martes, 29 de diciembre de 2020

No me gustaría morir en la pandemia

Si fuera por completo fiel al texto que inspira estas líneas (“No me hubiera gustado morir en los 90”, Silvia Bleichmar), debería esperar un cacho pero, como el tiempo está fuera de quicio, el momento es ahora.        

Más precisamente es hoy, 29 de diciembre de 2020, día en que sobre este suelo y bajo este cielo podemos afirmar que comenzamos a salir de la pesadilla del Covid. Es una jornada histórica para la formidable tradición de la salud pública argentina, y quien no lo entienda así es porque milita en alguna de las facciones negacionistas que pretenden marcar la agenda de los Estados y, a la vez, socavar el espíritu de sus ciudadanos.

 Si bien es cierto que casi todos, de un modo u otro, padecimos los estragos de la peste, “no todos somos responsables en igual medida de lo ocurrido” (como bien decía Bleichmar, señalando la diferencia entre víctimas, victimarios, y cómplices -por acción u omisión- entre 1976 y 2001) desde que la misma se hizo presente en estas costas, agudizando la situación de despojo, desamparo y arrasamiento que dejó el paso de la última alianza neoliberal, y su fuerte marca de “experimentación”.

 También sostuvo Bleichmar que “Las derrotas no se pueden medir por las batallas perdidas sino por la propuesta para las generaciones siguientes”, y ello será válido si sabemos sostener esta épica del derecho a la salud en igualdad de condiciones para todas y todos. Entendemos que el enemigo es muy poderoso y por ello, al inicio de esta etapa, dijimos que “en la palabra “virus” se agazapa un plan de extermino”. 

Hoy vemos que las naciones imperiales compran vacunas en cantidades que sobrepasan por mucho la necesidad de sus poblaciones –desabasteciendo, de facto, a las naciones sometidas-, y en el plano local asistimos a un nuevo experimento de la alianza neoliberal en la ciudad capital –mal llamada “Caba”- que está bajo su gobernanza: nadie sabe muy bien ni cuándo ni dónde podrá aplicarse la vacuna. 

Buscan sabotear la épica, tal como hicieron con la cuarentena y luego con la despedida a Diego: no quieren que los argentinos tengamos motivos de genuino orgullo, y nos prefieren humillados y en derrota.

 Por eso no me gustaría morir en la pandemia: para seguir peleando para que el futuro tenga el rostro de nuestros anhelos, y porque quisiera ver aunados los pensamientos dispersos de nuestra diversidad cultural y política, y así poder brindarnos, como dijo Bleichmar, “un nuevo modelo discursivo que implique amor y respeto por el otro”.

 Por Carlos Semorile.

viernes, 18 de diciembre de 2020

La cartera de la dama

Mentiría si dijera que no he disfrutado de ver una serie inteligente y bien hecha como es “The Crown”, con sus excelentes diálogos, sus cambios de óptica para con los distintos personajes, y las muy buenas actuaciones que retratan, más que singularidades, un carácter nacional que se regodea en el culto a la sobriedad, mientras coquetea con todos los excesos, urdidos a la sombra del opresivo y asfixiante calvinismo.

Pero también faltaría a la verdad si no dijera que su inteligencia naufraga cada vez que sus altezas abandonan Albión para internarse en las exóticas tierras que indistintamente llaman “las colonias”, y cuyos personajes más sobresalientes son apenas torpes caricaturas que no están cincelados hasta el paroxismo, como el Duque de Windsor o Louis Mountbatten, para que olvidemos el pasado nazi del primero o el golpismo del segundo, ansioso por recuperar su antiguo brillo virreynal.

Otro rasgo que espanta, ya no de la ficción sino de lo que ésta devela, es el acendrado provincianismo de estas gentes porque, aún comprendiendo que cada quien mide según su propia vara, resulta casi inconcebible que les resulte tremebundo alejarse de Londres hacia Gales o las “tierras altas” de Escocia, que no quedan más lejos que Mar del Plata y Bahía Blanca, respectivamente, desde Callao y Rivadavia.

Tampoco resulta demasiado digerible todo ese andamiaje monárquico cuyos pilares se sostienen en una serie de prejuicios y manías consuetudinarias elevados a la categoría de ceremoniales arcaicos, etiquetas inamovibles y protocolos cuya estética está más cerca del sainete que del dudoso ritual que pudo ser su lejano origen. Atrapados en semejantes dispositivos, sus rebeldías son tan exiguas como efímeras, y no hay ninguna solidaridad que enlace a los nuevos parias.

Es verdad que están vigilados hasta la náusea, y que la más mínima insinuación de un desvío es socavada con puntillosa impiedad, porque todo puede tolerarse (cuernos, juergas, esnifes, escapadas con amantes) siempre que no afecte la credibilidad de la Corona. Y por más pena que sintamos por sus destinos prefijados, hay algo que nos viene desde el fondo republicano de estas pampas irredentas: un escepticismo plebeyo y jodón que imagina que la reina lleva la Sube en su carterita eterna.

Dicho de otro modo: fuera del caso singular cuyo agobio puede llevarnos a cierta catarsis “very british”, no hay empatía posible con quienes han asolado el mundo sembrando hambre, esclavitud, humillación, congoja, muerte y la más feroz colonialidad al paso triunfal de una ideología supremacista que, como dijo Aimé Césaire, no tiene nada que envidiarle al nazismo. Si tiene dudas, vea el capítulo “El intruso” e identifíquese con esa víctima. Y aprenda: ellos no vacilan.  

 Por Carlos Semorile.