domingo, 2 de diciembre de 2018

Je suis désolée


Suponemos que así debió sentirse Macrón cuando bajó del avión, y terminó saludando a un laburante de chaleco amarillo, quien acaso le dijo la frase del título: “Lo siento”. Y tal vez agregó: “No tengo el gusto”.

Pero la verdadera desolación es la del lenguaje que hablan nuestros “comunicadores”, un idioma lleno de vallas, empalizadas, tapias, cercados, parapetos y trincheras, desde las cuales se regodean hasta la náusea hablando del único tema que los desvela: “la seguridad”. Cuando se escriba la historia de este período de brutales retrocesos sociales y mortificación ciudadana, espero se les recuerde adecuadamente.

 Mientras tanto, y aprovechando que arrancamos con un franchute, acudamos a otro, Michel Foucault, quien en “Las palabras y las cosas” hizo algunas reflexiones que conviene recordar:  

“Lo que nos dejan las civilizaciones y los pueblos como monumentos de su pensamiento, no son los textos, sino más bien los vocabularios y la sintaxis, los sonidos de sus idiomas más que las palabras pronunciadas, menos sus discursos que lo que los hizo posibles: la discursividad de su lenguaje”.

Luego, cita a Diderot: “El idioma de un pueblo nos da su vocabulario y su vocabulario es una biblia bastante fiel de todos los conocimientos de ese pueblo; sólo por la comparación del vocabulario de una nación en épocas distintas, nos formaremos una idea de su progreso. Cada ciencia tiene su nombre, cada noción de la ciencia tiene el suyo, todo lo que se conoce de la naturaleza ha recibido una designación, lo mismo que lo que se ha inventado en la artes y los fenómenos, las maniobras y los instrumentos”.

Y concluye Foucault: “De allí, la posibilidad de hacer una historia de la libertad y de la esclavitud a partir de los idiomas, o aun una historia de las opiniones, de los prejuicios, de las supersticiones, de las creencias de todos los órdenes, sobre las cuales los escritos dan siempre un testimonio menos bueno que las palabras mismas”.

Lo que estamos escuchando por cadena nacional es un breviario de prejuicios xenófobos, de supersticiones maliciosas –como el invento de “la seguridad”-, de creencias emponzoñadas que aseguran la primacía de los muy poderosos por sobre el resto del género humano. En suma, en el sonido de este idioma monótono y esquemático, se anida la esclavitud de quienes son seducidos por una discursividad que esconde, y esconde bien, su mero carácter de opinión, mientras se vende como verdad única. Es el lenguaje de la indigencia de quienes se han auto expulsado de la cultura, y de cualquier tradición comunitaria realmente valiosa y digna.

Por Carlos Semorile.

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