A principios de los ´80, el padre de un
querido amigo nos recomendó dos cosas que aún le agradezco: que sacásemos un
abono para el ciclo Teatro Abierto, y que fuésemos a estudiar cine con un amigo
suyo. La experiencia de Teatro Abierto fue tan maravillosa que me exime de
otros comentarios. Por razones que no vienen al caso, las clases de cine no
duraron demasiado, pero el cineasta llegó a recomendarnos una peli que bajo
ningún concepto debíamos dejar de ver: “La esclava del amor”.
El film de Nikita Mijalkov pinta con
maestría los crujidos que anuncian el derrumbe de un universo aparentemente
inmutable y eterno, el de los zares de la madre Rusia, y la violencia que ese
mundo despliega para evitar la inexorable llegada de un tiempo de insurrección
y de justicia. En el centro de los acontecimientos se halla una famosa actriz
de cine mudo, tan bella como hueca, que sin embargo de a poco va despertando a
una verdad que no es la de los decorados y los sets.
Podría decir que recuerdo de “La
esclava del amor” porque se acerca el Centenario de la Revolución Rusa, y
quedaría como un duque. Pero no. Me acuerdo más bien debido al meollo de la
trama, que plantea cómo una conciencia distraída, hasta el extremo de lo banal,
puede llegar a percibir lo esencial de una época. La actriz, enamorada de un cameraman
bolchevique que filma los fusilamientos clandestinos que llevan adelante las
fuerzas zaristas, empieza a ver de qué va la cosa.
No se trata de algo que ella haya
buscado, o que tenga la intención de sumarse a la causa de los desposeídos. Más
bien sucede que la realidad la golpea porque de buenas a primeras asesinan a su
amado, y ella se encuentra huyendo con los rollos de película que desenmascaran
los crímenes del régimen. Una patrulla de la Guardia Blanca –una banda de
cosacos sedientos de sangre- persigue el tranvía en el que ella viaja, y cuyo
motorman ha decidido abandonarla a su perra suerte.
Asomada al último vagón, y con la
expresión absolutamente transfigurada, el rostro de la otrora beatífica actriz
es ahora una máscara que resume todo el espanto de un despertar abrupto y sin
medias tintas: “Señores –le dice a
sus perseguidores-, ustedes son unas
bestias… Su propio país los maldecirá…”.
Toda época ofrece coartadas para el
escapismo y la trivialidad. Pero también pide que se la comprenda y que, cuando
los cosacos vienen degollando, seamos capaces de decir: “Señores, ustedes son unas bestias”. Más temprano que tarde, “Su propio país los maldecirá”.
Por Carlos Semorile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario