viernes, 28 de diciembre de 2018

De las narices


   Hace dos años y medio, a través de las redes, recomendé fervorosamente leer esta suerte de crónica de la obra pública realizada en la Argentina durante los 12 años de los gobiernos de Néstor y Cristina, donde en cada página se constata lo del título: Planificación y federalismo en acción. El único error de este ensayo es no haber sido editado antes. El error de muchas “almas bellas” del “palo” es hacer como si no existiesen ni el libro, ni las obras, ni los millones invertidos en ellas para salir del “primitivismo agropecuario”.

   Aquí están los números, rubro por rubro, por si le interesa verlos. El libro es voluminoso, porque las obras fueron muchas, y muchos los dineros invertidos en ellas. A usted, sin embargo, el libro puede llegar a costarle -a lo sumo- 120 pé, que es el precio máximo por el que puede encontrarlo en las mesas de saldos de las librerías del centro porteño. Si lo lee, tal vez se le despejen algunas dudas acerca de cómo se manejaron los dineros públicos durante la década ganada. Y acaso entienda la enormidad del circo que se ha montando alrededor de Julio De Vido, para encanarlo, y que su martirio sirva como escarmiento. Pero, ¿saben qué? Somos muchos los que, siguiendo el ejemplo del compañero De Vido, no nos flagelamos un carajo.

Por Carlos Semorile.

domingo, 2 de diciembre de 2018

Je suis désolée


Suponemos que así debió sentirse Macrón cuando bajó del avión, y terminó saludando a un laburante de chaleco amarillo, quien acaso le dijo la frase del título: “Lo siento”. Y tal vez agregó: “No tengo el gusto”.

Pero la verdadera desolación es la del lenguaje que hablan nuestros “comunicadores”, un idioma lleno de vallas, empalizadas, tapias, cercados, parapetos y trincheras, desde las cuales se regodean hasta la náusea hablando del único tema que los desvela: “la seguridad”. Cuando se escriba la historia de este período de brutales retrocesos sociales y mortificación ciudadana, espero se les recuerde adecuadamente.

 Mientras tanto, y aprovechando que arrancamos con un franchute, acudamos a otro, Michel Foucault, quien en “Las palabras y las cosas” hizo algunas reflexiones que conviene recordar:  

“Lo que nos dejan las civilizaciones y los pueblos como monumentos de su pensamiento, no son los textos, sino más bien los vocabularios y la sintaxis, los sonidos de sus idiomas más que las palabras pronunciadas, menos sus discursos que lo que los hizo posibles: la discursividad de su lenguaje”.

Luego, cita a Diderot: “El idioma de un pueblo nos da su vocabulario y su vocabulario es una biblia bastante fiel de todos los conocimientos de ese pueblo; sólo por la comparación del vocabulario de una nación en épocas distintas, nos formaremos una idea de su progreso. Cada ciencia tiene su nombre, cada noción de la ciencia tiene el suyo, todo lo que se conoce de la naturaleza ha recibido una designación, lo mismo que lo que se ha inventado en la artes y los fenómenos, las maniobras y los instrumentos”.

Y concluye Foucault: “De allí, la posibilidad de hacer una historia de la libertad y de la esclavitud a partir de los idiomas, o aun una historia de las opiniones, de los prejuicios, de las supersticiones, de las creencias de todos los órdenes, sobre las cuales los escritos dan siempre un testimonio menos bueno que las palabras mismas”.

Lo que estamos escuchando por cadena nacional es un breviario de prejuicios xenófobos, de supersticiones maliciosas –como el invento de “la seguridad”-, de creencias emponzoñadas que aseguran la primacía de los muy poderosos por sobre el resto del género humano. En suma, en el sonido de este idioma monótono y esquemático, se anida la esclavitud de quienes son seducidos por una discursividad que esconde, y esconde bien, su mero carácter de opinión, mientras se vende como verdad única. Es el lenguaje de la indigencia de quienes se han auto expulsado de la cultura, y de cualquier tradición comunitaria realmente valiosa y digna.

Por Carlos Semorile.

martes, 20 de noviembre de 2018

“El cartero siempre llama dos veces”

La primera parte de este relato ocurrió en el verano de 2016. Salíamos de casa con las bicis y nuestro vecino cartero nos saca conversación: que las gomas se desinflan solas con el frío (hace un calor africano), que las cámaras están carísimas y, acá quería llegar él, que hoy fue a comprarse zapatos y que no había un alma en la zona comercial del barrio.

Desconfío, pero lo escucho porque ya se embaló solito y ahora me habla casi al oído, como si fuésemos carbonarios en medio de una conspiración: asegura que por ahora la gente tiene plata pero dice –como si  fuese Joseph Stiglitz- que para mayo/junio la cosa se va a estancar.

Mi compañera se suma a la charla creyendo que es una conversación, pero el postman sigue con su monólogo alucinado que incluye cada vez más sombríos pronósticos a futuro y su alegría porque ahora no va a pagar impuesto a las ganancias: “El último mes cobré 16.000 pesos, y la Hija de Puta me sacó 2.400 pesos para dárselos a sus vagos”.

Le hacemos un silencio que es como un badén, y en esos segundos pienso en decirle sólo algunas de las respuestas posibles: que gana $16.000 gracias a la Hija de Puta, que su Presidente le acaba de robar la mitad de esa suma, y que los $2.400 se le van a esfumar de sus manos antes de que alcance a terminar de contarlos.

Pero el badén de silencio ha servido para que advierta que hablaba con el enemigo, y cruza la calle y se aleja raudo, avanzando presuroso hacia su propia perdición. Algunas veces lo vi repartir correspondencia en el edificio en que ambos vivimos. Sería muy triste que para mayo/junio él mismo deba entregarse el telegrama que uno nunca desea recibir.

Aquí comienza la segunda parte del relato, una escena ocurrida hace apenas instantes con los mismos personajes, pero no en la misma situación: hace un par de meses, el cartero recibió nomás su telegrama de despido.

Vuelve a verme con la bici en la puerta del edificio, y me encara casi sin preámbulos: me dice que hace un día hermoso para salir a pasear y agrega que para eso hace falta dinero, pero nadie tiene un mango “por culpa de Éste” (mi vecino tiene un temita con los nombres propios), y me habla de todas las fábricas y comercios que han cerrado, y de las que van a seguir cerrando hasta que “Éste” se vaya.

Creo que es una ocasión propicia para meter un bocadillo memorioso de otra dizque charla que mantuvimos sobre estas mismas baldosas, pero él vuelve a probarse el traje de Stiglitz y augura que aquellas fábricas, talleres y comercios reabrirán sus puertas apenas vuelva “la Otra”, a quien ahora –apenas tres años después de pensar que era una “Hija de Puta”- considera capaz de traer “las inversiones que el país necesita”.

Me parece escuchar el eco de las conversaciones que mantenían Mariano y Bernardo, pero no importa. Interesa, sí, que este hombre apesadumbrado ha comenzado a escribir una carta que contiene sus esperanzas y que hoy sería capaz de poner su rúbrica y enviársela a “la Otra”. No la menciona por su nombre, pero la sabe dispuesta.

Por Carlos Semorile.