sábado, 17 de agosto de 2024

Un cuento inglés


 

Hace unos días me crucé con este afiche de “Gracia increíble” (traducida como “Himno de libertad”) y se me erizaron los genes irish de detectar truchadas british. Vayamos a los detalles, tan reveladores ellos...

La sinopsis de la peli –copiada de la contratapa de la caja del video, o de su transcripción en uiki- dice que se trata de la Crónica de la vida del parlamentario británico William Wilberforce, pionero en la lucha contra la esclavitud, lo que lo enfrentó a algunos de los hombres más poderosos de su época. Siendo ya un brillante y carismático político de 24 años, su vida dio un vuelco cuando conoció a un antiguo esclavo: por primera vez, fue consciente de la cruel realidad de la esclavitud. A partir de ese momento, fue el máximo representante de los abolicionistas ingleses”. Era un vivo bárbaro y estaba lleno de virtudes (onda Lousteau), pero vivía en babia.

Cuando este Wilberforce ya era un gaucho grande, su mentor político y futuro primer ministro del Reino Unido, William Pitt, “descubrió que aproximadamente el 50% de los esclavos importados hacia las islas británicas eran vendidos a las colonias francesas. Era el comercio de esclavos británico, por tanto, el que estaba incrementando la producción colonial francesa y poniendo el mercado europeo en manos francesas. Gran Bretaña se estaba degollando a sí misma”. Los datos son cruciales.

(Este fragmento, y los que siguen, los tomamos del ensayo “Los Jacobinos Negros” del pensador C.L.R. James, quien nació en Trinidad y Tobago y vivió muchos años en las entrañas del monstruo: Inglaterra).

James añade que el peligro para el comercio inglés era todavía mayor, pues los franceses se estaban colando en África para aprovisionarse ellos mismos de esclavos y que pronto dejarían de comprárselos a los british: “Holanda y España hacían lo mismo. En 1786 Pitt, discípulo de Adam Smith, había visto la luz con claridad. Pidió a Wilberforce que emprendiese la campaña (anti-abolicionista). Wilberforce representaba la importante jurisdicción de Yorkshire, tenía una gran reputación, toda la humanidad, justicia, apego al carácter nacional, etc., etc., sonaría bien en sus labios. Pitt tenía prisa, era importante detener totalmente el comercio rápida y enérgicamente. Los franceses no disponían ni del capital ni de la organización para paliar adecuadamente la deficiencia (de mano de obra esclava) de inmediato y con un solo golpe conseguiría arruinar a Santo Domingo. En 1787 advirtió a Wilberforce que si no conseguía que se aprobase la moción, otro sí lo conseguiría, y en 1788 informó al gabinete que no permanecerían en él aquellos que se opusiesen”. Un estadista.

El verdadero cerebro detrás de la movida anti-abolicionista fue, no jodamos, Pitt y Wilberforce, el presunto el pionero en la lucha contra la esclavitud”, era apenas el peón de uno de los hombres más poderosos.

Luego “Pitt tuvo un golpe de suerte” pues la convulsión prerrevolucionaria haría que Francia desde 1789 se viera metida en tal nivel de bolonqui interno, que en los años siguientes los british intentaron arrebatarles Santo Domingo y Haití. Pero el tema es que no se enfrentaban al ejército de línea francés sino a “campesinos negros recién salidos de la esclavitud y mulatos leales al mando de sus propios oficiales”, los cuales “infligieron a los ingleses la derrota más severa sufrida por una expedición militar británica desde los tiempos de la reina Isabel hasta la I Guerra Mundial”. Se comieron tal paliza que, entre muertos y heridos, perdieron cien mil hombres. Estando Pitt de por medio, nadie abrió la boquita hasta que pasado más de un siglo lo hizo Fortescue, el historiador del ejército británico: “El secreto tras la impotencia de Inglaterra durante los primeros seis años de la guerra puede resumirse en dos palabras fatales: Santo Domingo”. Es decir: los negros y mulatos de Haití que se tomaron en serio las proclamas de la Revolución.

Tan fieramente pelearon por su libertad que cuando vino la restauración, y los generales de Napoleón se plantearon someterlos mediante una guerra de exterminio (las damas blancas besaban a los perros que cazarían a los ex esclavos), ellos mismos arrasaron la isla “de tal manera que, concluida la guerra, el país no era más que un desierto calcinado”. Minga de “gracia increíble”. Los negros se salvaron solos. 

Carlos Semorile.

lunes, 15 de julio de 2024

La civilización del marasmo


 

El sábado salió otro gran artículo de Sandra Russo cuyo título, “Los únicos privilegiados”, refiere a que una de las mejores tradiciones sociales argentinas viene siendo socavada por el desgobierno del ungido.

 

Dice Russo que el pasado 9 de Julio pensó “en los niños que no comen y que saben que la leche y la carne están en alguna parte inaccesible. Que saben que el Estado no los quiere alimentar”. Una hambruna deliberada.

 

Más adelante, agrega algo que sabe cualquiera por el sólo hecho de ser humano: “No somos avatares. Venimos al mundo incapaces de sobrevivir por nuestros propios medios y necesitamos del amor de alguien para seguir vivos. Los niñxs, con su sola existencia, contradicen al homo tecno que no necesita comer ni sentir ternura”. La “cultura de la mortificación”, como la llamaba Ulloa, es exactamente eso: ni cobijo, ni miramiento, ni ternura.

 

Ante la “escandalosa saña contra las infancias” que lleva adelante la ultraderecha, Sandra Russo postula la única postura ética posible que, además, tiene la virtud de ser hija del sentido común y la empatía:

 

“Esas criaturas recién llegadas que nos necesitan. Todos necesitamos que nos necesiten alguna vez en la vida, porque eso nos hace humanos. Es cuidar hasta darle tiempo al hueso, como en la anécdota de Margaret Mead, a que se suelde.

 

Nosotros como adultos, como seres amantes, como militantes, como buena gente, no podemos permitir que los niñxs sean entregados al hambre y a la muerte. En lo racional, en lo emocional, en lo político y en lo moral, la lucha durará hasta que los niñxs vuelvan a ser los únicos privilegiados. Sin metáfora. Así, tal cual”.

 

El extraordinario acierto de este cierre es el de apelar a la memoria cultural de la comunidad argentina, hoy brutalmente agredida por una nueva cruzada civilizatoria que pretende rediseñar el país como colonia. Y porque la pelea de fondo siempre se da entre la civilización de los poderosos en guerra contra las culturas de los pueblos. Esa cultura que supo hacer realidad que los únicos privilegiados fueran los niños, y que hoy se ve amenazada por esta civilización del marasmo que los aniquila.

 

Carlos Semorile. 


jueves, 27 de junio de 2024

La "onda Marie Kondo" y la clase media votando a sus verdugos


 

Acabo de ver esta "maravilla" en el féis, similar a otras de aspecto impoluto que también generan masivas adhesiones que se traducen en frases como "mi casa soñada" y otras huevadas por el estilo.


No es una tapera, desde luego, pero es mucho menos habitable que los derpas donde viven sus extasiadas/os/ admiradores clasemedieras/os que "compran" la "onda Marie Kondo" de ajustarse, empezando por el espacio que a nosotros -que no somos japoneses- nos recontra sobra.   


Por ejemplo, para subir esa escalerita de morondanga hay que ser uno de esos egipcios de los jeroglíficos; si regás las plantitas que están ubicadas allí, se te mancha la paré, amén de que dudo que les llegue un tenue rayo de sol; supongamos que allí vive una pareja -o que alguien pasó la noche como “partenaire” sexual del/la langa que vive ahí-, quien primero se levanta a hacerse un mate inevitablemente lo despierta al otro/a/e; ¿el baño está arriba o está abajo? -contá la cantidad de veces que subís/bajás para "hacer uso"-; ¿cómo carajo conciliás el sueño con esa cantidad de luz invadiendo todos los espacios?; ¿dónde ponés la escoba, el balde y el secador de pisos?; etcétera, etc., etecé.

 

Una de las máximas del arquitecto Rodolfo Livingston era que "lo más barato de todo es pensar". Él lo decía en relación a su oficio, pero vale para todo lo demás: estamos como estamos porque muchas/os ciudadanas/os han abdicado de su capacidad de raciocinio y "compran" las ideas más estrechas que el hombre ha sido capaz de crear.

 

Al paso que vamos, la próxima moda va a ser mudarse a los vagones con los que los nazis llevaban la gente a los campos.

 

Adenda: Sobre las ensalzadas y puras "virtudes" de la milenaria cultura nipona podríamos hablar un rato largo: pregúntele a los chinos sobre las masacres que en su tierra cometieron los "hijos del sol naciente", o simplemente recuérdese que fueron aliados del III Reich.

 

Carlos Semorile.

domingo, 2 de junio de 2024

Relación de abandonado


 

“El entenado” es, en origen, una novela de Juan José Saer “inspirada en la historia de Francisco del Puerto, único sobreviviente de la masacre en que murió Juan Díaz de Solís, descubridor del Río de la Plata”. Desde hace unos días es, además, una muy creativa adaptación teatral realizada por Irina Alonso, quien también tiene a su cargo la dirección del espectáculo que puede verse –mejor dicho, que no debería dejar de verse- en el Teatro Regio de esta ciudad a orillas del Plata.

 

La obra comienza con cierta premura porque es mucho lo que hay contar sobre la vida de este mozuelo cuya orfandad lo acercó a los puertos, que se alistó como grumete en la expedición de Solís, sobrevivió -sin entender por qué- a la matanza de sus compañeros y luego vivió una década con los indios colastiné. “Diez años están hechos de muchos días, horas y minutos. De muchas muertes y nacimientos también”, escribió Saer, quien pensaba -como otros grandes escritores (Yourcenar y Saramago, por nombrar un par)- que “No se sabe nunca cuando se nace: el parto es apenas una simple convención”.

 

Quienes hayan tenido la fortuna de leer el libro del santafecino –“una de las novelas más tristes de nuestra literatura”, como dice Carlos Gamerro en su formidable ensayo “Facundo o Martín Fierro”-, pueden sorprenderse que la versión libre de Irina Alonso contenga varios pasajes hilarantes que, sin dudas, ayudan a sobrellevar la hondura existencial que está en el corazón de las reflexiones del entenado.

 

El espectador también agradece –entre el asombro y la maravilla- la ductilidad del elenco (Claudio Martínez Bel, Iride Mockert, Pablo Finamore y Aníbal Gulluni –responsable también de la música y del diseño sonoro-), capaces de pasar del desenfreno a la mesura a medida que los recuerdos del entenado así lo solicitan. Ocupan el “lugar de la persona ausente” (uno de los tantos significados de la palabra “def-ghi”, que fue el modo en que los indios llamaron siempre al entenado), pues no por nada son los actores de la compañía teatral que representan, con éxito, su historia en distintas cortes europeas. Y sin embargo…

 

Para al entenado no es suficiente porque, como plantea Gamerro, “No es la desaparición de una tribu perdida entre los infinitos ríos sudamericanos lo que el narrador de Saer lamenta, sino la del mundo mismo, cuya existencia estaba garantizada únicamente en la vida de la tribu y sus rituales”. Él, que por primera vez tuvo un padre en la figura del cura Quesada –el hombre que le enseñó a leer y escribir-, coincide con el religioso cuando lo escucha decir, “con una sonrisa, sacudiendo un poco la cabeza”, que los indios eran hijos de Adán y por lo tanto hombres: “Yo, silencioso, pensé esa noche, me acuerdo bien ahora, que para mí no había más hombres sobre esta tierra que esos indios”.

 

Y aquí queremos detenernos en el extraordinario parlamento final de un estremecido Claudio Martínez Bel situado en la piel, en las entrañas y en la voz del entenado. Porque si, como escribe Gamerro, “El entenado es una obra alucinada que nos obliga a ensanchar nuestra comprensión y empatía a límites tal vez no contemplados por nosotros cuando iniciamos su lectura”, es porque se trata de una novela “de las más compasivas” de nuestras letras. Y si el tono del monólogo de cierre es -como lo es en verdad- exquisito, es porque “El entenado”, la obra de Alonso y su elenco, es una de las más piadosas de nuestro teatro.


Carlos Semorile.


martes, 23 de abril de 2024

Un descalabro bestial


 

José Hernández escribió en su “Martín Fierro” el verso que mejor refleja tanta perversidad: “Las cosas que aquí se ven/ni los diablos las pensaron”. Un descalabro bestial que cada día eleva su cuota de humillados, ofendidos y ultrajados, y que -en su soberbia- no parece advertir el modo en que se va aglutinando lo que hasta hace nada estaba disperso y sin amalgama. Aunque sólo seamos “restos pampeanos”, hoy estaremos en la marcha porque “sin nosotros no somos nada”.

Carlos Semorile.

martes, 2 de abril de 2024

La dignidad de una voz

 

A raíz del desguazamiento del Programa “Primeros Años” de la Secretaría de Niñez, Adolescencia y Familia, comparto un texto que originalmente fue publicado en agoto de 2018 en el blog “Nuestro Querer”, cuando el experimento neoliberal de aquel momento amenazaba con su desmantelamiento. Hoy la situación es mucho peor porque, además, alcanza a otras áreas sensibles del Estado, como la Anses y tantas otras.

 

No hay imágenes, es tan sólo un audio que deja ver muchas cosas si, como decían mis abuelos, se abren bien “los óidos”. La que habla es una mujer de treinta años, F., madre de “cinco hermosos, maravillosos hijos”. Ella trabaja en un programa estatal que fue creado, en el año 2006, por el gobierno popular y que, milagrosamente, aún se mantiene en pie: la función de F. como “facilitadora” consiste en acompañar a las familias con hijos de 0 a 4 años para brindarles asesoramiento en la crianza.      

 

Dicho así, puede perderse en la vaguedad de una nebulosa sin cable a tierra, pero F. enseguida aclara que su labor en los barrios pasa por enseñar cosas tales como nutrición, amamantamiento, calendario de vacunas, y varios ítems más, pero también a “que sepan la importancia que tiene un libro, de leer un cuento a sus niños, de tomarse ese tiempo”.

 

La voz de F. se detiene, parece que vacila, y luego arranca de nuevo porque necesita decir lo que ella misma aprendió enseñando a otras mujeres: “Aprendí a escuchar a mis hijos, a compartir más momentos, a sentarme a leerles un cuento, a jugar -sobre todo a jugar-, a cocinar sano. Aprendí a ser compañera, una mejor esposa, una mejor mamá, una mejor hermana, tía, amiga, a escuchar a los demás”.

 

Dice que antes no era así, ella no escuchaba, y retoma el tema de los libros: “Mis hijos agarran libros, antes no, y leen sus propios cuentos, se leen unos a otros, éso no lo hacían: lo hacen porque me ven a mí ahora, antes yo no lo hacía. Antes me decían: ‘Má, ¿me comprás ese libro?’, y yo les decía: ‘¿Para qué querés ese libro? Dejá de joder’. Y ellos me miraban como diciendo: ‘Es más rara mi mamá’”.

 

“Pero hoy sí tengo, tengo una biblioteca enorme en mi casa, muy linda, donde comparto todos esos libros con mis hijos; tengo también libros que me han dado en el Programa para trabajar con las familias, y que yo les leo a mis hijos siempre: ya dejé de ocuparme tanto de mi casa, de lavar, de limpiar (un poco), y me ocupo más de mis hijos, trato de darle más tiempo a ellos”.

El primer audio termina con F. agradeciendo, muy conmovida, a todas sus compañeras y a todas las integrantes del equipo técnico por haberle cambiado la vida. Pero se ve que no se quedó conforme y vuelve a grabar sus impresiones, esta vez con voz más firme, y ella más suelta, mientras por detrás se escuchan los gritos de sus hijos más chiquitos, y el ladrar de unos perros en una típica estampa conurbana.

 

Dice que el dinero de la beca le viene bien, pero que no lo hace sólo por eso: “A mí me gusta mucho el Programa, me siento bien. No veo la hora que llegue el martes para ir, salgo, me despejo. Me gusta compartir con las chicas, escuchar lo que hablan: a veces no soy mucho de hablar, soy vergonzosa, cuando hablo se me enciende la cara, pero de a poco estoy perdiendo la vergüenza, y eso también lo estoy aprendiendo”.

 

“Soy feliz haciendo las planillas (donde vuelca los resultados de sus entrevistas con las familias), me siento orgullosa, me siento ‘importante’; es más: me armé una oficina en mi casa, una mesa donde tengo todos los papeles, todas las planillas, todos los libros y cuadernillos que nos dieron. El otro día me regalaron una silla de esas de oficina y la puse ahí; mi marido se me caga de risa: ‘Toda una empresaria, Mami’”.  

 

“Él se da cuenta que a mí me gusta, y me acompaña siempre, me incentiva a hacer esas planillas, y me dice: ‘¿Querés que te ayude?’. Y cada martes cuando vuelvo, me pregunta: ‘¿Y? ¿Cómo te fue? ¿De qué hablaron? ¿Te dieron tarea?’. Y es que yo siempre hago cosas: no nos piden, pero yo hago igual porque cuando voy a visitar a mis familias siempre les llevo algo. La otra vez hice recetarios, como un souvenir”.

 

Ya sobre el final, F. rescata el apoyo de su compañero: “La verdad es que también tengo el acompañamiento de mi esposo, que él siempre me ayuda, y siempre me dice que si no fuera porque tiene vergüenza de estar entremedio de todas las mujeres, ya estaría participando del Programa. A veces me dice: ‘¿Por qué no te quedás vos acá, y yo voy al Programa? Yo voy y te reemplazo’. O ve que no me sale un dibujo, y me ayuda”.

 

Como cierre, F. reitera su agradecimiento, pero también habla de su dignidad: “Quiero que sepan que estoy orgullosa de mí, y de todo lo que aprendí, y que todavía tengo mucho para dar, para brindarles a mis compañeras, al grupo técnico, a mis familias, a todos. Y muchas gracias”.

 

Carlos Semorile.


lunes, 1 de abril de 2024

Recetas de cocina

 

Más o menos para la misma época en que conocí al académico finlandés (ver -en este blog- “La rea danesa”), una joven promesa de las ciencias de la educación decidió que continuaría sus estudios en Alemania. Aunque aquí era el protegido de una muy reconocida pedagoga, parecía que en la Argentina había llegado a su “techo”. Pese a no hablar el idioma, se mandó a realizar una maestría –¿o era un doctorado?- en tierras germanas. Cuando un año y monedas más tarde regresó al país, estaba doblemente feliz: por haberse enamorado, y por haber “salido del closet”.

 

Pese a su sonoro apellido italiano, el joven educador tenía cierto aspecto teutón o, al menos mientras mantenía a raya a sus genes, pasaba por tal en su nuevo entorno. Vivía con su pareja en las afueras de Münich, ciudad que le encantaba porque tenía una buena movida cultural y una atractiva bohemia nocturna, amén de ser tolerante o decididamente amigable con el mundo gay.

 

Esto nos lo contó, lleno de entusiasmo y dicha, en Buenos Aires, y luego nos lo siguió contando a través del entonces novedoso –al menos para algunas y algunos de nosotros- correo electrónico. Por este medio, siguió hablando maravillas de la puntualidad de los trenes, de la eficiencia de los servicios, del respeto por los bosques circundantes, y por la multiculturalidad existente a partir de tantos inmigrantes que trabajaban, estudiaban y vivían en Alemania.

 

Al contrario del profesor finlandés, este joven académico mantenía un vínculo distante, cuando no decididamente crítico con el peronismo. Este posicionamiento, que en términos políticos podía entenderse como una mirada de izquierda, en términos culturales podía terminar en un divorcio mal llevado, sobre todo para un educador interesado en la polifonía de sentidos del mundo popular. Y algo de eso comenzaba a traslucirse en los correos mencionados.

 

Curiosamente, lejos de sentirse a salvo de la barbarie, el becario alemán parecía sentirse cada vez más amenazado por sus poderosos influjos que, en este caso, llegaban del Este. Un clima de bien programada beligerancia iba resquebrajando a la Yugoslavia genuinamente multicultural que había sabido edificar el mariscal Josip Broz “Tito”. Los “criminales de guerra” ya estaban identificados, y la OTAN comenzó a bombardear ante el silencio de la ONU.

 

Mientras nosotros –un “nosotros” ideológicamente bien plural y argento- puteábamos a lo loco, desde Münich nos llovían mensajes donde el becario nos trataba –por lo bajo- de “atrasados”. El mundo había cambiado, pero nosotras –argentinos y antiimperialistas irredentos- nos negábamos a aceptar que las “potencias civilizadas” efectuasen “bombardeos humanitarios”.

 

Luego de unas semanas, cuando fueron alcanzados hospitales, trenes y otros objetivos civiles (todos lo eran, en realidad), el becario dejó de tratarnos como a bestias populistas y comenzó a mandarnos recetas de cocina.

 

Carlos Semorile.