Estas
esculturas a orillas del río Liffey, en Dublín, recuerdan la Gran Hambruna que
padeció Irlanda de 1845 a 1851 cuando toda la isla era todavía una colonia
británica, y cuyas secuelas demográficas, sociales y culturales llegan hasta la
actualidad. En ámbitos académicos se debate, con argumentos encontrados, si la
Gran Hambruna se trató o no de un genocidio que Gran Bretaña cometió contra el
pueblo irlandés. Unas pocas líneas del “Ulises” de Joyce ponen las cosas en su
lugar:
“Fueron
echados de sus casas y hogares en el negro 47. Sus cabañas de barro y sus
chozas a la vera del camino fueron arrasadas por la topadora y “The Times” se
frotó las manos e informó a los sajones pusilánimes que pronto habría tan pocos
irlandeses en Irlanda como pieles rojas en América. Hasta el Gran Turco nos envió
piastras. Pero el Sajón intentó hambrear a la nación en su país mientras en la
tierra abundaban cosechas que las hienas británicas compraban y vendían en Río
de Janeiro. Sí, echaron a los campesinos en hordas. Veinte mil murieron en
barcos cementerios. Pero los que llegaron a la tierra de la libertad recuerdan
la tierra de la esclavitud. Y volverán otra vez y en mayor número”.
En
efecto,
cuando a un pueblo se le quitan sus leyes ancestrales, sus tradiciones y sus
costumbres, cuando se liquida a su clase dirigente y se persigue a quienes –por
erudición y voluntad de resistir- podrían enlazar el pasado con el presente y
el futuro, cuando se le confiscan sus tierras y se les prohíben su idioma y su
fe, cuando se lo abandona a su suerte para que una plaga se ocupe de
exterminarlos (y se colabora para que así suceda mediante decomiso de cosechas,
arrestos por robar comida y deportaciones), o cuando las represiones de los
periódicos levantamientos son desproporcionadas y sanguinarias, el conjunto de
todas estas políticas debe caracterizarse como un genocidio.
La
memoria histórica del pueblo irlandés ha generado este embanderamiento para
señalar que la hambruna con la que Israel busca aniquilar al pueblo palestino
tiene las mismas características que la promovida por Gran Bretaña en el siglo
XIX: forma parte de una estrategia genocida que no debería contar con la
complicidad de los gobiernos que siguen sin tomar medidas al respecto.
Es
el mismo embanderamiento que puede verse de punta a punta del planeta en brazos
de los pueblos más disímiles que, ridiculizando las políticas exteriores de sus
gobiernos y desobedeciendo el relato oficial de las corporaciones
mediáticas, están asumiendo que hoy la bandera palestina representa un piso de dignidad, humanismo y cultura contra “todas las formas de
menoscabo de lo humano” (Horacio González dixit).
También
debe entenderse como un severo “¡Alto!” al arrasamiento que lleva adelante Israel.
Y no sólo porque la ONU ya se ha pronunciado, muy tarde pero taxativamente, sobre
la cuestión del genocidio. Sino porque, como pronosticó Joyce, los expulsados
tienen la mala costumbre de volver a la tierra que una vez fue suya. Los pueblos
tienen con su terruño un vínculo muy distinto al que los agentes coloniales
señalan en sus mapas. Y por ello tampoco conviene olvidar lo que no hace tanto
dijo Cristina: “Los pueblos siempre vuelven
y encuentran los caminos”.
Por Carlos Semorile.

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