sábado, 22 de agosto de 2020

La invención de la inmunidad

   Recuerdo el inicio del aislamiento social como un período donde, casi de un día para el otro, hubo una extraña primacía del silencio. El barullo cotidiano dio paso a una serie de sonidos que “estaban ahí”, pero que no estábamos acostumbrados a escuchar. Vivimos pegados al túnel de Libertador, al nuevo viaducto del Mitre (que desmejoró en mucho el silente andar del tren que se había logrado antes de que elevaran las vías), y geográfica y auditivamente cercanos al Aeroparque. Dejar de oír el despegue de aviones, el paso de las formaciones ferroviarias, y el tumultuoso tráfico de la Avenida Libertador, implicó escuchar gorriones, cotorras, y nocturnos maullidos felinos. También era habitual oír prolongados ladridos que se daban entre perros que viven a uno y otro lado de la avenida, como si dijeran: “Che, qué onda?”

De vez en cuando, también se escuchaba el motor de algún auto que trataba de disimular su andar solitario y como en falta, tan visible y tan expuesto al escrutinio de cualquier vecino asomado a su balcón o ventana. Lo mismo sucedía con los escasos peatones que se dejaban ver como figuras de cine mudo, andando muy por debajo de los 24 fotogramas por segundo, apresurados por salir de un escenario tan solitario como incierto. Asimismo, era posible percibir el pausado y minucioso transitar de un helicóptero -¿era el que llevaba a Alberto?, por las dudas se lo saludaba- que parecía tomar nota de la situación.

 Luego de 3 o 4 semanas, esta situación comenzó a cambiar y el primer indicio de ese cambio (recuerdo haberlo conversado vía féis con la amiga y música Sila Rocha) fue un impacto auditivo. Después de aquél estruendoso silencio, se hizo muy notable la circulación vehicular y también la de peatones cuyas voces era casi imposible dejar de oír, mientras caminaban por veredas que aún se mantenían despejadas. El siguiente giro se produjo luego de que Alberto dijera que algunos gobernadores le habían alcanzado propuestas para “flexibilizar” (¿no había otro término?) la situación de los raners: sin esperar autorización ni protocolo alguno, comenzaron a dar sus vueltas al Club del Golf. 

 El resto es historia conocida. El helicóptero dejó de pasar, los trenes primero volvieron y luego fueron aumentando su frecuencia, ni hablar los coches –que sólo se aplacaban durante la noche-, y poco a poco hubo un relajamiento social que fue corriendo parejo con medidas aperturistas, pese al sostenido aumento de casos. Cuando un día trepamos a los 4250 casos, un asesor del presidente dijo que, dadas las proyectadas medidas de distensión, esa cifra había sido como “una patada en los dientes”. Y ahora, cuando cada día estamos por duplicar ese número, muchos nos preguntamos dónde nos estarán pateando. 

 Desde nuestra ventana, pasamos de ver el vuelo audaz de distintas aves que percibieron la inusitada quietud del inicio, a ver desbordes de multitudes paseanderas (ahora sí custodiadas por la policía local). La sensación de irrealidad es aún mayor que al comienzo del aislamiento, porque las dos cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo: la pandemia y la antigua "normalidad". Un estudio reciente revela que el 62,4% de los fallecimientos por el virus, se produjo en el último mes. Las pantallas, que casi siempre se encuentran en “estado de emoción violenta”, han establecido un siniestro pacto de silencio en torno al posible colapso del sistema de salud, así como también ningunean el palpable deterioro de los profesionales de la salud. Tampoco han entrevistado a los familiares de las más de 6800 víctimas fatales, pues serviría para darnos una idea del drama que vivimos. Y así las cosas, las “legiones libertarias” son -amén de vectores del contagio- víctimas de la invención de la inmunidad.

 Por Carlos Semorile.

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