miércoles, 26 de noviembre de 2014

La bandera es la esperanza



Cuando apareció Guido Ignacio Carlotto recordamos aquella sentencia genial de Jauretche que reza: “La lección más importante de la historia es que la revancha no es bandera: la bandera es la esperanza”. Nadie puede dudar, y nadie en su sano juicio lo hace, que las Abuelas no levantaron jamás una bandera de revancha, y que en cambio siempre supieron sembrar esperanzas. Lo mismo puede decirse de Néstor y Cristina, y es por eso que cada logro material de esta década tiene su correlato en un anhelo concretado o en un nuevo sueño que nace gracias a este proceso. Quien quiera historiar los años transcurridos de 2003 a la fecha y deje a un lado este componente espiritual, no sólo será injusto sino errado. Las grandes mayorías argentinas del presente miran el devenir con optimismo porque hay una fuerza política, una sola pero consolidada y gobernando, que levanta bien alto la bandera de la esperanza.

La imagen en alza de Cristina y del FPV no pueden ser leídas al margen de esta esperanza que muchos decimos en voz alta, y que otros silencian por prudencia o porque todavía anida en ellos alguna desconfianza que les impide alcanzar el más alto de los sentimientos. “Sin una creencia el hombre vale menos que un hombre. Sus poderes se amenguan, su vitalidad se marchita”. Lea de nuevo esta frase de Scalabrini, y piense si no pinta de cuerpo entero al conjunto de la oposición y a sus mascaradas horrendas. Por eso vamos a ganar de nuevo, porque sembramos esperanzas y ellos marchitan creencias. Pero, ojo, elijamos bien al candidato. Porque sería muy triste habernos erguido en la vertical de la dignidad humana para rifar todo lo conquistado porque algún vivo repite el evangelio de la década ganada, pero luego no tiene ni el coraje, ni las ideas ni la voluntad de sostener para todos la bandera de la esperanza.

Por Carlos Semorile.

Abrazar al cantor



En el día de la música, las redes sociales se poblaron de canciones que adoramos, melodías de todas las horas de nuestras vidas. Recordé la “Tonada para dos tristezas”, con sus preguntas que son como heridas para las que no hay respuestas ni reparos, y también “Guitarrero” en la versión de Zitarrosa, por aquello de “no te vayas guitarrero, que se me apaga la luz del alma”. Resultó que una amiga venezolana “no lo tenía” al uruguayo, y entonces meta hacerle conocer algunas cosas suyas. Así fue como me enganché con un concierto de Zitarrosa en Canal 7, cuando la Argentina había recuperado la democracia y en Uruguay faltaba poco, pero faltaba aún. Las tribunas llenas de banderas y vibrantes de cánticos, eufóricas con las letras de don Alfredo, oyéndolo como en misa a él y a su formidable conjunto de guitarras. Y al final, rompiendo las estúpidas reglas de la tele, todita la gente abrazando y besando a su cantor.

No era habitual verlo así a Zitarrosa, quien tenía una estampa recia de criollo curtido y hombre poco dado a las exteriorizaciones. Hace treinta años fuimos a un recital suyo en Piriápolis, en un humilde club de barrio repleto de orientales y de turistas deseosos de escucharlo. Poco después de la hora anunciada, ya estaba sobre el tablado, atildado y dispuesto a comenzar. Pero sucedió que un fotógrafo -de los antes- se puso a hacerle fotos, y a un flashazo le seguía otro y así hasta que Zitarrosa le dijo que ya había hecho su trabajo y que ahora le rogaba -en un tono que nada tenía de ruego- que lo dejara hacer el suyo. Esa fue la primera lección de la noche. La segunda fue cuando mandó parar a sus guitarristas porque habían comenzado un tema en falso. Cuando arrancaron de nuevo, lo hicieron a tempo y ahí sí le puso voz a sus versos. Sólo él había notado el fallo, pero su oficio era la cosa más seria del mundo.

La misma actitud puede verse en el video de aquel recital en el canal público, cuando en reiteradas ocasiones pide que le mejoren el sonido a sus guitarreros. O cuando presenta a sus músicos, dos uruguayos, dos argentinos, cuatro guitarras “unplugged” sonando como orquestas celestiales. O el modo en que iba presentando sus canciones, sin grandes aspavientos ni soporíferas “introducciones” porque, al fin y al cabo, esos maravillosos temas se defendían solos. En fin…, la verdad es que se lo extraña a Zitarrosa. Ya no se hacen cantores así, con esa precisión y ese temple para ponerle el cuerpo a emociones tan privadas y a la vez tan de todos. “Un cantor nacional”, diríamos de este lado del charco, un tipo capaz de cantar una milonga, un tango o una zamba. Músicas del pueblo que el pueblo lleva en su prodigioso corazón, y por eso abrazar al cantor es como abrazar nada menos que a la esperanza.

Por Carlos Semorile.

domingo, 23 de noviembre de 2014

Lágrimas y reparaciones



Algunas compañeras ya lo andan anunciando en las redes sociales. Hay otras y otros que van a esperar a que Cristina termine su discurso del martes para confesar a viva voz lo mucho que se emocionaron. Y como todo es posible, habrá inclusive algunos pocos que no se lo digan ni a su sombra. Pero lo cierto es que hemos vivido, y aspiramos a seguir viviendo, años de lágrimas y reparaciones. Entre las reparaciones y las lágrimas se cruzan de mil modos lo social y lo íntimo, lo personal y lo comunitario, los dolores que nos atravesaron de tantas maneras y el desahogo que apareció ante tantas situaciones reparatorias en lo económico y en lo social, pero también en lo cultural y en lo simbólico. Llorar, a esta altura de la década ganada, ha dejado de ser un mero acto individual. Porque, aún cuando sea cierto que a cada quien su pañuelo, ya vamos sumando un mar de lágrimas dichosas y llantos reparadores.

“Estar en el mundo, es estar emocionados”, suele decir el Tata Cedrón, y es una verdad grande como una casa. Sólo que vivimos muchos, demasiados años en que las únicas emociones que nos daba la clase política eran la bronca, la rabia y la ira. Décadas en que llorábamos de dolor, angustia e impotencia. Quien lo olvida, traiciona sus emociones y pierde una parte crucial de su “estar en el mundo”. De estar “en esta tierra, en este instante”, de alegrarse de que la reparaciones vayan llegando a cada casa, a cada hermano, un día sí y otro también. Usted no puede, y nadie puede darse el lujo de tener el lagrimal seco cuando tantos ojos se humedecen al paso machacante de las reparaciones. Y si le agarran dudas –o peor: si se las siembran-, tenga presente los versos de Buenaventura Luna: “Quien de amores no se asiste, vive siempre resentido: desconfiá del aburrido, del mentiroso y del triste”.

Por Carlos Semorile.

domingo, 16 de noviembre de 2014

El cardumen preverbal



Hace tiempo que con los compañeros Teresa Perrone y Jorge Ruiz de Larrea venimos chacoteando con el nombre que mejor le cabría a la orfandad discursiva de “la Opo”, y a todos y cada uno de los indigentes lexicales que tienen como dirigentes. Tamaña indigencia pone de manifiesto una carestía del lenguaje que, lo quieran ellos o no, deja al desnudo una alarmante falta de ideas en uno de los momentos más álgidos del debate de la palabra pública argentina. Dicho de otro modo: no son sólo sus correligionarios los que pierden ante semejante ausencia del pensamiento y su articulación con las variables de la realidad nacional, sino que perdemos todos al no haber interlocutores con quienes discutir los temas que hacen al desenvolvimiento de la Nación. Desertan de dar quórum en el Congreso, y corren en grupete a que los regañen en los estudios de tevé. Siendo muy piadosos, parecen mascotas de diseño.

Pero si uno mira los carteles del último ágape cacerolo (esa mixtura extraña entre vernissage paqueta, y nostalgiosa reunión de admiradores del genocidio), se le agota la paciencia y se le estruja la piedad. Vociferantes, exasperados, violentos de palabra y acto, pero incapaces de generar una frase coherente, una oración sugestiva, un discurso democrático, atractivo y convocante. No es casual esa pancarta que tenía una acusación lapidaria: “Oposición de mierda”. Ese cartel, queridos míos, es un espejo que refleja las dos caras de una misma miseria: faltan ideas en la cúspide, y a la base digamos que tampoco le sobran. Es debido a ello que nuestros intelectuales y pensadores andan rescatando a Sarmiento, a Martínez Estrada y tantos otros, porque no se puede debatir en serio con panelistas, ex divas y cagatintas. Un país con la tradición cultural de la Argentina se merece algo mucho mejor que este penoso cardumen preverbal.

Por Carlos Semorile.

domingo, 9 de noviembre de 2014

No amarás



Piense como piense, sea del partido que sea, tenga religión o no la tenga, usted se halla sometido a un mandato espantoso. No me mire con esa cara que sabe bien de qué le hablo. Cotidianamente, las grandes corporaciones mediáticas y los figurones del fragmentado arco opositor le dicen en cien tonos distintos -que van del ruego al dictamen liso y llano- que usted no debe amar. “No amarás”, le ordenan, el paso fugitivo de los días que se van con su carga de alegrías, conquistas y esperanzas, dejándolo al margen de buena parte de la realidad nacional. Mientras sus compatriotas celebran alcanzar derechos, usted –que genuinamente podría compartir estas emociones- se empecina en ver torcido lo que salió derecho. Y fíjese que como sus afectos no encuentran su cauce natural, terminan desviándose y se le empozan en el alma. Lo mejor suyo capitula porque, obligado a no amar, como mínimo usted está triste.

Pero ahí no termina la cosa porque, además de triste, algo en usted se ha resentido y entonces vive enojado y en un estado de permanente beligerancia. Y mire que algunas gentes que lo quieren bien se lo han dicho: que no le va mal, que hay buenas perspectivas, que no hay nada que temer. Que nadie pierde cuando son otros los que ganan terreno. Pero el “no amarás”, que contraría dos mil años de la mejor cultura cristiana, ha anidado en sus miedos y lo mantiene sujetado a un odio difícil de explicar. Su falta de templanza es proporcional a la dicha de tantas argentinas y argentinos. Como dijera el poeta: “El extremista y el cobarde van convergiendo en su dolor, mientras el resto con amor trabaja porque se le hace tarde”. ¿Por qué le digo todo esto? Porque la vida pasa, mi amigo, y usted merece sacudirse esa amargura que le han fabricado adrede para que no se sume al orgullo y la dignidad de ser argentino.

Por Carlos Semorile.