Suponemos que
así debió sentirse Macrón cuando bajó del avión, y terminó saludando a un
laburante de chaleco amarillo, quien acaso le dijo la frase del título: “Lo
siento”. Y tal vez agregó: “No tengo el gusto”.
Pero la
verdadera desolación es la del lenguaje que hablan nuestros “comunicadores”, un
idioma lleno de vallas, empalizadas, tapias, cercados, parapetos y trincheras,
desde las cuales se regodean hasta la náusea hablando del único tema que los
desvela: “la seguridad”. Cuando se escriba la historia de este período de
brutales retrocesos sociales y mortificación ciudadana, espero se les recuerde
adecuadamente.
Mientras tanto, y aprovechando que arrancamos
con un franchute, acudamos a otro, Michel Foucault, quien en “Las palabras y las cosas” hizo algunas
reflexiones que conviene recordar:
“Lo que nos dejan las civilizaciones y los pueblos
como monumentos de su pensamiento, no son los textos, sino más bien los
vocabularios y la sintaxis, los sonidos de sus idiomas más que las palabras
pronunciadas, menos sus discursos que lo que los hizo posibles: la
discursividad de su lenguaje”.
Luego, cita a
Diderot: “El idioma de un pueblo nos da
su vocabulario y su vocabulario es una biblia bastante fiel de todos los
conocimientos de ese pueblo; sólo por la comparación del vocabulario de una
nación en épocas distintas, nos formaremos una idea de su progreso. Cada
ciencia tiene su nombre, cada noción de la ciencia tiene el suyo, todo lo que
se conoce de la naturaleza ha recibido una designación, lo mismo que lo que se
ha inventado en la artes y los fenómenos, las maniobras y los instrumentos”.
Y concluye
Foucault: “De allí, la posibilidad de
hacer una historia de la libertad y de la esclavitud a partir de los idiomas, o
aun una historia de las opiniones, de los prejuicios, de las supersticiones, de
las creencias de todos los órdenes, sobre las cuales los escritos dan siempre
un testimonio menos bueno que las palabras mismas”.
Lo que estamos
escuchando por cadena nacional es un breviario de prejuicios xenófobos, de
supersticiones maliciosas –como el invento de “la seguridad”-, de creencias
emponzoñadas que aseguran la primacía de los muy poderosos por sobre el resto
del género humano. En suma, en el sonido de este idioma monótono y esquemático,
se anida la esclavitud de quienes son seducidos por una discursividad que
esconde, y esconde bien, su mero carácter de opinión, mientras se vende como
verdad única. Es el lenguaje de la indigencia de quienes se han auto expulsado
de la cultura, y de cualquier tradición comunitaria realmente valiosa y digna.
Por Carlos
Semorile.