se
le asemeje. Y siguiendo entonces ese linaje sanguinario, los funcionarios del
Pro (comenzando por el propio Macri) se desbocan en agravios e injurias que, al
final de la cadena de mandos, se desmadran como ultrajes sobre los cuerpos.
A lo largo de estos tres meses, espanta la facilidad
con que las fuerzas represivas legales e ilegales –que se han embebido del
discurso deteriorado del Pro- han llegado al acto de ultrajar los cuerpos de
quienes, en el peor de los casos, sólo estaban ejerciendo su derecho al disenso
y a sostener una batalla semántica para afirmar su identidad y un pensamiento
no colonizado. La lista de hechos es conocida por todos, y hasta ahora reina la
impunidad. ¿Habrá que agregar el asesinato de Massar Ba, dirigente de la
comunidad senegalesa?
Por Carlos Semorile.
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