lunes, 3 de marzo de 2014

Vivir en el corazón de la palabra



“Estoy seguro de llegar a vivir en el corazón de una palabra; compartir este calor, esta fatalidad que quieta no sirve y se corrompe.” (Paco Urondo, La pura verdad).

La Presidenta inaugura el año legislativo, realiza el balance de lo hecho y formula la agenda de lo por venir. Planteado así, no pasa de un acto administrativo y hasta cierto punto rutinario. Pero sucede otra cosa mientras ella hace su discurso, y eso que acontece sigue pasando una vez que concluye su alocución. Porque cada vez que Cristina habla el país se ensancha. ¿Cómo es posible tal cosa?

Para empezar, se ensancha la comprensión que tenemos del país, al que estamos acostumbrados a mirar en términos sectoriales. Cada quien tiene un prisma y es lógico que su visión quede acotada a un determinado fragmento del conjunto. Pero los discursos de la Presidenta tienen la virtud de ir integrando todas y cada una de las piezas que componen una nación. Más precisamente ésta en la que nacimos y vivimos, es decir la Argentina entendida como una Nación y no como un segmentado despelote de intereses en conflicto. Usted me dirá que nadie como Cristina para sacar a la luz y azuzar los conflictos, pero fíjese de qué lado queda parado usted en cada una de esas disputas. Sí, mi amigo, usted queda instalado en la misma vereda ancha que ya ocupan millones de sus compatriotas, mientras que enfrente… Bueno, enfrente están los que tuvieron toda la vida para decirle que formaba parte de algo más grande que usted mismo, y no se lo dijeron ni se lo iban a decir nunca para mantenerlo así, solari y descreído como una criatura extraviada en la jungla. De modo que, si me sigue, aquí tenemos otro de los acrecentamientos que provocan las alocuciones de la Presidenta: el destino ya no es una suerte maula que lo persigue con saña noche y día, sino que nos jugamos todos en el destino colectivo de la Patria.  

Esto nos lleva a una tercera etapa porque, luego de haber comprendido y luego de verse acompañado -y no amenazado- por los otros, lo más probable es que se le dilaten las emociones. A esta altura, cientos de miles de fotos y videos testimonian con creces que las arengas de Cristina tienen (como diría el amigo Fontova) un efecto vasodilatador en sus oyentes: la gente sonríe, ríe abiertamente, estalla en carcajadas, se le pianta un lagrimón o llora a lágrima viva, se abraza, salta, se vuelve a abrazar, y tiene muchas pero muchas ganas de cantar. ¿Usted ha visto que pase algo semejante cuando quienes hablan son los periodistas o los políticos que trabajan de “opositores perpetuos”? Claro que nada de eso sucede porque ellos son artífices de la vasoconstricción: aspectos circunspectos, rostros surcados por rictus de gravosa y amenazante intensidad, la amargura como punto de largada y, peor aún, como meta de llegada. Son lo contrario de la integración y la ampliación: son el arquetipo de lo fragmentario, del fatalismo de un cinismo despiadado y cruel que abismó al país casi hasta su disolución. Y son, a la vez, una suerte de estadío preverbal, incapaces de hacer frente a una mujer que también a ellos los deja mudos de admiración, y enfermos de una envidia que más parece un odio sordo y cerril.

La pura verdad (volviendo al poema de Urondo), es que así están las cosas: hay un país que escucha a la Presidenta y se reconoce en sus discursos porque, por sobre todas las otras consideraciones que puedan y deban hacerse, sólo Cristina logra vivir en el corazón de la palabra. Cada quien es libre de decidir cuál es esa palabra en cuyo corazón palpita el decir presidencial: Pueblo, Patria, Nación, los jóvenes, la Argentina, los trabajadores, las mujeres, los compañeros, la Historia, etc. Para mí son todas estas y muchas más porque, en verdad, lo que Cristina articula es un lenguaje que da cuenta del estado material y espiritual de la Argentina, de su devenir de colonia en Patria, de la larga marcha de los argentinos y argentinas, de las gestas de Mayo y las de la Independencia, de la Juana Azurduy, de Facundo, del Chacho, de Juan Manuel, de Don Hipólito, de los hombres del Pensamiento Nacional, de Juan y Eva, de los resistentes, de los desaparecidos, de las Madres y Abuelas, del pueblo argentino en su conjunto y de su exquisita cultura que lo hace merecedor de ser dueño de todo lo que existe sobre este suelo y bajo este cielo que amamos. Por todo ello, cuando Cristina habla, llegamos a “compartir este calor, esta fatalidad que quieta no sirve y se corrompe”, y nos comprometemos a expandir ese lenguaje del amor y la fraternidad para que todos y todas puedan sentirse al amparo de una bella palabra con límpidas sonoridades de plata: Argentina.

Por Carlos Semorile.

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