domingo, 21 de diciembre de 2014

Calibán

Caetano tiene una frase muy generosa: “Los americanos representan gran parte de la alegría existente en este mundo”. Pero enseguida aclara: “Para los americanos, blanco es blanco, negro es negro, y la mulata no es tal”. Las dos cosas son ciertas, y sólo un discípulo de Oswald de Andrade puede proceder a semejante antropofagia cultural: nosotros podemos agradecerles la porción de dicha que le han dado al mundo aunque ellos no puedan reconocer la riqueza que entraña el mestizaje. Qué digo el mestizaje! Para los sectores más retrógrados de USA, en estas tierras sigue suelto Calibán, el indio caribe, tan bárbaro y caníbal como en La Tempestad. Pero ya Martí decía: “Cuba es más que blanco, más que mulato, más que negro”. Cuba es siempre más y por eso representa, parafraseando a Veloso, mucha de la alegría existente en el mundo. Y también simboliza la verdad de la palabra, y la dignidad de los actos.

Por Carlos Semorile.

sábado, 20 de diciembre de 2014

Cristina y la reparación del nombre propio



Cuando gobernaba Néstor, era senadora nacional aunque muchos se empeñaran en motejarla sólo como primera dama. Apenas asumió, algunos quisieron embretarla en una sigla al estilo estadounidense, CFK, que más temprano que tarde quedó en desuso porque ella llevó la discusión a otro terreno: lo correcto sería llamarla Presidenta, en vez del masculino presidente. Andando el tiempo, fueron llegando los apodos, los motes, y los alias. Así fueron pasando Krispación y la Yegua, insultos que la militancia metamorfoseó en Cris-Pasión y en múltiples imágenes de una pura sangre arrolladora. En la campaña de 2011, diseminando un poderoso y reconocido símbolo cultural, Néstor la llamó “Presidenta Coraje”. Hoy, basta con mencionar a La Jefa para saber que hablamos de la conductora indiscutida del Movimiento Nacional. Y, al unísono, para millones de argentinas y argentinos alcanza con decir Cristina.

Si esta fuese nomás la historia de un nombre de mujer, quedaría reducida apenas a las vicisitudes de cualquier biografía, otra de tantas que ha habido, una de las tantas que habrá. Pero resulta que ese nombre, Cristina, mejor dicho en el periplo que ha recorrido ese nombre -y que aquí resumimos a las apuradas- viaja también la reparación de los nombres propios de cientos de miles de compatriotas. Porque no es lo mismo decir “me llamo María” en plena crisis de 2001, que llamarse María en la alborada de 2015. Una cosa fue decir “soy José, no tengo laburo, hago lo que haga falta” -mientras esa misma frase se repetía como un eco inclemente y feroz-, y otra muy distinta es que hoy José tenga un salario, obra social, que sus pibes tengan escuela y que él y los suyos puedan acunar esperanzas. No son iguales el José del desamparo que el José de la reparación. Tienen el mismo nombre, pero ya no son la misma persona.

Ese nombre, todos los nombres bajo los cuales nacimos a esta vida, hemos sido partícipes, o cuando menos testigos, del cambio formidable de un país agonizante -tanto que estuvo a punto de disgregarse y perder hasta el nombre- a una Nación que comienza a ser digna de llamarse así. Porque así como en el colapso estuvimos a punto de no saber ni quiénes éramos, esta dignidad recobrada nos alcanza a todos -aún a quienes se oponen- y se adhiere al nombre que cada uno tiene. Veníamos de una historia penosa en la que nadie podía asumir su propia biografía en plenitud, puesto que cuando uno dice su nombre también dice “estuve”, dice “hablé”, dice “amé”. En aquellos años de abatimiento, no lo podíamos decir: éramos un montón de ausencias, rostros y nombres en retirada. La reparación del nombre propio es parte de un devenir colectivo de miles que hoy pueden decir y dicen: “estuve, bailé, canté, abracé”.


De ahí, entonces, la relevancia y la significación que adquiere el nombre de una mujer notable en una tierra que ya ha parido mujeres gigantes. Cuando decimos “Cristina”, además de una semblanza pública, recorremos las multitudes argentinas en un doble sentido: como singularidades que van siendo reparadas, y como una comunidad que se proyecta hermanada hacia su emancipación. Por estas dos cuestiones, tan ligadas entre sí, es que cada tanto se escucha mencionar su nombre con desprecio. Que no le extrañe: son los mismos que no se conmovieron cuando usted, junto con su nombre y el de tantos otros se destripaban en la derrota. Y si usted salió del fango, si recuperó la vertical humana y con ella todas las posibilidades que caben en un destino decente, ciña el nombre de Cristina y anúdelo a su corazón. Será como abrazarse a sí mismo para llevar bien alto el nombre que le dieron sus padres.

Por Carlos Semorile.



lunes, 15 de diciembre de 2014

Las cocinas peronistas



El legendario Gregorio Levenson tiene un bello pasaje de lo que podríamos llamar las “cocinas peronistas”. Levenson sostiene que para las generaciones “sesenteras” el peronismo fue narrado y fue “legado” en las cocinas, el ámbito donde se pasa más tiempo que en casi ningún otro lugar de la casa. Eso fue historia, y de seguro también sucede hoy: allí “se cocina”, es decir, se pone a punto el peronismo como “cultura del oprimido”. Pero la lengua popular también usa los términos cocina o comedor para referirse a la dentadura. Y entonces, podemos pensar que, a partir de Argentina Sonríe, se abre un nuevo significado de lo que entendemos por “cocinas peronistas”. Ya no se trata de las cocinas de la resistencia, sino de la reparación, pieza por pieza, de las sonrisas y las palabras que desarticuló el neoliberalismo. Porque, de la mano de Cristina, se reafirma que el peronismo es la cultura y la sonrisa del oprimido.

Por Carlos Semorile.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Si bailás con tu pueblo, caminás junto a él



En sus reflexiones musicales, Ricardo Rojas hablaba de “la energía latente y divina del simple ritmo primordial”. Esa vibración es la que en el origen mismo del mundo trasformara, como reza un proverbio africano, el andar en danza y la palabra en música. El brasilero Glauber Rocha lo resumía mediante un refrán popular: “Si bailas la samba caminas; si no bailas la samba no caminas”. Hablar, cantar, caminar, bailar, toda una sucesión orgánica que va siguiendo “la energía latente y divina del simple ritmo primordial” de la naturaleza y los seres. Es por eso que, cuando tenemos una emoción, la cantamos y la bailamos. Y si esa emoción conjuga un latir unísono, y un mismo amor por la Patria, se canta y se danza para seguir cobijando el verbo y seguir andando por todo lo que falta. Pero, ojo!!!, no son fotos ni colores lo que hacen hacer bailar de felicidad al pueblo. Porque sólo si bailás con tu pueblo, caminás para siempre junto a él.       



Por Carlos Semorile.

sábado, 6 de diciembre de 2014

La mirada



(Composición del afiche: Oscar Rovito)

Llega el nieto 116 y aparecen algunas pocas fotos de sus padres. Verlas así, multiplicadas y con diversos epígrafes de bienvenida, invita a pensar en la cantidad de veces que acaso ya vimos a Ana Rubel y a Hugo Castro. Esos rostros nos son conocidos y creo que hay algo en sus gestos, pero sobre todo en sus miradas que nos provocan ese efecto de familiaridad. Los ojos sonrientes de Hugo y el gesto de Ana como diciendo “ajá, mirá vos!”, son parte de una cierta mirada argentina. Creo que incluso nos intuyeron a nosotros, los que hoy los miramos a ellos para completar un ciclo de justicia. Y recuerdo lo que compartió Teresa Perrone sobre una amiga suya que le dio un beso a la Presidenta: “Me habló sobre la mirada de Cristina, me dijo algo así como que era una mirada tan seria, tan profunda, una mirada que encerraba la mirada de su generación, de la nuestra”. Los que supieron ver, los que enseñaron a mirar.

Por Carlos Semorile.

viernes, 5 de diciembre de 2014

Pedestales



Quise ser irónico con los “pavotes”, y me cruzó un fundamentalista del “justo medio”. Vamos!, no me digan que no se han topado con ninguno, con sus consejos –si están de buenas-, o sus acusaciones si es que están enfadados. En este caso, parece que pequé de varias cosas, sobre todo de subirme a un pedestal. Me puse la penitencia y me comprometí a pergeñar este “Pedestales” que sería “sólo autocrítico, evitando el humor y la ironía, cosa de no parecer ni sobrador, ni ideológico, ni irreflexivo: procurará caminar por la línea del medio de la avenida, esa por la cual transitan millones de compatriotas reflexivos, sobrios y alejados de cualquier atisbo de odio”. El Juez –de algún modo hay que llamarlo- dijo que le bastaba con que mi respuesta no fuese “propagandística”. Semejante pedido me dejó azorado: ¿en qué mundo vive este muchacho? Y, en todo caso, ¿por qué no podría celebrar lo que creo?

En realidad, hay promesas que son de cumplimiento imposible. Así como él no puede bajarse de su pedestal –para empezar, ni admite estar encaramado a uno-, yo no puedo dejar de parecer ideológico. A mí, lo confieso, me fascinan las ideologías, y ni te cuento lo que me provoca “La Doctrina”. Tampoco puedo dejar de dar la imagen de sobrador, y por eso ahora mismo lo cito al Horacio González y te hago caer de culo. Recuerdo un lúcido escrito de González acerca de los pedestales, sobre el peligro de hundir al festejado en la solemnidad opresiva de los ceremoniales. Pero Horacio (soy tan sobrador que lo tuteo) también señalaba la facilidad de tomarse en solfa estos homenajes públicos que ofrecen tantos flancos a la chacota liviana, sin pensar que también ellos son un modo de reflexión y de memoria comunitaria. Como ves, el tema no es tan sencillo: ni la proliferación de estatuas, ni su ausencia lisa y llana.

Pero sobre todo, como verás a continuación, no puedo dejar de parecer irreflexivo. Un fanático, para decirlo en tu lenguaje que también es el mío, aunque le damos énfasis opuestos a la misma palabra. Mi fanatismo me llevó a postear esta imagen que resume un dolor íntimo y un pesar colectivo. Es nada más que una caricia, pero quien la recibe y quien la da están acompañados por una multitud de compatriotas que muchas veces –pero muchas, eh?- nos hemos sentido acariciados por ellos. Y resulta que entonces nos vemos conmovidos por ciertos pedestales que nos parecen justos y necesarios. Qué joder! Nos parecen bellos, che! Creemos que ese hombre y esa mujer son lo mejor que le pasó al país desde la época gloriosa –sí, dije gloriosa- de Juan Perón y Eva Duarte. Y ahorita que ya me liberé de parecer ecuánime, sobrio y prudente, te pregunto: vos, sí, vos, el Juez, ¿a quién pondrías en ese pedestal?

Por Carlos Semorile.

jueves, 4 de diciembre de 2014

El asilo de los pavotes



Uno está hastiado de escuchar gansadas todo el santo día: que el subsidio al cornudo, que el medio aguinaldo para las amantes despechadas, que la asignación universal para raperos, skaters y marihuanos. No terminan de instalar una huevada, que ya largan otra mentira que largamente supera la anterior. Y hay que ver las caras de los crédulos: las mandíbulas caídas, los ojos inyectados en sangre, una espuma ácida quemándoles las encías y los labios. Antes, en las comunidades más o menos pequeñas, estaba el idiota del pueblo. Estos no; éstos son la idiocia misma, personas irremisiblemente individuales. ¿Cómo se retrata este gentío de otarios? Con las palabras de Elías Castelnuovo: “No era la soledad de una persona que se niega deliberadamente a alternar con los demás: era la soledad forzada de una multitud de almas sombrías, desligadas entre sí, a quienes la fatalidad había embutido en una misma lata de sardinas”. Están, como los personajes de Castelnuovo, en un reformatorio. El asilo de los pavotes.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 26 de noviembre de 2014

La bandera es la esperanza



Cuando apareció Guido Ignacio Carlotto recordamos aquella sentencia genial de Jauretche que reza: “La lección más importante de la historia es que la revancha no es bandera: la bandera es la esperanza”. Nadie puede dudar, y nadie en su sano juicio lo hace, que las Abuelas no levantaron jamás una bandera de revancha, y que en cambio siempre supieron sembrar esperanzas. Lo mismo puede decirse de Néstor y Cristina, y es por eso que cada logro material de esta década tiene su correlato en un anhelo concretado o en un nuevo sueño que nace gracias a este proceso. Quien quiera historiar los años transcurridos de 2003 a la fecha y deje a un lado este componente espiritual, no sólo será injusto sino errado. Las grandes mayorías argentinas del presente miran el devenir con optimismo porque hay una fuerza política, una sola pero consolidada y gobernando, que levanta bien alto la bandera de la esperanza.

La imagen en alza de Cristina y del FPV no pueden ser leídas al margen de esta esperanza que muchos decimos en voz alta, y que otros silencian por prudencia o porque todavía anida en ellos alguna desconfianza que les impide alcanzar el más alto de los sentimientos. “Sin una creencia el hombre vale menos que un hombre. Sus poderes se amenguan, su vitalidad se marchita”. Lea de nuevo esta frase de Scalabrini, y piense si no pinta de cuerpo entero al conjunto de la oposición y a sus mascaradas horrendas. Por eso vamos a ganar de nuevo, porque sembramos esperanzas y ellos marchitan creencias. Pero, ojo, elijamos bien al candidato. Porque sería muy triste habernos erguido en la vertical de la dignidad humana para rifar todo lo conquistado porque algún vivo repite el evangelio de la década ganada, pero luego no tiene ni el coraje, ni las ideas ni la voluntad de sostener para todos la bandera de la esperanza.

Por Carlos Semorile.

Abrazar al cantor



En el día de la música, las redes sociales se poblaron de canciones que adoramos, melodías de todas las horas de nuestras vidas. Recordé la “Tonada para dos tristezas”, con sus preguntas que son como heridas para las que no hay respuestas ni reparos, y también “Guitarrero” en la versión de Zitarrosa, por aquello de “no te vayas guitarrero, que se me apaga la luz del alma”. Resultó que una amiga venezolana “no lo tenía” al uruguayo, y entonces meta hacerle conocer algunas cosas suyas. Así fue como me enganché con un concierto de Zitarrosa en Canal 7, cuando la Argentina había recuperado la democracia y en Uruguay faltaba poco, pero faltaba aún. Las tribunas llenas de banderas y vibrantes de cánticos, eufóricas con las letras de don Alfredo, oyéndolo como en misa a él y a su formidable conjunto de guitarras. Y al final, rompiendo las estúpidas reglas de la tele, todita la gente abrazando y besando a su cantor.

No era habitual verlo así a Zitarrosa, quien tenía una estampa recia de criollo curtido y hombre poco dado a las exteriorizaciones. Hace treinta años fuimos a un recital suyo en Piriápolis, en un humilde club de barrio repleto de orientales y de turistas deseosos de escucharlo. Poco después de la hora anunciada, ya estaba sobre el tablado, atildado y dispuesto a comenzar. Pero sucedió que un fotógrafo -de los antes- se puso a hacerle fotos, y a un flashazo le seguía otro y así hasta que Zitarrosa le dijo que ya había hecho su trabajo y que ahora le rogaba -en un tono que nada tenía de ruego- que lo dejara hacer el suyo. Esa fue la primera lección de la noche. La segunda fue cuando mandó parar a sus guitarristas porque habían comenzado un tema en falso. Cuando arrancaron de nuevo, lo hicieron a tempo y ahí sí le puso voz a sus versos. Sólo él había notado el fallo, pero su oficio era la cosa más seria del mundo.

La misma actitud puede verse en el video de aquel recital en el canal público, cuando en reiteradas ocasiones pide que le mejoren el sonido a sus guitarreros. O cuando presenta a sus músicos, dos uruguayos, dos argentinos, cuatro guitarras “unplugged” sonando como orquestas celestiales. O el modo en que iba presentando sus canciones, sin grandes aspavientos ni soporíferas “introducciones” porque, al fin y al cabo, esos maravillosos temas se defendían solos. En fin…, la verdad es que se lo extraña a Zitarrosa. Ya no se hacen cantores así, con esa precisión y ese temple para ponerle el cuerpo a emociones tan privadas y a la vez tan de todos. “Un cantor nacional”, diríamos de este lado del charco, un tipo capaz de cantar una milonga, un tango o una zamba. Músicas del pueblo que el pueblo lleva en su prodigioso corazón, y por eso abrazar al cantor es como abrazar nada menos que a la esperanza.

Por Carlos Semorile.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Lágrimas y reparaciones



Algunas compañeras ya lo andan anunciando en las redes sociales. Hay otras y otros que van a esperar a que Cristina termine su discurso del martes para confesar a viva voz lo mucho que se emocionaron. Y como todo es posible, habrá inclusive algunos pocos que no se lo digan ni a su sombra. Pero lo cierto es que hemos vivido, y aspiramos a seguir viviendo, años de lágrimas y reparaciones. Entre las reparaciones y las lágrimas se cruzan de mil modos lo social y lo íntimo, lo personal y lo comunitario, los dolores que nos atravesaron de tantas maneras y el desahogo que apareció ante tantas situaciones reparatorias en lo económico y en lo social, pero también en lo cultural y en lo simbólico. Llorar, a esta altura de la década ganada, ha dejado de ser un mero acto individual. Porque, aún cuando sea cierto que a cada quien su pañuelo, ya vamos sumando un mar de lágrimas dichosas y llantos reparadores.

“Estar en el mundo, es estar emocionados”, suele decir el Tata Cedrón, y es una verdad grande como una casa. Sólo que vivimos muchos, demasiados años en que las únicas emociones que nos daba la clase política eran la bronca, la rabia y la ira. Décadas en que llorábamos de dolor, angustia e impotencia. Quien lo olvida, traiciona sus emociones y pierde una parte crucial de su “estar en el mundo”. De estar “en esta tierra, en este instante”, de alegrarse de que la reparaciones vayan llegando a cada casa, a cada hermano, un día sí y otro también. Usted no puede, y nadie puede darse el lujo de tener el lagrimal seco cuando tantos ojos se humedecen al paso machacante de las reparaciones. Y si le agarran dudas –o peor: si se las siembran-, tenga presente los versos de Buenaventura Luna: “Quien de amores no se asiste, vive siempre resentido: desconfiá del aburrido, del mentiroso y del triste”.

Por Carlos Semorile.

domingo, 16 de noviembre de 2014

El cardumen preverbal



Hace tiempo que con los compañeros Teresa Perrone y Jorge Ruiz de Larrea venimos chacoteando con el nombre que mejor le cabría a la orfandad discursiva de “la Opo”, y a todos y cada uno de los indigentes lexicales que tienen como dirigentes. Tamaña indigencia pone de manifiesto una carestía del lenguaje que, lo quieran ellos o no, deja al desnudo una alarmante falta de ideas en uno de los momentos más álgidos del debate de la palabra pública argentina. Dicho de otro modo: no son sólo sus correligionarios los que pierden ante semejante ausencia del pensamiento y su articulación con las variables de la realidad nacional, sino que perdemos todos al no haber interlocutores con quienes discutir los temas que hacen al desenvolvimiento de la Nación. Desertan de dar quórum en el Congreso, y corren en grupete a que los regañen en los estudios de tevé. Siendo muy piadosos, parecen mascotas de diseño.

Pero si uno mira los carteles del último ágape cacerolo (esa mixtura extraña entre vernissage paqueta, y nostalgiosa reunión de admiradores del genocidio), se le agota la paciencia y se le estruja la piedad. Vociferantes, exasperados, violentos de palabra y acto, pero incapaces de generar una frase coherente, una oración sugestiva, un discurso democrático, atractivo y convocante. No es casual esa pancarta que tenía una acusación lapidaria: “Oposición de mierda”. Ese cartel, queridos míos, es un espejo que refleja las dos caras de una misma miseria: faltan ideas en la cúspide, y a la base digamos que tampoco le sobran. Es debido a ello que nuestros intelectuales y pensadores andan rescatando a Sarmiento, a Martínez Estrada y tantos otros, porque no se puede debatir en serio con panelistas, ex divas y cagatintas. Un país con la tradición cultural de la Argentina se merece algo mucho mejor que este penoso cardumen preverbal.

Por Carlos Semorile.

domingo, 9 de noviembre de 2014

No amarás



Piense como piense, sea del partido que sea, tenga religión o no la tenga, usted se halla sometido a un mandato espantoso. No me mire con esa cara que sabe bien de qué le hablo. Cotidianamente, las grandes corporaciones mediáticas y los figurones del fragmentado arco opositor le dicen en cien tonos distintos -que van del ruego al dictamen liso y llano- que usted no debe amar. “No amarás”, le ordenan, el paso fugitivo de los días que se van con su carga de alegrías, conquistas y esperanzas, dejándolo al margen de buena parte de la realidad nacional. Mientras sus compatriotas celebran alcanzar derechos, usted –que genuinamente podría compartir estas emociones- se empecina en ver torcido lo que salió derecho. Y fíjese que como sus afectos no encuentran su cauce natural, terminan desviándose y se le empozan en el alma. Lo mejor suyo capitula porque, obligado a no amar, como mínimo usted está triste.

Pero ahí no termina la cosa porque, además de triste, algo en usted se ha resentido y entonces vive enojado y en un estado de permanente beligerancia. Y mire que algunas gentes que lo quieren bien se lo han dicho: que no le va mal, que hay buenas perspectivas, que no hay nada que temer. Que nadie pierde cuando son otros los que ganan terreno. Pero el “no amarás”, que contraría dos mil años de la mejor cultura cristiana, ha anidado en sus miedos y lo mantiene sujetado a un odio difícil de explicar. Su falta de templanza es proporcional a la dicha de tantas argentinas y argentinos. Como dijera el poeta: “El extremista y el cobarde van convergiendo en su dolor, mientras el resto con amor trabaja porque se le hace tarde”. ¿Por qué le digo todo esto? Porque la vida pasa, mi amigo, y usted merece sacudirse esa amargura que le han fabricado adrede para que no se sume al orgullo y la dignidad de ser argentino.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 29 de octubre de 2014

Noticias del futuro




La sociedad de consumo arrastra una profunda contradicción respecto a la niñez: por momentos, la sacraliza (los niños son lo mejor de la vida), pero al mismo tiempo la denigra y rebaja a ser un nicho de satisfacciones materiales. Es la misma sociedad que clama por la inocencia de las niñas secuestradas por un grupo fundamentalista (o cualquier otra barbarie por el estilo), pero pierde la calma cuando se trata de niños que no son sólo víctimas sino que además hacen algo como, por ejemplo, levantar una bandera. Para decirlo de una buena vez: los niños atendidos por Médicos sin Fronteras tienen buena prensa, pero los pibes palestinos arrojando piedras resultan incómodos. Cuando era un peque camporista, me regalaron un libro de fotos de los niños vietnamitas en armas y siempre tuve claro que esos pibes hacían, nada más y nada menos, lo que les tocaba hacer. Comparado con ellos, Casey es Binner.

Pero comparado con Sabsay, Casey es Cooke. No estoy pregonando su candidatura ni nada por el estilo. El tiempo dirá dónde se ubica el joven Casey, y dónde el adulto Casey, porque esta batalla es hasta el último día y creo que hay que ser morenistas y volver a promulgar el Decreto de Supresión de Honores para “tutti quanti”. Pero, mientras tanto, hay muchos Caseys dando vueltas por ahí, soñando ser presidentas, científicos, dirigentes, técnicas, etcétera, y esas esperanzas son noticias que nos llegan desde el futuro. Por fortuna, el porvenir no viene con niños armados ni con niñas secuestradas: el futuro llega de la mano de este cambio de mentalidad que le permite a un pibe proyectar la construcción del Peronismo para la Victoria. Estos botijas son hijos de esta década y, como suele decir el Tata Cedrón, “si aseguramos diez años más de Paka-Paka, les ganamos por goleada”.

“Toma este mundo, es tuyo. Te lo entrego.
El oficio de hombre es bello y duro.
La calle es ancha y larga.
Su frontera, el recuerdo y el olvido.
Sus horizontes, algo que vendrá.
No es puro idilio, no, pero es real y mágico.
Digno de ser vivido y defendido
y superado y transformado
y andado por caminos de amor hacia la aurora,
de los días risueños y en las tristes jornadas.
Y amado, amado, amado.
Toma este mundo. Te lo doy por nada.
Y pasarán las horas y las horas
y crecerán tus años. ¡Ay, que ninguna pena
destiña la amapola celeste de tus venas!”

Raúl González Tuñón
Poema para un niño que habla con las cosas
(Fragmento)

Por Carlos Semorile.

lunes, 27 de octubre de 2014

Ni un irlandés bueno



Anoche me desvelé viendo “Larga es la noche”, la notable peli de Carol Reed con James Mason y Kathleen Ryan. Mason es Jhonny Queen, un militante recién salido de la cárcel que quedará herido luego de un asalto para recaudar fondos para el IRA. Sus compañeros lo abandonan a su suerte, y JQ pasará la penosa jornada de su calvario por las calles de Belfast mientras todas las puertas se cierran a su paso. En las críticas se menciona que el miedo impide asilar o asistir al fugitivo, pero nada se dice del modo en que son retratados los irlandeses de a pie, comenzando por los propios compañeros del Sinn Féin que parecen incapaces de hacer una bien. Luego, están la madama delatora, las vecinas asustadas, el cochero y los bármans que no se quieren comprometer, los marginales que sólo piensan en sacar algún provecho y el cura que aspira a confesarlo antes de que las autoridades lo lleven al patíbulo.

Del otro lado, la eficiencia de la maquinaria policial inglesa que todo lo sabe y que siempre está un paso por delante de las intenciones de Kathleen, la enamorada de Jhonny que en su desesperación saldrá a buscarlo por la propia y terminará generando la única chance cierta de escape. Acá no se discuten los méritos del film en cuanto película de acción y drama personal, que es donde su director la quiso situar. Pero resulta que se pinta, además, una tragedia social en la cual, entre el alcohol y la falta de perspectivas colectivas, no se salva casi nadie. Así las cosas, podría pensarse que a los “paddys” –borrachos, pendencieros, gente sin honor y sin palabra- les conviene continuar bajo la tutela inglesa. El cine es un espejo, y algún día quisiera ver cómo fue que la larga noche de la ocupación británica –siete siglos- generó alcoholismo, desesperanza y buchones. Pero también rebeldes, mártires y patriotas en Éire.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 22 de octubre de 2014

Alumno, abrazad el árbol!



¿Sigue en pie el convite a hacer memoria sobre los años en el que el largo brazo de la Dictadura se hizo notar en nuestro querido colegio Vicente López? De ser así, interesa el recuerdo de mi amiga Sila, una ex alumna que vivió los coletazos de aquel período en el que la institución se pareció tanto a un “manicomio a cielo abierto”.

Con Sila nos conocemos hace un montón de años y, cosa curiosa, cada vez que sale el tema del “Vicente”, ella recuerda al profesor Crispino. Esta vez su remembranza fue motivada por la foto -casi sepia- del patio del colegio, y particularmente la presencia de aquellos árboles con sus troncos blanqueados a la cal, como todavía se estilaba a fines de los ´70. Pero, ¿qué tiene que ver la floresta con el docente de dibujo? Que Crispino los usaba como parte de su peculiar pedagogía: los alumnos sancionados debían salir al patio y permanecer abrazados a alguno de aquellos árboles hasta que sonara el timbre, o hasta que él decidiese el fin de la penitencia. “He visto a más de uno solito abrazando el verde”, dice Sila, que vivió la parte final del Proceso en las aulas. Le creo por mucho que me cueste, hoy, 2012, pensar que por ese patio pasaban profesoras, preceptores, personal de maestranza y otros alumnos, sin sentir nada extraño frente al espectáculo de los adolescentes arbóreos.

En esa “naturalidad” se cifra buena parte de la idea de país que la Dictadura esperaba conseguir aplicando sus recetas represivas: una mansedumbre a palos para los díscolos, acompañada por la imperturbable apatía del resto. No es extraño que venga a mi mente el título de un gran libro sociológico (“Internados”, de Erving Goffman), pues vivíamos en una suerte de manicomio, con la vida absolutamente reglada adentro y afuera de las instituciones. Una compañera, Mara, recuerda que “nos castigaban por cualquier estupidez y nos hacían quedar parados, y empezábamos a hacer ‘mmmmm’  (un sonido envolvente, monótono y en crescendo) para volver loco a Horacio” -nuestro preceptor-, lo cual no dejaba de ser una manera de devolverle la pelota, y la locura, a quienes nos enloquecían. Y esta misma compañera opina que, para los jóvenes de aquella generación, la frutilla de aquel postre se llamó Malvinas.

Debo decir que no fui a las Islas, pero viví la previa en una base aeronaval del sur bonaerense. Del período de instrucción propiamente dicho, no hay nada que pueda decir que ya no haya sido dicho o circulado de tantas formas. De modo que hasta “el incidente Davidoff” todo transcurrió en ese mar de canalladas, despersonalización y humillaciones que caracterizaron a esa y cualquier otra “colimba”. Lo sucedido en las Georgias del Sur (antecedente inmediato del conflicto, motorizado por la armada y la derecha británicas y por el influyente monopolio de las islas -la Falkland Islands Company-), hizo que empezaran a tratarnos como personas. Bueno, es un decir, hasta ahí nomás... Podíamos, por ejemplo, leer los diarios y comprar algunas golosinas en un espacio que había permanecido siempre cerrado y que comenzó a funcionar como bufete. Lo más increíble del asunto es que lo hacíamos con nuestro propio dinero, pues mágicamente apareció la guita y empezaron a pagar los salarios atrasados que ya dábamos por perdidos. Pasados unos días, nos sorprendió la noticia de que habíamos recuperado las Malvinas y que nosotros seríamos parte de la Historia grande de la Patria. Si efectivamente se buscó transmitirnos entusiasmo mediante la arenga en la formación, éste no duró demasiado. Horas más tarde, mientras cumplía mi turno como imaginaria, me topé con una escena penosa: cuatro suboficiales comentaban la posibilidad cierta de ir a la guerra, y se turnaban para consolarse y llorar. Como si se tratase de un ensayo de lo que luego se daría a gran escala, quienes habían sido nuestros verdugos reculaban ahora ante una fuerza mayor. Por pudor, me di la vuelta y regresé sobre mis pasos, pero lo mismo podría haberme quedado en aquel tinglado desolado porque estaban tan desolados que nunca advirtieron mi presencia.

Sin embargo, este segundo manicomio recuperó enseguida su fisonomía habitual de jerarquías y dislates. Por lo pronto, la parroquia de la base recuperó a los infieles que la tenían abandonada y que ahora (como en los versos de Machado) se volvían grandes rezadores. Pero, en lo profundo, todo seguía igual. Por esos días, nos llevaron a los hangares y por fin conocimos los hermosos aviones que sólo habíamos oído y visto de lejos. Estaban pintados en azules, verdes y naranjas, como para una exhibición, y nos tocaba despintarlos para que luego fuesen convenientemente camuflados. Lo ridículo del caso era que debíamos quitarles la potente pintura para avión mediante lijas de pared, totalmente inadecuadas para la faena. Cada conscripto tenía una única lija que debía hacer durar a lo largo de todo el día, para lo cual debíamos empaparlas en una latita llena de agua. Pero no nos permitían sacar el líquido del propio hangar sino que debíamos buscarlo a cientos de metros de allí, para luego subirnos -nosotros y nuestros tachitos- a las escaleras que nos permitían treparnos a los aviones. A esa altura del recorrido, ya no nos quedaba demasiada agua que digamos. Se trataba, ni más ni menos, que de “la lógica del adolescente arbóreo”: un desatino sólo comprensible por el deseo de disciplinar a la tropa. Dicho de otra manera: quien abrazó árboles compulsivamente (y todos, de un modo u otro, lo hicimos), quedaba “formateado” para cumplir órdenes igualmente absurdas.

La guerra estuvo llena de ellas (opacando los heroísmos que nutren la mística y la historia de los pueblos). La derrota dio paso a un tiempo de cambio y de lucha. Se organizaron la Multipartidaria y también las Juventudes Políticas, y ambas fuerzas protagonizaron jornadas memorables para terminar de voltear a la Dictadura. Finalmente, tuvimos una democracia bastante tutelada, no demasiado parecida a las esperanzas que habíamos depositado en ella. Los efectos perniciosos del período militar estaban aún en el aire que respirábamos cada día. Será por eso que recuerdo el instante en que sentí que el Proceso comenzaba a quedar en el pasado. Iba cruzando una importante avenida cuando un policía llamó la atención de un padre de familia por alguna supuesta falta que cometía como peatón. Lo normal hubiese sido quedarse en el molde y darle la razón al cana. Pero este hombre lo enfrentó, y comenzó a los gritos una discusión de igual a igual con el uniformado. El poli, cada vez más caliente, amenazó con llevárselo preso, pero la réplica del ciudadano lo dejó petrificado: “Ya no podés hacer lo que se te canta. La Dictadura se acabó. ¿Entendés? Se acabó”. Faltó el aplauso de quienes fuimos ocasionales testigos del encontronazo. Pero, y esto lo recuerdo tan bien como lo anterior, ganas no faltaron. Entre todos, estábamos abriendo las puertas del manicomio.

Por Carlos Semorile.

Salchicha al horno



Una camada de jóvenes inquietos del Vicente López andan buceando en la memoria del tiempo infame. Ellos son, día a día, sujetos de derecho, y se me ocurre que nosotros, que no tuvimos épica ni heroísmos, al menos podemos contarles cómo se articuló la microfísica del miedo en el Colegio. Y tal vez, como en este relato, alguna pincelada de los contados instantes radiantes y justos que vivimos.

En las vacaciones de verano de 1976, mi viejo me llevó a la casa de una amiga suya cuyos críos iban al Nacional de Vicente López. Su intención era que perdiera el miedo a la transición y al cambio de colegio (de la primaria a la secundaria, y de un privado a un público), confraternizando con los hijos varones de esta mujer. Los pibes eran dos vagos divinos, militantes de la Juventud Peronista que habían protagonizado las tomas del “Vicente” en los años ´74 y ´75. Uno de ellos estaba a punto de recibirse y el otro era un año más grande que yo -aunque estaba mucho más curtido-, pero enseguida me adoptaron como un hermano menor al que se proponían enseñarle un montón de salvajadas, amén de peronizarme al calor de las luchas que vendrían. Pero nada de eso sucedió. En marzo fue el golpe, un día tan anunciado que cuando fui al almacén volví con la sensación de que algunos vecinos apacibles ahora se sentían aliviados. Por el contrario, mi padre -ya enfermo-, sumaba preocupaciones. Nos iba a dejar, y el mundo iba a ser un lugar mucho peor. 

En mi ya nebulosa memoria, empezamos las clases dos veces, la primera como comedia y la segunda como tragedia. Seguramente, hubo un solo comienzo, y desde el inicio nos dijeron claramente que “la joda” había terminado. Las autoridades escolares eran explícitas, como era explícito todo por aquella época: daba inicio el proceso de “reorganización nacional” y estas palabras podían ser cualquiera cosa menos fruto de la casualidad. Quiero decir: éramos sujetos pasibles de dicha “reorganización” y si alguien traía algún germen revulsivo, era mejor que lo dejara en la puerta donde los preceptores te controlaban el largo del cabello, y a las compañeras el de las polleras. ¿Es una obviedad esto que escribo? No tanto: las chicas de las generaciones anteriores a la nuestra usaban pantalones y los muchachos distintos tipos de abrigos, no esos pobrecitos sacos azules con los que debimos atravesar los inviernos. Y eso era lo de menos. Con los hijos de la amiga de mi padre nunca volvimos a cruzar palabra: era una manera de no delatarnos las historias.

Los años que siguieron fueron, en alguna medida no menor, “cuartelarios”. Quiero decir: estuvieron signados por la disciplina. Nos disciplinaban desde la rectora hasta los profesores de gimnasia (éstos, con verdadera saña), pasando por el cuerpo de profesores y la marca más personalizada y por momentos obsesiva de los preceptores. Sería injusto meter a todos en la misma bolsa, pero la norma era, justamente, que nos “normativizáramos” sin chistar. En aquel período, parte de la sobrevivencia consistía en distinguir los grises, saber con quien eran más laxos los límites y con quienes había que andar al trote. Las buenas minas, y las turras. Los buenos tipos, y los soretes.

Esta historia trata de uno de estos últimos, uno de los peores verdugos que tuvimos. Cuando entramos al Nacional, el tipo no estaba. Lo trajeron después, como si la marea de desdichas de ese tiempo desventurado lo hubiese arrastrado hasta nuestro patio. De entrada nomás, el fulano se presentó como un patotero que se complacía en ser un jodido. Estoy tentado de pensar que cumplía instrucciones precisas, pero sería injusto con el alma retorcida de este mal nacido: él gozaba con el daño, poco o mucho, que lograba causar en sus semejantes. Lo nimio, lo chiquito, lo ínfimo, estaba sujeto a su inspección metódica y a su voracidad sancionadora. Un día nos enteramos que la imaginación popular lo había bautizado como “Salchicha”. El apodo le cabía, lo pintaba en su anhelo de ser un bulldog y, a la vez, en su realidad de pertenecer a lo más bajo de la escala perruna. ¡Pero cómo ladraba! Sus aullidos se fueron haciendo célebres, aunque para todos (sobre todo a medida que íbamos creciendo) estaba claro que en un mano a mano estaba condenado, y lo sabía. Su “autoridad” dependía directa e inexorablemente de la cobertura que le llegaba de las más altas esferas. Dicho en criollo: era el protegido de la rectora.

Llegó el ´79, y cursábamos el cuarto año en el segundo piso: saliendo de la escalera, al fondo a la izquierda. Uno de nuestros pasatiempos favoritos consistía en balconear durante los recreos. Desde nuestra posición privilegiada, chusmeábamos partes de los dos patios y la entrada al buffet. Uno de esos días de chismorreo nos llevamos la más grata de las sorpresas. Empezó como un rumor que venia del patio grande, y que crecía a medida que una pequeña multitud se acercaba al merendero. Una banda de muchachos de quinto, entre chanzas y empujoncitos, lo iba llevando a Salchicha hacia el matadero: unos metros y unos escalones más abajo lo esperaban los varones de todos los quintos años de la mañana para cobrarle todas y cada una de sus maldades. Desde el segundo piso no dábamos crédito a lo que estaba por suceder. Entre los que abrazaban falsamente a Salchicha como a un amigo de toda la vida, estaba mi cuate de la Jotapé, que alcanzó a guiñarme un ojo mientras le doraba la píldora al infeliz. Pero algo hubo que hizo que Salchicha advirtiera que, allá adentro, lo esperaba la pira del sacrificio. Y entonces le salieron ventosas en las manos, y lo vimos sudar a mares mientras se aferraba como un poseso a las paredes. Los muchachos que hasta ese momento lo iban llevando como “de paseo”, comenzaron a meterle prisa al asunto, y desde los balcones los acompañábamos con los clásicos cantitos destinados a los hijos de puta. El clima era, lisa y llanamente, de linchamiento. Gozábamos por anticipado de la paliza que se iba a comer Salchicha: tres o cuatro años bajo su férula, y la de tantos y tantas otras, nos habían bestializado a nosotros también.

Lo salvó su madre postiza. La rectora, con los reflejos intactos, salió disparada de su despacho del edificio viejo y evitó que lo masacraran. Mejor así. Eso sí, hubo sanciones a granel y un intento desesperado por volver al statu quo. Pero las cosas no volvieron a ser iguales después de aquella jornada. En general, los amos de la mano dura se anduvieron con más cuidado y Salchicha, en particular, ya no volvió a ser el que había sido. Se acabaron sus orondas rondas de botón prepotente, y a partir de ahí siempre se lo vio caminar apurado, como si buscase a tientas sus extraviadas prácticas pusilánimes. Suficiente castigo para quien, por debajo de la cáscara y de la protección que le daba la impunidad, valía tan poca cosa.

Por Carlos Semorile.

Oda a mi generación



(Escribo estas líneas horas antes de la colocación de la baldosa en homenaje a los estudiantes del Colegio Nacional Vicente López desaparecidos y asesinados por el Terrorismo de Estado. Sin saberlo, fuimos sus contemporáneos: una breve brecha de dos o tres años nos separó de ellos en términos generacionales y, acaso, nos salvó la vida. Creo que cada horneada de jóvenes argentinos reinicia el camino y vuelve sobre los pasos truncos de sus antecesoras. La del ´63 también lo hizo, pero una parte nuestra quedó congelada con la “desmalvinización”, y otra parte quedó fisurada después del lamentable “felices pascuas” y todas sus jodidas consecuencias. Sin embargo, una foto sobre mi escritorio, me impele a rescatar dos o tres cosas: algunas quimeras, un tiempo efímero pero cierto de grandes esperanzas, la entrega apasionada en los amores, y el calor perdurable de tantos amigos buenos). 

Cada uno a su modo, los tres sonríen. Michael con los ojos, Sandra mientras parece decir algo, y Sergio bajo esos bigotes de galán dominguero. Los rodea esa primera soledad de los días destemplados, pero ellos llenan la Plaza Dorrego con su amistad y sus ganas de hacer fotografía, teatro, acrobacia, y también, y por qué no, cine, militancias, lecturas, antropología, novias/novios, psicoanálisis, viajar, irse a vivir solos. Hace años, conversando con una vieja amiga decíamos que la nuestra había sido la última generación argentina en animarse a desear. Por fortuna, el tiempo no nos dio la razón y una nueva camada de pibes están buscando y haciendo cientos de cosas. El contexto los acompaña y los cobija, algo que nosotros no tuvimos: desde 1976, la secundaria fue poco menos que un reformatorio, y de ahí pasamos al desquiciado mundo de los cuarteles que terminó como terminó en Malvinas.

Desde mediados del ´82 ya militaba en la Fede, y el 16 de diciembre me crucé con el otro Carlos camino a la Marcha de la Multipartidaria. Pese al yeso en su pierna, se vino conmigo con sus muletas a cuestas. El clima, festivo al inicio, se fue espesando al correr de las horas. Cuando la columna iba a cruzar Chacabuco, la milicada furiosa se nos vino encima. En el desbande, atinamos a no separarnos y alcanzamos a colarnos en una puerta que se cerró apenas la traspasamos. Era uno de esos típicos edificios de la Avenida de Mayo, y en sus amplias escaleras se reponían toda clase de amparados. Una pareja de homosexuales –la misma que había abierto la hendija providencial- recorría la fila con botellas de agua, y asistía a los heridos y contusos. El yeso de Carlos nos dio paso al derpa de estos muchachos: desde el ventanal, se veían decenas de zapatillas y zapatos impares sobre la avenida iluminada y desierta.

Más de un año antes, y gracias al empeño de Víctor Watnik, habíamos sido testigos alucinados de las primeras funciones de Teatro Abierto y, luego del incendio del Picadero, estuvimos en las desbordadas funciones del Tabarís, y demás salas. Eran obras maravillosas, y éramos un público ávido de esos textos que sugerían todo lo que no terminaban de decir.  Pasar de este fervor a la colimba no resultó sencillo pero, dentro de las posibilidades comunicacionales de aquellos tiempos, siempre tratamos de saber unos de otros. Hacia el final de la Dictadura, militábamos en distintos partidos pero –también en ésta- supimos acompañarnos; una peña, al fin y al cabo, no se le niega a nadie, y ahí andábamos, abrazados a nuestras ganas de bailar todos los huaynos, carnavalitos y taquiraris. Y así, guapacheando, nacieron amistades, noviazgos y amores que, en buena hora, nos marcaron la vida.

Teníamos pelos por todas partes, rulos inconmensurables y los hombres íbamos barbados como profetas. Nos acogían algunas madres solidarias en cuyas casas nacieron proyectos que, siendo de algunos, lo eran de todos. Fernando piloteaba un cessna, Sandra y Sergio ensayaban para las muestras del Conservatorio, y Carlos y Michael salieron con sus mochilas rumbo a Bolivia y Perú, sin fecha precisa de retorno. Había conciertos en las facultades, proyecciones de cine en las calles, y en “El Goce Pagano” teníamos la dicha de ponernos chéveres con Fontova y sus Sobrinos. Siempre, claro, seguimos movilizados por distintas cosas. Fuimos parte del “Siluetazo”, marchamos con las Juventudes Políticas, dejamos el alma en la campaña de 1983, y salimos a bancar la Democracia hasta que Alfonsín nos dijo “la casa está en orden”. Ese día de mierda nos tocó a nosotros irnos de la Plaza masticando impotencias.

Hasta ahí llegaron los sueños y, en el mismo punto, comenzaron las pesadillas. Un tiempo de agachadas y retrocesos que nadie merecía y que, de alguna manera, persiguió con saña las esperanzas de todos nosotros. Yo no sé si la suma de todos estos fragmentos dispersos alcanza para hacer la crónica de nuestra generación. Me parece que no. La falta de elementos cohesionantes nos desperdigó más de la cuenta. Pese a ello, conseguimos mantenernos unidos o cuando menos ligados de una forma y otra. Y eso fue sólo mérito nuestro. Fuimos testigos y padrinos de bodas y nacimientos, nos asistimos en operaciones, partos y velorios, y nos ayudamos a reunirnos con amigos perdidos y con amadas inolvidables. Nos quisimos y nos queremos de todas las maneras posibles, y todavía somos capaces de correr la mesa e improvisar un baile que celebre este cariño bonito y nuestro gran amor a la vida.

Por Carlos Semorile.

lunes, 20 de octubre de 2014

El despegue



Considérelo más allá de todo partidismo. Sea capaz de verlo como una acción objetiva, y reflexione si el Arsat-1 no representa un giro copernicano en términos de ciencia y técnica argentinas. Véalo desde una perspectiva nacional, y luego dígame si vale la pena seguir repitiendo aquello de que “este es un país de m…”. Recuérdese a sí mismo frente a la tele cuando el alunizaje del Apolo 11 y, si fue niño en 1969, rememore los horizontes que de un solo golpe tuvo frente a sus ojos. Piense ahora en los pibes argentinos que hace apenas unos días vieron el lanzamiento de un satélite nuestro, e imagínese las esperanzas y los sueños que pueden albergar sus tiernos corazones. Recapacite, además, que para esos críos –y para muchos otros por venir- ya no se tratará de quimeras sino de palpables realidades. Ahora, haga un último esfuerzo y confíe que en este despegue se cifra buena parte de nuestro futuro.

Por Carlos Semorile.

jueves, 16 de octubre de 2014

Octubre!!!


Plegaria de amor argentino: "Porque alguna vez pusimos las patas en la fuente, hoy tocamos el cielo con las manos"!!!
Carlos Semorile.

martes, 30 de septiembre de 2014

Nosotros, los que tenemos claros los verbos




La próxima vez que me pregunten qué significa hoy ser peronista en la Argentina, diré, como Cristina, que es tener los verbos claros. Somos los que sabemos que negociar es una cosa, y traicionar es otra cosa muy distinta. Los que no confundimos hablar con transar, acordar con bajarse los lienzos, ni saludar con arrodillarse. Saber conjugar los verbos nos permite entender como acoso la figura del “desacato”, y olfatear en el aire que las amenazas vienen siempre del Norte y nunca del Oriente.

Al mismo tiempo, nos agudiza el entendimiento de los tiempos verbales en su conjunción con los tiempos políticos, para no caer en la trampa de ningún “servidor del pasado en copa nueva”. Y porque somos la matriz cultural y política del Movimiento Nacional, y porque tenemos claros los verbos, somos los que trabajamos para que todos los futuros se conjuguen con la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Patria.

Por Carlos Semorile.

viernes, 26 de septiembre de 2014

Cristina y la Cuestión Nacional



Cristina diserta en la ONU, y deja a más de medio mundo desnorteado y sin capacidad de elaborar una respuesta que medianamente esté a la altura de los desafíos que ella planteara tanto en la Asamblea como en el Consejo de Seguridad. En vez de ningunearla a tabla rasa, como hace la canalla mediática, o de apresurarnos a festejarla sin más -como estamos tentados a hacer-, nos parece mejor preguntarnos por qué la palabra de la Presidenta logra semejante repercusión y trasciende del modo en que lo hace. Modestamente, creemos que esto sucede porque el discurso de Cristina no es apto ni para el liberalismo financiero de la derecha (que todavía está digiriendo la caracterización de “terroristas económicos”), ni para el liberalismo cultural de la izquierda que aún está esperando que la Presidenta diga “imperialismo” para medir en sangre su grado de pureza internacionalista.

Pero resulta que por las venas de Cristina corre la Cuestión Nacional, y toda su elaboración discursiva -puertas adentro de la Patria- hace hincapié en la necesidad de cohesionar las distintas fuerzas y factores del quehacer argentino para así tener la chance de erigir y sostener una Nación “con el pueblo adentro”. Y cuando la Presidenta lleva la Cuestión Nacional a los ámbitos de debate internacional y dice, por ejemplo, que los pueblos se hallan jaqueados por fantasmales legiones del terror que desmiembran los países y desarticulan las naciones, entonces hace trizas el “sentido común” del palabrerío liberal. Porque el famoso sentido común tiene una base material que alcanza su elaboración teórica con el liberalismo económico de la derecha, y tiene una superestructura ideal gobernada por el liberalismo progresista de izquierda que maneja nociones abstractas pero carece de raíces culturales profundas.

Estamos tentados de decir que “el mundo es como es” porque se halla en la “encerrona trágica de la civilización”, donde el liberalismo oligárquico impone las reglas del orden económico de la realidad, y donde el liberalismo cultural de izquierda impone una simbolización que sirve apenas para consumo de las “almas bellas” pero que no cuestiona el hecho –mil veces constatado- de que “una forma de civilización puede derrumbarse, y se derrumba. Pero la cultura, no. A la larga, el hombre siente la necesidad de buscarse en lo nacional, en sus cantares y en sus coplas”. Y es esta Cuestión Nacional la que Cristina, como peronista, lleva como parte de su ADN cultural y le permite erguirse ante los líderes del mundo para decirles, cara a cara, que su civilización está al borde del colapso porque viven pisoteando las culturas de los pueblos y su derecho a tener, sobre su propio suelo, una Patria Justa, Libre y Soberana.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La Patria no es una entelequia





La industria es cosa seria. Genera fábricas, talleres, comercio interior y exterior, equilibra los famosos superávits gemelos –de las balanzas fiscal y de pagos-, y expectativas a futuro con planes de inversión y explotación. Pero también implica nuevos empleos, capacitaciones, estudios “ad hoc”, y en definitiva esos puestos de trabajo que para los de laburantes representan unos mangos, y esos manguitos les permiten sostener “un pequeño horizonte para cada esperanza”.

Por eso, con los números en una mano, y en la otra su corazón de argentina que no quiere ser otra cosa de lo que es, la Presidenta les habló a todos los que forman parte, lo sepan o no, de la industria NACIONAL. Y les dijo que, si de verdad pretenden que sus hijos hereden sus prósperas industrias, necesitan saber que el destino de sus negocios está atado a un proyecto de industrialización y de creciente ampliación del mercado interno.

Porque su responsabilidad es mayúscula, y hay mucho sátrapa suelto dorándoles la píldora. Pero ha pasado mucha agua bajo estos puentes y ustedes, señores, ya son “gauchos grandes” y no deben permitir que los tomen por giles. Entiendan de una vez y grábenselas para siempre –y por su propio bien- las palabras de Cristina: “La Patria no es una entelequia". 

Por Carlos Semorile.