viernes, 22 de febrero de 2013

Lo incrédulo



Mientras usted duda, en el país pasan cosas. Muchas cosas, en verdad, y creo que usted lo sabe. O acaso no lo sabe, si es que su duda es pertinaz o ya es un hábito inveterado, de esos que uno ya no sabe cuándo lo adquirió ni para qué. Pero sus incertidumbres sí tienen un origen, amigo mío, y una precisa razón de ser, porque no hace muchos años estuvimos a merced de la palabra incumplida y de sus devastadores efectos en la capacidad de confiar en la clase dirigente. Para decirlo de un modo llano: nos fallaron tanto que fue como una traición. No es que hayamos depositado nuestras confianzas en los mismos partidos políticos pero, alrededor de figuras diversas, pusimos parecidas esperanzas. Me pregunto si podría ser de otro modo. No lo creo, porque más allá de que pensemos distinto y vengamos de tradiciones políticas diferentes, usted y yo siempre tuvimos ganas -como se dice habitualmente- de que “al país le vaya bien”. Querer, entonces, que le vaya bien a la Argentina es como hablar de un programa mínimo, humilde si se quiere, pero bastante acabado en el que casi todos estamos de acuerdo: que tengamos trabajo, que haya pan en la mesa, que los hijos puedan educarse y progresar, y que podamos hacer todo eso en paz y libertad mientras al país crece y se desarrolla para beneficio del conjunto de sus habitantes. Supongamos que no me equivoco y que la mayoría de nosotros comparte estas sencillas aspiraciones. Y supongamos asimismo que estas y otras varias realizaciones materiales y espirituales comienzan a ser parte de la vida de millones de compatriotas. ¿Me podría conceder esto? Mejor dicho: ¿se lo permite a sí mismo o su incredulidad lo vence?
No retroceda ahora, justo ahora que vamos llegando al carozo de este peliagudo asunto. Mire, vivimos en el mismo país que hoy está cumpliendo algunos de esos anhelos básicos, y unas cuantas cosas más que no entraron en ese apretado resumen. Pero dejamos de vivir en la misma nación desde el momento en que usted desconfía de que la verdad sea esta. Ni siquiera debería decírselo porque usted, como yo, conoce de primera mano la realidad y sabe que estamos mejor que hace una década, y asimismo sabe que eso es bueno para todos. O para “casi todos”, como le dije antes. Porque hay algunos que siembran la desconfianza para cosechar luego el desánimo y alzarse, más adelante, con todo aquello que los descorazonados no saben valorar ni defender. ¿Le parece que exagero? No se crea. Simplemente, intento ponerlo sobre aviso: no es el país el que se derrumba; eso que crujen son las corporaciones que no se acostumbran a convivir con el resto de nosotros bajo un paradigma más democrático, más inclusivo, más igualitario. Tan simple -¡y tan difícil!- como éso.
Usted sabe de qué le hablo, y porque lo sabe me va a permitir esta confianza de decirle que no se deje entrampar por la suspicacia permanente. Porque ese maliciar continuo lo aleja del resto de los argentinos que confía en que estamos construyendo un país para todos. Y al hablarle así, no es que pretenda sumarlo a este proyecto político. Me motiva, eso sí, la esperanza de que usted, piense como piense y vote a quien vote, no se pierda este momento histórico que estamos atravesando. Si deja de recelar, verá que ahí afuera está naciendo una Patria.
Si quiere se lo ruego: abandone por favor esa pose incrédula que le han hecho pensar que lo pone a salvo de los errores y los vaivenes de la Historia, y anímese a creer como tantos que confiamos pese a todas las traiciones y derrotas del pasado. Ya estamos grandes para eso y, frente a las generaciones más jóvenes, no nos asiste el derecho a jugar a los desencantados. Entiendo que no es culpa suya, comprendo que lo han bombardeado con dosis brutales de mentiras para hacer de usted un desconfiado. Detrás de la máscara del desengaño, bien lo sé, viven sus sueños y sus deseos, tan parecidos a los míos. Ya me despido, paisano, y le dejo la del estribo: crea, confíe, esperáncese sin miedo. Y acuérdese de aquel argentino inmenso que dijera que un hombre sin una creencia vale menos que un hombre.
Por Carlos Semorile.

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