Durante la
ceremonia por el microcrédito número 250 mil, la Presidenta dijo que el hombre
que la acompañaba en el estrado, el único sobreviviente de la Masacre de San
Patricio, era inglés. La réplica de Roberto Killmeate no se hizo esperar:
“¡Irlandés!” Cristina pidió las disculpas del caso, y “Bob” pudo bajar la
guardia. ¿A qué se debe la persistencia de la “cuestión irlandesa”? A
principios del siglo XX, Leopoldo Lugones escribía que “la autonomía de Irlanda
quedará aplazada una vez más, o nacerá herida de muerte” debido a que la Corona
Británica prohijaba a la minoría protestante del Ulster para que se armase e
impidiese la genuina independencia de la naciente República de Irlanda.
Efectivamente, a los irlandeses se les arrebató una porción de su territorio,
valiosa tanto por cuestiones de índole comercial -allí se asientan importantes
puertos- como por su fuerte impronta cultural ligada a los orígenes gaélicos de
la población nativa. Sesenta años más tarde, el Colorado Ramos decía que “el
irredentismo irlandés permanece como una mancha sangrienta en la órbita
declinante de Inglaterra”, y señalaba “la refinada perversidad inglesa en
Irlanda”. También apuntaba un dato que, a esta altura, no debería resultar
sorprendente para ningún nativo, sea éste irlandés o argentino: los archivos
del Foreign Office se abren “medio siglo después de transcurridos los
acontecimientos a que aluden los documentos respectivos”, salvo si se trata de
documentos relacionados con Irlanda o… con las Islas Malvinas. Hay un hilo
invisible, entonces, que nos conecta con el país irlandés, y ese vínculo salta
a la vista cuando se analiza el papel cumplido por Gran Bretaña en ambas
naciones. Scalabrini Ortiz explicaba que George Canning venció la resistencia
de su Rey para que aceptase la independencia de nuestras repúblicas, siendo que
el monarca consideraba que tal emancipación era un mal ejemplo para la
situación irlandesa (el problema, para los británicos, se repetiría en aquella
encrucijada que en 1914 Lugones anticipaba correctamente: si los ingleses
aceptaban la independencia de Irlanda, debían aceptar también la de la India). Aún
antes es posible encontrar puntos de contacto: en las fragatas que trajeron a
los invasores de 1806, los ingleses trasladaban también familias de “colonos” a
las que pensaban “plantar” en el Río de la Plata, repitiendo el esquema de
“plantaciones” mediante el cual se apropiaron de las mejores y más ricas
tierras del Ulster, condenando a los irlandeses a pucherearla, en su propio
país, mediante una economía de subsistencia. Durante las invasiones, los
soldados irlandeses desertaban de las tropas inglesas para no cumplir bajo otro
cielo el triste papel que conocían de sobra por haberlo vivido en carne propia.
Después de la Reconquista hubo prisioneros de esa nacionalidad que decidieron
quedarse a vivir en el país invadido, el cual les garantizaba la libertad que
difícilmente tendrían en Inglaterra, la no persecución religiosa y, acaso, la
posibilidad de acceder a un pedazo de tierra propia (mientras tanto, los
comandantes vencidos se dedicaban a lo que mejor sabían, negociando una
rendición que, pese a todo el daño causado, les permitiese “colocar” los
productos de toda índole que abarrotaban las bodegas de sus barcos.) Medio siglo
más tarde, otra oleada de inmigrantes irlandeses llegaría a estas costas, esta
vez empujada por la Gran Hambruna desatada como consecuencia de un hongo que
afectó el monocultivo de la papa, base de toda la alimentación en la isla.
Granja por granja, ésta les ofrecía más oportunidades a los sufridos irlandeses
que, como nuestros paisanos, trabajaban en beneficio de la nación-taller.
Cuando el renacimiento cultural gaélico fue preparando las condiciones para la
independencia, un ofuscado periodista inglés escribió que Irlanda debía aceptar
“el hecho innegable” de ser inglesa, el mismo proto-argumento que usan para las
Malvinas. Pero lo único innegable siguió siendo la determinación del pueblo
irlandés a luchar por sus derechos. Un historiador conservador escribió que “en
1982 no había hombre mayor de treinta años en los distritos republicanos que no
hubiese sido humillado por los soldados británicos frente a su esposa, sus
hijos o sus vecinos” (en ambas islas, Irlanda y las Malvinas, los ingleses se
sostienen por el uso de la fuerza). Todo ello, y muchos siglos más de
colonialismo económico y cultural, explican la réplica de Bob Killmeate (“¡Irlandés!”), que
hacemos nuestra en el deseo de que Irlanda pueda salir de la
condena de la encrucijada neoliberal transitando la “vía Argentina”.
Por Carlos Semorile.miércoles, 30 de mayo de 2012
viernes, 18 de mayo de 2012
Los mapas y el territorio
En la lucha política de estas últimas semanas se
percibe claramente que hay quienes confunden el mapa con el territorio. No
importa que se trate del debate político, periodístico, sindical, parlamentario
o comunal porque, cualquiera sea el ámbito de la disputa, ya no alcanza con
dibujar planos arbitrarios, tan antojadizos como los deseos de quienes los
pretenden instalar -las más de las veces mediáticamente- en la mente de los compatriotas.
Se podría pensar que la desorientación de los opositores -tanto de los
frontales como de los solapados- se debe a que les falla la brújula y por eso
sus cartas de navegación ya no coinciden con la realidad del país. Pero su
problema es todavía más grave. Sucede que el kirchnerismo ha cartografiado una
nueva argentina, relevando -por primera vez en décadas- la topografía de las
necesidades, anhelos y esperanzas de nuestro pueblo. No sólo eso. Viene cimentando
las condiciones para que, bajo este cielo, alguna vez sea posible el desarrollo
material y espiritual de todos y cada uno, aprovechando -sin distinción de
ninguna índole- el potencial latente o artificial y maliciosamente aletargado
de las hijas e hijos de este suelo. Semejante recreación de coordenadas no ha
sido la obra de un día, ni la de una sola voluntad, y por ello mismo, por la
suma de las voluntades, los trabajos y los días, ha llegado para quedarse. Y
este es el punto insoslayable: toda nuestra vida social, todos nuestros
vínculos comunitarios, se desenvuelven en un territorio donde se entrecruzan,
dinamizan y potencian los datos de la realidad concreta con los de un renacido
fervor nacional. Que esto desemboque en un nuevo atlas no debería extrañar a
nadie, y quienes tengan aspiraciones políticas -sean del palo que sean- harán
muy mal si continúan delineando falsas fronteras, sea que se llamen “La Juan
Domingo”, “La queremos preguntar”, ó “Yo no pedí los subtes”. De un modo
ingenuo, tales demarcaciones pretenden agrupamientos entre un “aquí” y un
“allí” que no existen más que en la calenturienta fantasía de quienes las
formulan. La inmensa mayoría del pueblo argentino sólo reconoce el liderazgo de
la jefa cartógrafa, la que viene diseñando una patria lo más inclusiva y
abarcadora posible. ¿Esto significa que Cristina es infalible? No: sólo quiere
decir que bajo su lectura, con o sin sextante, habitamos un país sensiblemente
mejor. Y que las derivas truchas de los mapeadores inciertos terminan todas en
islas desiertas.
Por Carlos Semorile.
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