viernes, 21 de agosto de 2020

La identidad astillada

    Los artistas populares suelen tener pegadas tan certeras y generosas como esta de Diego Capusotto: “Se creen dueños de un país que detestan”. Ya que no la han parido ellos mismos, los cientistas sociales deberían tomar esta síntesis y ponerla a dialogar con un conjunto de saberes diversos, pero también dispersos, que tratan de pensar la complejidad de un país cuya clase dirigente se formatea según patrones culturales originados en metrópolis distantes, y reniegan de su gente.

Me viene a la mente, por ejemplo, el modo en que Rita Segato trabaja la idea de “dueñidad” y dice: “La dueñidad en Latinoamérica se manifiesta bajo la forma de una administración mafializada y gangsteril de los negocios, la política y la justicia, pero esto de ninguna manera debe considerarse desvinculado de un orden global y geopolítico sobreimpreso a nuestros asuntos internos. El crimen y la acumulación de capital por medios ilegales dejó de ser excepcional para transformarse en estructural y estructurante de la política y la economía”. O sea: esos que “se creen dueños” son apenas una gobernanza mafiosa y gangsteril.

Esto en el plano de la estructura. En el de la superestructura cultural, podrían recordarse algunas de las reflexiones de Edward Said sobre el modo en que los nativos de las colonias –y, por extensión, los de las semicolonias- son denigrados en el plano simbólico, a través de un juego de espejos donde nunca pueden hallar una imagen digna de sí mismos, y así se les inculca un fuerte sentimiento de autodesagrado.

O ir a las propias memorias de este pensador palestino: “Todavía me sorprende que el mundo intelectual y mental en que vivíamos realmente tuviera tan poco que ver con el intelecto en cualquiera de sus sentidos serios o académicos (…) nuestro lenguaje colectivo y nuestros pensamientos estaban dominados por un pequeño puñado de sistemas perceptiblemente banales, derivados de los tebeos, del cine, de los folletines, de la publicidad y del saber popular que existía en las calles y de ninguna manera influidos por nuestros hogares, la religión o la enseñanza”. Habituados a comparar siempre “a la baja” lo propio con lo ajeno, no es extraño que el nativo termine diciendo: “Este país de m…”.

El muy criollo Buenaventura Luna también se ocupó del tema: “Nosotros los argentinos, amigos que me escuchan, constituimos un fenómeno de mala información histórica y, por ello mismo, de pésima educación política Nos han mentido, amigos. Nos han persuadido maliciosamente de que nosotros, los criollos, somos indolentes y vagos: nos han convencido de que somos ignorantes e ineptos, incapaces de vivir dentro de un tecnicismo al que se considera superior (…) e incapaces de asimilarnos a toda forma de cultura”. Y decía que a partir de crear en el pueblo “ese tremendo complejo de inferioridad en el orden social”, las clases dirigentes podían manipular y tergiversar la voluntad popular.

Y el tan inmenso como desconocido Leopoldo Marechal acusaba al antiguo patriciado nativo, ese que devino luego en oligarquía, por haber desechado lo nacional en la construcción de la república y por su deserción del compromiso de desarrollar la potencialidad criolla que estaba disponible para la creación una gran nación, pero que ellos dejaron vacante porque nunca supieron mirar con ternura lo argentino.

Todo lo contrario. Detestan lo propio –como dice Capusotto- porque, en el fondo, no pueden terminar de dominarlo. Y cuanta más resistencia encuentran en un pueblo que, pese a todo este engranaje cultural que le inculca autodesprecio, aún se mantiene díscolo y se aferra a los jirones de su identidad astillada -y desde allí se sostiene-, más lo odian y más se violentan. Por eso llaman a desobedecer la cuarentena. No sea cosa que esta comunidad logre algo épico, motivo de genuino orgullo.

Por Carlos Semorile.

No hay comentarios:

Publicar un comentario