“Veo un cementerio de muertos bien rellenos, manando
sangre y cieno que impiden respirar”. Los versos de Espronceda pintan bien la
desafortunada conjunción entre algunos de los trabajadores mejor pagos del
país, y la infausta fecha en que su líder
(y otros oportunistas, aliados suyos) decidieron convocarlos a la Plaza. Desde
que Moyano decidió jugar para el país liberal, entró de cabeza al cementerio de
la Historia y es por ello que estas movilizaciones, fingidamente cegetistas, tienen
mucho de espectral. Ya no convoca por fuera de su aparato, y si lo hace es al
costo de permitir que se le adosen los habitantes de nichos putrefactos. O para
usar el lenguaje menos hiriente de un politólogo: son sociedades de “suma
cero”.
Y el de lenguaje es su otro y enormísimo problema. No
es una cuestión que afecte sólo a Moyano, sino a cualquiera que hoy aspire a
conducir los destinos de esta comunidad que encuentra en la palabra de Cristina
una inédita -y concreta- promesa emancipatoria. ¿Con qué la combate el líder de
los camioneros? Con el gastado recurso de apelar a una liturgia, a una
simbología y a una identidad que, por ser precisamente la peronista, debería arrastrar
automáticamente a las masas hacia los genuinos intérpretes del “justicialismo
de Perón y Evita”. Pero ocurre que, por esa vía, lo único que logra es
consagrarse a congelar una cultura política en el preciso momento en que las grandes
mayorías han decidido vivificar sus mejores tradiciones socialmente justicieras.
No hay nada mineralizado o mustio en las palabras siempre grávidas de sentido de la Presidenta, y es
por ello que la Plaza del 9 de diciembre la escuchó en un silencio muy parecido
al de una comunión o un rezo. Esa escucha, hoy, sólo la puede lograr Cristina. Es
porque los demás celebran fechas ignominiosas, con la memoria perdida y un
discurso anclado en el pasado. Y porque el pueblo argentino se permite oír las
proclamas de este “raro tiempo de felicidad en que se puede decir lo que se
quiere, y hacer lo que se debe”.
Por
Carlos Semorile.
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