Desconfío,
pero lo escucho porque ya se embaló solito y ahora me habla casi al oído, como
si fuésemos carbonarios en medio de una conspiración: asegura que por ahora la
gente tiene plata pero dice –como si
fuese Joseph Stiglitz- que para mayo/junio la cosa se va a estancar.
Mi compañera
se suma a la charla creyendo que es una conversación, pero el postman sigue con
su monólogo alucinado que incluye cada vez más sombríos pronósticos a futuro y
su alegría porque ahora no va a pagar impuesto a las ganancias: “El último mes
cobré 16.000 pesos, y la Hija de Puta me sacó 2.400 pesos para dárselos a sus
vagos”.
Le hacemos un
silencio que es como un badén, y en esos segundos pienso en decirle sólo
algunas de las respuestas posibles: que gana $16.000 gracias a la Hija de Puta,
que su Presidente le acaba de robar la mitad de esa suma, y que los $2.400 se
le van a esfumar de sus manos antes de que alcance a terminar de contarlos.
Pero el badén
de silencio ha servido para que advierta que hablaba con el enemigo, y cruza la
calle y se aleja raudo, avanzando presuroso hacia su propia perdición. Algunas
veces lo vi repartir correspondencia en el edificio en que ambos vivimos. Sería
muy triste que para mayo/junio él mismo deba entregarse el telegrama que uno
nunca desea recibir.
Aquí comienza
la segunda parte del relato, una escena ocurrida hace apenas instantes con los
mismos personajes, pero no en la misma situación: hace un par de meses, el
cartero recibió nomás su telegrama de despido.
Vuelve a verme
con la bici en la puerta del edificio, y me encara casi sin preámbulos: me dice
que hace un día hermoso para salir a pasear y agrega que para eso hace falta
dinero, pero nadie tiene un mango “por culpa de Éste” (mi vecino tiene un
temita con los nombres propios), y me habla de todas las fábricas y comercios
que han cerrado, y de las que van a seguir cerrando hasta que “Éste” se vaya.
Creo que es
una ocasión propicia para meter un bocadillo memorioso de otra dizque charla
que mantuvimos sobre estas mismas baldosas, pero él vuelve a probarse el traje
de Stiglitz y augura que aquellas fábricas, talleres y comercios reabrirán sus
puertas apenas vuelva “la Otra”, a quien ahora –apenas tres años después de
pensar que era una “Hija de Puta”- considera capaz de traer “las inversiones
que el país necesita”.
Me parece
escuchar el eco de las conversaciones que mantenían Mariano y Bernardo, pero no
importa. Interesa, sí, que este hombre apesadumbrado ha comenzado a escribir una
carta que contiene sus esperanzas y que hoy sería capaz de poner su rúbrica y
enviársela a “la Otra”. No la menciona por su nombre, pero la sabe dispuesta.