jueves, 29 de mayo de 2014

Los paraguas de Mayo



Crecimos con la leyenda de que la Plaza se cubrió de paraguas aquella decisiva mañana de mayo. Era una imagen distorsionada con “vecinos bien”, reunidos en una cordial asamblea sin plebe, sin orilleros y, sobre todo, sin conflictos. Reconozcamos, sin embargo, que el cuadro tenía su encanto y que, tal vez sin proponérselo, nos terminaron infundiendo que, bajo aquellos paraguas, había un pueblo bancando los trapos ahí donde las papas queman.

El conocido relato viene a cuento de lo sucedido este 25 de mayo, cuando la Presidenta –tras dar su discurso- recorrió la pasarela cercana a la multitud, y desde allí le alcanzaron un paraguas azul y blanco. Cristina tomó ese paraguas con las imágenes de ella y Néstor y la consigna Unidos y Organizados, y le hizo un gesto pícaro a quien se lo había alcanzado, como diciendo “mirá que me lo llevo”. Y así fue nomás, porque ella no dejó de moverse y bailar hasta que finalmente salió de escena llevándose consigo el paraguas militante.  
  
Doscientos cuatro años después, uno de los famosos paraguas de mayo entró, en las mejores manos, a la Casa Rosada. Y ahí va a estar por lo menos hasta octubre de 2015, aguantando fingidos chubascos, y soportando inventadas borrascas, diluvios imaginarios. Porque, se fijaron?, ya no llueve los 25 de Mayo. Entonces tomamos la sana costumbre de juntarnos a celebrar, llenos de orgullo, que somos -y queremos seguir siendo- una Nación emancipada. Y andamos tan felices que por ahí alguno, de puro jodón, hasta lleva un paraguas como los de antes. Un paraguas que, a fuerza de guapezas, viajó en la Historia para ver el final de esa maldita tempestad de dos siglos, esa tormenta cipaya que no nos permitía ser nosotros mismos.

Por Carlos Semorile.

domingo, 25 de mayo de 2014

La Plaza de nuestras libertades



Así la llamó el impar Scalabrini Ortiz. Y “mientras haya un solo pobre en la Patria” (como dice Cristina), la Plaza de Mayo seguirá siendo “la Plaza de nuestras libertades”, las libertades que conquistamos pero también las libertades que aún nos faltan. La que alguna vez fue “la Plaza de la Victoria” (y también “la Plaza del Fuerte”), sigue siendo el escenario central de la política argentina y permanece abierta a nuevas interpelaciones y a nuevos nombres. En ese  sentido, nos arriesgamos a decir que desde anoche podría ser nombrada como “la Plaza del Pensamiento Nacional”. Y no sólo porque la Presidenta haya rescatado la memoria luminosa y fecunda de don Arturo Jauretche, sino porque una multitud silenciosa la escuchó resignificar la idea de “unidad nacional” para que las grandes mayorías nacionales sepan asegurar un futuro que nos garantice “el sentido de pertenencia e identidad cultural”.

Estas nociones, fuertemente presentes en las reflexiones de los hombres de FORJA, cobran una actualidad inusitada cuando la Jefa del Estado dice que no puede haber “Revolución sin Pueblo”. Y lo dice, justamente, frente a una Plaza colmada de argentinas y argentinos que, a lo largo de esta década, han resistido el discurso cizañero de las corporaciones mediáticas y no han dejado su “sentido de pertenencia e identidad cultural” frente a las pantallas del odio y la desmoralización. No es poca cosa y, cuando se haga el recuento de esta jornada maravillosa, sería bueno que se tenga en cuenta que aquí hubo un pueblo que, como pedía Jauretche, no dejó que le robasen la alegría.

Conciente de la espesura de esta encrucijada entre lo nacional y los mezquinos intereses de facción, Cristina dice: "debemos tener fe en la patria, en la nación, en nuestra historia, en nuestras posibilidades, y para ello necesitamos de argentinos y argentinas convencidos". Y, al mismo tiempo, nos pide que no la miremos como a la esfinge de las tragedias griegas ya que “son ustedes los que saben muy bien qué clase de convicciones y certezas requiere la nación para seguir cambiando este destino que algunos nos quieren imponer y que empezamos a torcer el 25 de mayo de 2003". No hay misterios porque “el futuro vino y llegó para quedarse”.

El futuro tiene nombres –inclusión, equidad, igualdad-, nombres que son legados de un pasado glorioso, de otra década de formidables transformaciones sociales, de una épica social y cultural que ya es parte de nuestra mejor tradición política. Y para asegurar/conquistar ese presente/futuro es necesario mantenernos unidos, pero no de cualquier modo ni para despilfarrar el presente y rifar el futuro: "No me interesa la unidad nacional para volver para atrás, no me interesa la unidad nacional para no ocuparse de los pobres, no me interesa la unidad nacional que tengo que decir que sí a culturas que no tienen nada que ver con nuestra historia y necesidad".

Nuestra necesidad es la cristiana necesidad de amarnos los unos a los otros, y brindarnos el mutuo respeto del pan, el cobijo y la palabra. Eso es una cultura que piensa sin egoísmos, que abraza sin prejuicios, que incluye a los más desposeídos. Y que, “mientras haya un solo pobre en la Patria”, seguirá convocando a las multitudes argentinas a reunirse en “la Plaza de nuestras libertades”. Para seguir pensando en nacional, para que todas y todos podamos ser dichosos bajo este cielo y sobre este suelo de los argentinos.

Por Carlos Semorile.

jueves, 22 de mayo de 2014

Los trenes de Cristina



No sé si les pasa, pero en casa la de las relaciones sociales es mi compañera y el parco soy yo: a ella, “la gente” le habla, y a mí me ignoran, lo cual es bueno para todos. Hace unos meses, estábamos comprando verduras en uno de los chinos del barrio, y en la cola un niño de unos cuatro años “sacó el tema” de “los trenes de Cristina Fernández de Kirchner”. La madre de la criatura, un ejemplar prototípico de la clase media, se apresuró a declarar su fobia anti-K, dando por sentado que íbamos a festejarle la gracia. Manifestadas nuestras divergencias, y aclarados los tantos, ella nos contó que el pibe la tenía harta pidiéndole que lo llevase a ver “los trenes de Cristina”. Nos reímos un rato los tres –menos el chiquito, que insistía-, y nos despedimos aconsejándole visitar Tecnópolis.

Luego, comentando el hecho, no pudimos pasar por alto que el gurí tenía las cosas más claras que su propia madre. Y hoy, viéndola a Cristina inaugurar las nuevas formaciones del Sarmiento, me acordé de ellos y me imaginé un cuadro de Santoro: “El niño nacional dándole la sopa popular a la mamá gorila”. Y también me vinieron a la mente las palabras del compañero Jorge Marinovich, cuando dice que debemos tener “la claridad de entender este proyecto, que no pide intelectuales ni sabios, sólo te pide no ser pelotudo”. Eso mismo digo: si mirás bien “los trenes de Cristina”, con “no ser pelotudo” alcanza.            

Carlos Semorile.

viernes, 16 de mayo de 2014

El Ministerio de Cultura y “el malestar en la civilización”



Apenas se supo que Cristina creaba el Ministerio de Cultura, comenzaron a oírse altisonantes voces de rechazo tanto a la flamante ministra, como a la medida en sí misma. ¿De dónde provienen los ataques? Sencillamente, se trata del viejo país, el de los privilegios eternos, el de las prerrogativas consagradas para un puñado de apellidos y para un minúsculo cenáculo de fortunas. Son los mismos que hace dos siglos hicieron abortar lo más transformador y revolucionario de Mayo, los que hace un siglo y medio primero impusieron el dilema “civilización o barbarie”, y después determinaron quiénes eran los civilizados y quiénes los bárbaros. Luego, bajo el amparo de ese esquema –elevado a la categoría de “dictum” supremo de la oligarquía vernácula- se dedicaron a practicar todas las formas posibles del exterminio a lo largo de doscientos sangrientos años.  A golpes de barbarie, impusieron una civilización cuyos pilares son la injusticia, la inequidad y la exclusión. 

Pero, como dijera Buenaventura Luna, “una forma de civilización puede derrumbarse, y se derrumba. Pero la cultura no. A la larga, el hombre siente la necesidad de buscarse en lo nacional, en sus cantares y en sus coplas”. Lo medular de esta mirada es que cuestiona la sentencia que escribiera Sarmiento pero que, ojito, aplicara con saña el mitrismo, el originario, el de todas las masacres, el que formó y dio sustento a todos los verdugos, el mismo que hoy maneja las grandes corporaciones mediáticas. Pero decíamos que las civilizaciones se derrumban pero la cultura permanece, y si confirmamos que esto es así, entonces el verdadero dilema es “civilización o cultura”. Nótese, además, que el poeta habla de la necesidad del pueblo de “buscarse en lo nacional”. Y si ello sucede es porque, en estas tierras, la así llamada “civilización” siempre ha representado una manera menesterosa de insertarnos dentro del mercado mundial que manejan “las civilizaciones más avanzadas”, es decir los grandes imperios. Siendo más explícitos: para que en Siglo XIX fuésemos “la granja” que abastecía a los talleres ingleses, el mitrismo pasó a degüello a los gauchos que defendían los telares y las hilanderías de sus economías regionales. Lo que equivale a decir que aquellos montoneros murieron por sostener un modo de hacer las cosas que, si se mira bien, es una forma de estar en el mundo. Una cultura propia, no una copia.

Y cuando Dojorti afirma que el hombre se busca “en sus cantares y en sus coplas” ante el fracaso de la civilización (porque, a la larga, las civilizaciones se derrumban), está pensando en el antiguo refrán que rezaba: “Así se escribe la historia de nuestra tierra, paisanos: en los libros, con borrones, y con cruces en los llanos”. Lo popular rescata, cobija y resguarda la verdadera Historia, que es la historia de la cultura de los pueblos, y no la que “escriben los que ganan”. Las “cruces de los llanos”, los esqueletos de polvorientas tumbas sin nombres, la sangre tumultuosa de los anónimos, nos impelen a terminar de dar vuelta la tortilla para que esta vez, como dijo Roberto Caballero, “la Historia la ganen los que escriben”. Y por eso un Ministerio de Cultura. Porque nosotros mismos estamos escribiendo la Historia, y esas escrituras deben ir al encuentro de nuestras mejores tradiciones culturales que hablan de justicia, equidad e inclusión. Que hablan, incluso, de que en los días más felices siempre se buscó, y se busca todavía, que el amor venza al odio.

El Amor al Otro es el mandamiento más alto de la Cultura, y por ello se escuchan apesadumbradas voces que reflejan “el malestar en la civilización”. Una civilización que se acostumbró a no encontrar diques que reprimieran su compulsión al crimen y al saqueo. Que adiestró a las clases dirigentes en formas cada vez más lacerantes de asesinato y depredación sin freno, sin culpa ni remordimiento. “El malestar en la civilización”, como síntoma, nos dice que vamos muy bien. Y que el Ministerio de Cultura debe reafirmar, por todos los medios a su alcance, la dignidad, la dicha y el orgullo de ser nosotros mismos dentro de nuestra Cultura Nacional y Popular.

Por Carlos Semorile.

lunes, 12 de mayo de 2014

Los comemierda



Los cubanos tienen un epíteto genial para aquellos que se irrespetan a sí mismos mediante la ingesta de basura: son los “comemierda”. El término es preciso, incluso quirúrgico, al señalar a quienes eligen comer mierda habiendo muchas otras opciones para nada repugnantes. Pero, como dice la canción, “cada uno es como es, cada quien es cada cual”.

Esto viene a cuento de la bajeza de la periodista del grupo Clarín que hoy pretendió confundir los tantos en la conferencia de prensa de Cristina y Bachelet. En rigor de verdad, la clarinista no preguntó nada, y le cabe la misma respuesta que alguna vez le diera el Che Guevara a una periodista gringa: “Usted tiene la tendencia de hacer declaraciones bajo la forma de preguntas”.

Este es el pan ajeno que cada día nos quiere hacer tragar la prensa canalla. Pero el episodio de esta tarde me hizo pensar que ya no distinguen entre la realidad –la Casa Rosada, las Presidentas, el presidente de Aerolíneas Argentinas, los resultados de las elecciones, la institucionalidad toda como bien le señalara Cristina-, y los groseros sketches de Lanata y su troupe. “Contra gustos, no hay disputa”. Pero, muchachos, si siguen así de comemierdas, no saben el porrazo que se van a pegar en 2015.

Por Carlos Semorile.

Anoche estuve en Albania



No lo soñé. A lo sumo, me vinieron imágenes de la vieja Cortina de Hierro, y flasheé con el más pobre, el más controlado y el más gris de los países del este europeo durante la Guerra Fría. Las cosas sucedieron de este modo: unos amigos me invitaron a un evento a realizarse en la Sala Enrique Muiño del Centro Cultural San Martín y yo, que hace mucho que no transitaba por esa comarca, tuve un primer topetazo al pretender ingresar por donde lo hice toda la vida, es decir, por el gran hall central. Eso sería en el antiguo régimen. No me lo dijeron, pero me lo dieron a entender dos uniformados pro-soviéticos. Vamos a llamarlos Katiushka y Sergei, quienes me indicaron el modo correcto de proceder: volver a atravesar el patio techado, esperar que se abran las puertas corredizas y salir a la intemperie, para ingresar por Sarmiento 1551 a una suerte de aduana en la que una decena de colegas de Sergei y Katiushka permanecen apostados y con cara de “no creas  que vas a pasar tan fácil por acá”. Sin que nadie me preguntara nada –porque a esa altura ya me sabía culpable de lesa cultura-, les dije que me dirigía a la Sala Muiño. Miraron al unísono la “señalética” del lugar (a los carteles ahora se les dice así), y confirmaron que en ese edificio funciona “algo” que lleva ese nombre. Me pidieron entonces un número de documento, luego que les deletreara mi itálico apellido, y finalmente me tomaron una foto por si acaso estuviera pensando en secuestrar a “la Muiño”.

Una vez en el hall, advertí que la “aduana” recorta e impide, arquitectónicamente hablando, una de las vistas más lindas que tenía ese espacio: la de poder mirar hacia la calle y, a la vez, hacia el subsuelo. Compungido, tomé el ascensor que me depositó en el 4º piso y allí esperé a mis cuates frente a una serie de oficinas tapiadas (no, no hay otra palabra) por paneles negros (sí, negrísimos). De estos cubículos, cada tanto salía algún empleado a pegar un cartel hecho a mano –“Basta de verso”- en el que se reclamaba el pago inmediato de los salarios adeudados a los contratados. Algo falla en el área de suministros de esta nueva administración porque, al rato de estar pegados, la cinta adhesiva se despegaba y los reclamos se venían al suelo. Allí los dejaban estar los funcionarios de más rango que acertaban a transitar el pasillo, lo mismo que una joven que hablaba por un sistema de radio llamadas y que insistía en pedir auxilios diversos para “la Minio” (que Don Enrique no se entere!). Adentro de la sala, el panorama empeoraba sustantivamente. Había, me enteré, unos cables pelados y un cortocircuito había hecho saltar una térmica: cuando llegaron “los eléctricos”, unos se inclinaban por una solución pasajera, y otros por otro tipo de salvataje, también efímero. Mientras tanto, dos muchachos intentaban enmascarar un tacho de luz, y lo hacían trepados a una escalera que era una invitación al suicidio. Tal vez son los famosos “contratados”, pensé, y es muy injusto que no les paguen ya que sin ellos esto terminaría de desplomarse, del mismo modo que un día se vino abajo el famoso Telón de Acero.

Pero esto no es nada. Porque mientras todo el mundo se repartía en mil tareas en la previa del proyectado espectáculo, aparecieron dos burócratas para exigir una “lista de invitados” para que la milicada de la aduana procediera a identificar a los asistentes al festival. Las muchachas encargadas de la organización argumentaron que eso era imposible de saber dado el carácter abierto y gratuito que tenía la velada. Además, explicaban, si a cada asistente le iban a aplicar el sistema de “DNI, más nombre y foto”, el público terminaría de ingresar cuando el show estuviese finalizando. “Son órdenes de la Directora”, repetían los lacayos sin que se les moviese un solo músculo de sus caripelas. Creyendo aún que podían convencerlos de alguna manera, las pibas les señalaron lo más obvio –y lo más increíble- de todo: nada menos que el propio Gobierno de la Ciudad era el sponsor del programa, y lo bancaba la secretaría de Hernán Lombardi. “Son órdenes de la Directora”, dijeron por última vez e hicieron mutis por el foro.

Se me acaba el espacio, y no los quiero distraer más, así que vayamos de una a la moraleja. Si alguien en su sano juicio cree que el PRO sirve para gestionar algo (lo que sea: una ciudad, un club de barrio, un consorcio mediano), que se desengañe ahorita mismo. No hay, ni hubo ni habrá nunca jamás, la más mínima eficiencia en los “globos” que vende el Niño Mauricio. El camino más corto al sovietismo, a la ineficacia, al destrato, a la burocracia y al sistema policíaco, pasa por seguir votando a los farsantes de amarillo. Se los dice un servidor que anoche estuvo en Albania.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 7 de mayo de 2014

“Hay algunos que parece que les gusta…”



El incidente “Violetta” deja alguna tela –no demasiada, tampoco exageremos- para cortar. Supongamos que el Niño Mauricio no estuviese exento de ingenio, y que dijera piropos como "culo" y permitiese que lo fotografíen mirándole los pechos a una "teen" para "humanizarse" ante "la gente". Sí, supón que lo hace o que “le sale” -y después lo usa- para volverse “uno más” ante esos mismos vecinos a los que en todas sus decisiones políticas los trata como "teenagers" y, de paso, les toca bien el culo. Digo, es un suponer, pero si fuera esa la movida del dizque ingeniero, ¿sirve de algo la indignación exclusivamente “moral”, en vez de encontrarle la vuelta política a esta ciudad malamente emancipada y, de paso, a la agenda que constantemente nos marcan los medios? ¿La indignación puramente moral no nos lleva de las narices a una salida “ética” –pero no política- como ya sucediera en los albores de la “Alianza”? No es una pregunta simpática, pero nos puede servir para esquivar el falso dilema entre la corrupción y la honestidad (como máximas inmutables de la vida en comunidad), y plantear el debate en términos de pueblo o corporaciones.

Cuando uno piensa en este personaje y sus “ambientaciones”, es insoslayable evocar la figura y las puestas en escena del ex presidente Menem: la misma lógica y la misma ortodoxia liberal, acompañadas de una misma complacencia de una parte de la sociedad. Respecto de esto último, recuerdo siempre un viaje en taxi de mi tío Marucho, un recorrido breve y fuertemente debatido que casi termina a las piñas. El taxista comenzó a elogiar las políticas privatistas del riojano y Marucho, que era de los que pensaban que las batallas hay que darlas todas y en todas partes, le fue rebatiendo cada una de sus afirmaciones. La discusión siguió enardecida cuando ya habían llegado a destino y se resolvía el tema del pago del viaje y su vuelto, situación que el tachero aprovechó para decir: “Lo que pasa es que Menem se los cogió a todos, y por eso están calentitos”. La respuesta de Marucho fue antológica: “Sí, nos violó a todos pero mientras algunos nos opusimos, hay otros que parece que les gusta”.

Si alguna moraleja puede extraerse de aquí, es que efectivamente hay algunos cuantos porteños que parecen amar todos los globos o preservativos violetas que Macri tiene en su “merchandising”, ya sea para vender, ya sea para sodomizar. Y a estos, no hay indignación que los alcance: ni el piropeado culo, ni las tetas de Violetta (“si es una nena”), ni las escuchas telefónicas, ni las aulas containers, ni los derrumbes, ni la tala de árboles en la 9 de Julio, ni las inundaciones, ni que nos haya endeudado salvajemente, ni todo eso –y todo lo que faltaría enumerar- junto y empaquetado. Pero hay otros muchos que están a la espera de que superemos la etapa de la indignación anecdótica, y sepamos explicar -y comunicar- que todo ese conjunto de malas acciones son la cara visible de una política sin pueblo, sin alma  y sin corazón, destinada a joderles la vida a los que menos tienen, y a favorecer a un pequeño, pero poderoso, sector de la economía que siempre ha vivido esquilmando el patrimonio social acumulado de los argentinos. La salida de este infierno no es la falsa ética y la doble moral aliancista, sino las políticas sociales peronistas.

Por Carlos Semorile.

jueves, 1 de mayo de 2014

El Evangelio de Solentiname




La canonización de Juan Pablo II es, en palabras de Ernesto Cardenal, “una monstruosidad”. Creo que su afirmación nos expresa a millones de latinoamericanos que recordamos muy bien el modo en que el polaco humillara al sacerdote nicaragüense y, de paso, amonestara al Sandinismo todo. Tuve la fortuna de conocer un poquito de aquella experiencia revolucionaria asediada fuertemente con una guerra que estrangulaba su economía y, al mismo tiempo, minaba las reservas espirituales de una población condenada a subsistir con lo indispensable. Mientras los jóvenes reclutas nicas caían en emboscadas de “la contra”, y mientras el desabastecimiento horadaba la cotidianeidad de los hogares, “La Prensa” titulaba –parafraseando a Alfonsín- “como si realmente quisiera hacerle caer la fe y la esperanza al pueblo”. El diario de la viuda de Chamorro negaba olímpicamente la agresión extranjera, y fogoneaba el lógico cansancio ante la escasez y los faltantes que la propia oligarquía organizaba. De haber tenido un mínimo de objetividad, esta infame “tribuna de doctrina” hubiese “levantado” la noticia del periodista inglés que en pleno 1987 se metió en los campamentos que los marines tenían en Honduras y descubrió con asombro que la gran mayoría de esos soldados yanquis estaba convencida –“comics” y películas mediante- de que los EE.UU. habían ganado la Guerra de Vietnam. Sí, así de estúpido como lo leen.

Pero la Nicaragua que conocí era otra: los pibes, descalzos como los nuestros, armaban una cancha de béisbol en cualquier calle, la solidaridad estaba al alcance de las manos, y la falta de luz y de agua se gambeteban con puteadas pero también con amplias sonrisas. Las manifestaciones eran masivas y, aunque yo extrañaba nuestro folklore de bombos y cantitos, las muchachas y muchachos se bailaban unas ricas salsas antes de que comenzara a hablar, por ejemplo, el comandante Tomás Borge (el Castelli de la Revolución Sandinista). También armaban altas pirámides humanas como una suerte de competencia entre grupos diversos, pirámides que se derrumbaban en un estrépito de aullidos y carcajadas. En ese clima, entre la tensión y la descarga, no me resultó extraño ver en una pared de Masaya –si mal no recuerdo- una pintada que rezaba: “FSLN es amor”.

Esa certeza, a pesar de los pesares, estaba en el corazón de las masas nicaragüenses. Lo comprobé en las islas del gran lago de Nicaragua, islas que hiciera famosas el padre Cardenal con su libro “El Evangelio en Solentiname”. En el marco de la Teología de la Liberación, su lectura de las Sagradas Escrituras había cobijado al grupo de jóvenes rebeldes que fracasó al atacar el Cuartel de San Carlos. La represión del somocismo fue brutal y se ensañó especialmente con “los muchachos” y destruyó el humilde templo de la comunidad cristiana de Solentiname. Bajo el Sandinismo, sin embargo, aún los ex guardias somocistas eran admitidos en las escuelas de dibujo y pintura primitivista, estilo propio de las islas. La capilla había sido reconstruida, y en sus paredes podían verse dibujos de una sensibilidad y de una belleza extraordinarias. Las personas caminaban lento dentro de la sencilla iglesia y hablaban quedamente entre sus paredes blanquedas y el techo de maderos y cañas. Era como estar en alguno de los sitios consagrados en la Biblia por haber ocurrido allí una matanza de semejantes, un hecho de una enormidad tal que ninguna religión dejaría de reprobar. A esa tierra de paz, llegó un día un Papa con la intención de separar los dos términos de la ecuación sandinista: cristianismo y revolución. Ahora, nos dicen que es santo. Cuesta creerlo. Cuesta imaginarlo siquiera. Los latinoamericanos seguimos creyendo en El Evangelio de Jesús, el Cristo de Solentiname.

Carlos Semorile.