Vivimos un
tiempo desquiciado donde todo parecer oscilar entre un aceleramiento impiadoso
(el trabajo y las clases a distancia, con sus exigencias cada vez mayores, son
claros ejemplos de esa exacción compulsiva de “plusvalía de tiempo”), y una
quietud que parece darnos una chance de dar vuelta la desmoronada “normalidad”
que supo ser tan cruel, tal como la describió Fito Páez hace más de 20 años:
“En tiempos donde nadie escucha a
nadie,
en tiempos donde todos contra
todos,
en tiempos egoístas y mezquinos,
en tiempos donde siempre estamos
solos,
habrá que declararse incompetente
en todas las materias de mercado,
habrá que declararse un inocente,
o habrá que ser abyecto y
desalmado…”
Como puede
verse, lo que extrañamos de la añeja normalidad no son sus “tiempos egoístas y
mezquinos”, sino que es todo aquello que acertamos a brindarnos por fuera del
mercado y “a un lado del camino”:
“Me gusta estar a un lado del
camino,
fumando el humo mientras todo
pasa,
me gusta abrir los ojos y estar
vivo,
tener que vérmelas con la
resaca…”
Añoramos la
dimensión humana de la vida, la cercanía, los abrazos, las caricias y los
diferentes modos, individuales o grupales, de habitar el tiempo sin ser
esclavos de un proyecto “abyecto y desalmado”:
“Entonces navegar se hacer
preciso,
en barcos que se estrellen en la
nada,
vivir atormentado de sentido
creo que ésta, sí, es la parte
más pesada…”
Salvo “los
alienados de siempre”, los fetichistas del consumo, el resto podíamos estar
“atormentados de sentido”, pero estábamos dichosos de “abrir los ojos y estar
vivos”, consumidos por nuestros propios deseos:
“Me gusta estar al lado del
camino,
dormirte cada noche entre mis
brazos,
al lado del camino
es más entretenido y más barato…”
Si en verdad salimos vivos y despiertos de esta encrucijada fatal, será porque desviamos los caminos hacia la solidaridad, el amor y la gracia.
Por Carlos Semorile.
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