Apenas se supo que Cristina creaba el Ministerio de
Cultura, comenzaron a oírse altisonantes voces de rechazo tanto a la flamante
ministra, como a la medida en sí misma. ¿De dónde provienen los ataques? Sencillamente,
se trata del viejo país, el de los privilegios eternos, el de las prerrogativas
consagradas para un puñado de apellidos y para un minúsculo cenáculo de
fortunas. Son los mismos que hace dos siglos hicieron abortar lo más
transformador y revolucionario de Mayo, los que hace un siglo y medio primero
impusieron el dilema “civilización o barbarie”, y después determinaron quiénes
eran los civilizados y quiénes los bárbaros. Luego, bajo el amparo de ese
esquema –elevado a la categoría de “dictum” supremo de la oligarquía vernácula-
se dedicaron a practicar todas las formas posibles del exterminio a lo largo de
doscientos sangrientos años. A golpes de
barbarie, impusieron una civilización cuyos pilares son la injusticia, la
inequidad y la exclusión.
Pero, como dijera Buenaventura Luna, “una forma de
civilización puede derrumbarse, y se derrumba. Pero la cultura no. A la larga,
el hombre siente la necesidad de buscarse en lo nacional, en sus cantares y en
sus coplas”. Lo medular de esta mirada es que cuestiona la sentencia que
escribiera Sarmiento pero que, ojito, aplicara con saña el mitrismo, el
originario, el de todas las masacres, el que formó y dio sustento a todos los
verdugos, el mismo que hoy maneja las grandes corporaciones mediáticas. Pero
decíamos que las civilizaciones se derrumban pero la cultura permanece, y si
confirmamos que esto es así, entonces el verdadero dilema es “civilización o
cultura”. Nótese, además, que el poeta habla de la necesidad del pueblo de
“buscarse en lo nacional”. Y si ello sucede es porque, en estas tierras, la así
llamada “civilización” siempre ha representado una manera menesterosa de
insertarnos dentro del mercado mundial que manejan “las civilizaciones más
avanzadas”, es decir los grandes imperios. Siendo más explícitos: para que en
Siglo XIX fuésemos “la granja” que abastecía a los talleres ingleses, el
mitrismo pasó a degüello a los gauchos que defendían los telares y las
hilanderías de sus economías regionales. Lo que equivale a decir que aquellos
montoneros murieron por sostener un modo de hacer las cosas que, si se mira
bien, es una forma de estar en el mundo. Una cultura propia, no una copia.
Y cuando Dojorti afirma que el hombre se busca “en
sus cantares y en sus coplas” ante el fracaso de la civilización (porque, a la
larga, las civilizaciones se derrumban), está pensando en el antiguo refrán que
rezaba: “Así se escribe la historia de nuestra tierra, paisanos: en los libros,
con borrones, y con cruces en los llanos”. Lo popular rescata, cobija y
resguarda la verdadera Historia, que es la historia de la cultura de los
pueblos, y no la que “escriben los que ganan”. Las “cruces de los llanos”, los
esqueletos de polvorientas tumbas sin nombres, la sangre tumultuosa de los
anónimos, nos impelen a terminar de dar vuelta la tortilla para que esta vez,
como dijo Roberto Caballero, “la Historia la ganen los que escriben”. Y por eso
un Ministerio de Cultura. Porque nosotros mismos estamos escribiendo la
Historia, y esas escrituras deben ir al encuentro de nuestras mejores
tradiciones culturales que hablan de justicia, equidad e inclusión. Que hablan,
incluso, de que en los días más felices siempre se buscó, y se busca todavía,
que el amor venza al odio.
El Amor al Otro es el mandamiento más alto de la Cultura,
y por ello se escuchan apesadumbradas voces que reflejan “el malestar en la
civilización”. Una civilización que se acostumbró a no encontrar diques que
reprimieran su compulsión al crimen y al saqueo. Que adiestró a las clases
dirigentes en formas cada vez más lacerantes de asesinato y depredación sin
freno, sin culpa ni remordimiento. “El malestar en la civilización”, como
síntoma, nos dice que vamos muy bien. Y que el Ministerio de Cultura debe
reafirmar, por todos los medios a su alcance, la dignidad, la dicha y el
orgullo de ser nosotros mismos dentro de nuestra Cultura Nacional y Popular.
Por Carlos Semorile.