martes, 27 de diciembre de 2011

José María Maestre, el “Marucho” de las conciencias lerdas

Pasará mucho tiempo antes de que se nos vuelva soportable la idea de la partida de “Marucho” Maestre. La muerte nos desampara de su calidez, de su bonhomía, de sus salidas mordaces y demoledoras. Nos priva de su ternura, de su charla encantadora, de su don de gente -que para todo el mundo tenía una palabra amable, y para las damas un piropo-, de su vitalidad desbordante y sus entusiastas llamados a gozar de la vida. Vamos a extrañarlo inclusive en su chinchudez, esa que en un tiempo le valió el apodo de “Comandante Broncolino”. 

Fueron, en todo caso, broncas comprensibles. A todo lo largo de su vida, Marucho estuvo transido de piedad por el semejante, por las existencias de esas almas a las que “el sistema” las priva de un destino con rostro humano. Tenía poco más de nueve años cuando repartía diarios en Puente Saavedra -había que llevar ese mango indispensable para la casa-, y era un muy joven trabajador y gremialista de Teléfonos del Estado cuando conoció los palos y las estadías mensuales en los distintos “hoteles” del estado. Luego regresaba a Ciudad Evita, donde transmitía a los más jóvenes de la barra lo que enseñaban aquellas palizas y algunos libros bien “rojos”. Lector insomne, amante de la farra y de los buenos amigos, el apasionado Marucho algunas noches tomó la pluma y bien pudo seguir los pasos de su padre, el poeta Buenaventura Luna: 

Cuando algún día me beba 
todos los sueños del tiempo, 
y mi alma ya solita 
se me vuelva puro viento, 
quiero correr por las calles 
de tu pueblo polvoriento 
para perfumar tus noches 
de olvido y de silencio. 

Yo sé que un día me iré 
más allá del horizonte, 
a beber mi último sueño 
bajo algún árbol del monte. 
Entonces, desde mi ocaso, 
volveré como un lamento 
para entregarte este canto 
hecho de amor y de viento. 

Quiero ser como la lluvia 
cuando se derrama el cielo 
para besarte en la cara, 
para dormirme en tu pelo, 
cuando algún día me beba 
todos los sueños del tiempo. 

Pero lo que perdió en folklore, lo ganó -a conciencia- en familia y calor de hogar. Junto a su compañera de todas las horas, Hilda Alvero, sufrió el exilio tras el asesinato de su hermano Juan Pablo Maestre y luego, atrapado transitoriamente en el Chile de Pinochet, vio cómo el Río Mapocho se enlutaba con los cadáveres de los militantes la Unidad Popular. A su regreso, mientras los hijos comenzaban a llegar, tuvo que seguir a salto de mata, mudándose y laburando sin asomar mucho -casi nada- la cabeza. Cuando los milicos se iban, los despidió con una frase lapidaria: “Sólo les faltó cagar en las esquinas”. 

Se entusiasmó con el primer alfonsinismo, y llegó a editar una revista tan efímera como el progresismo radical. Lo conocían, desde Tribunales a Constitución -y siempre hacia el Sur- en cada cueva donde hubiera una Offset: lo singularizaba su solidaridad y su búsqueda, a lo Diógenes, de un hombre asqueado con una realidad indignante. Desde las leyes de Impunidad en adelante, puteó de lo lindo -y parejito para todos- en concentraciones, sótanos, locales, mítines y marchas. Sabía que las plazas y los boulevares se llenan de uno en uno, y por eso mismo sentía que no podía faltar. Mejor dicho: que nadie que supiera podía ausentarse. 

Siendo niño, su padre le dio el apodo de “Marucho”, ese título con que los arrieros llaman a los muchachitos que los asisten en su trajinar. Pero José María porfió por arriar a las conciencias lerdas, a las que se quedan rumiando “mientras la tropa rumbea”. Y así anduvo, de “Marucho”, hasta que llegaron Néstor y Cristina y al fin pudo sentir, junto a tantas alegrías populares, la satisfacción del recambio. Había sido comunista toda la vida, pero no era un negado: el día que se lo cruzó a Luis D´Elía en una manifestación, lo abrazó y le dijo: “Gracias, Gordo, por parar el golpe de los garcas”. 

Lo preocupaba todavía -y desde siempre- la batalla por las mentes; decía que, colonización cultural mediante, podía llegar vendado desde el Bronx hasta la Quinta y Madison, tan luego él que jamás pisó, ni en sus peores pesadillas, el encorsetado y coercitivo suelo de los gringos. Amaba su tierra, “el aire de aquí”, sus canciones y sus inmensos poetas: Castilla, los Dávalos, Yupanqui, Antonio Esteban Agüero. De joven, había jerarquizado a Miguel Hernández por sobre Machado, pero reconocía que su viejo había ponderado mejor a ese par y que el sevillano le lleva ventaja al de Orihuela. Recitaba de memoria largos pasajes en verso o en prosa: eran gemas escogidas por su vivísima sensibilidad. Su aprecio por todo lo bello lo volvía, por momentos, un tanto exigente -a “La Novena” no había con que darle-, pero se mostraba dispuesto a que se le demostrara que el mundo seguía produciendo belleza. Necesitaba al menos creer que las epifanías todavía eran posibles, pues tenía la certeza de que esas eran las cosas que iba a extrañar cuando ya no estuviera aquí. 

Pero su ambición era otra: él deseaba, fervoroso como un cristiano en las catacumbas, que esos éxtasis fuesen para todos. La exclusión le dolía en la carne y en la sangre, y por eso mismo fue una conciencia atormentada al extremo. Como a su madre Olga Maestre, la injusticia lo agobiaba, como si ellos -que apenas si fueron unas víctimas más- hubiesen sido culpables de algo. Y no es que no supiera la diferencia: sucede que aspiraba a que nadie se creyese inocente en “el reino de este mundo”. De haber podido, le habría prendido fuego al globo para que de ese incendio naciera una vida nueva. Esa tea encendida, querido Marucho, es tu legado. El más genuinamente tuyo, y también el más apreciado.

Carlos Semorile (sobrino de Marucho Maestre).

lunes, 12 de diciembre de 2011

“Soy un proyecto colectivo” (CFK)

Casi al finalizar su discurso ante la Asamblea Legislativa, la Presidenta realizó una definición formidable al agradecer, en nombre del conjunto de hombres y mujeres que ella conduce, el apoyo recibido en las urnas: “Yo no me la creo. Yo sé que represento un proyecto colectivo, que no soy yo. Soy un proyecto colectivo..., nacional y popular…, y democrático, profundamente democrático”. Se ha resaltado, con justeza, esta última parte de la frase, en contraposición al supuesto autoritarismo de los gobiernos kirchneristas. Al llegar al tercer período consecutivo, es bueno que peleemos por las palabras y por los conceptos que ellas definen: además de nacional y popular, lo que en sí ya es bueno, este proyecto es “profundamente democrático”. Pero creo que, además, habría que acentuar el tramo que va desde la representación del proyecto colectivo, hasta la enunciación de un nudo identitario que nos atraviesa como comunidad: “Soy un proyecto colectivo”. A riesgo de ser arbitrario, pienso que en la primera afirmación -“Yo sé que represento un proyecto colectivo”- caben todas las medidas de reparación social que se tomaron del 2003 a la fecha, y lo que cada una de ellas provoca en las grandes mayorías argentinas. Al respecto, y a partir de cierto punto de recuperación, se suscita un problema (que a algunos puede parecerles menor debido a todo lo que aun falta); el asunto es: ¿cómo se describe un tiempo dichoso, una época feliz, un tiempo esperanzado en base a sólidas razones? Como antes sucediera con Néstor, las palabras de la Presidenta emocionan y conmueven, pero además nos elevan a su propia estatura de estadista. ¿Cómo se explica sino que casi todos estemos pensando en la Nación, en el Pueblo y en la Patria? Y es que, amén de la “realidad efectiva”, hay una dimensión anímica donde el verbo de Cristina va obrando esta resurrección de lo que fuera nuestro adormecido espíritu nacional. En cada disertación suya, en cada uno de sus discursos, en cada una de sus exposiciones, se va dibujando un rostro humano que recobra “la vertical de la dignidad humana”. Escuchándola, nos seguimos acercando a esta intensa toma de conciencia de todo lo argentino y, a la par, vamos quedando preñadas y preñados de realidades, de objetivos a futuro, de porvenir. De este modo, las plazas, las calles, las fábricas, los clubes, las avenidas, los teatros, las canchas y hasta las rutas se han visto colmadas por multitudes grávidas que acuden al llamado de la representación (“represento un proyecto colectivo”). Pero hay algo más. Esta espléndida gravidez popular viene asumiendo el nombre de los padres del renacido Proyecto porque intuye, o mejor, sabe, que en el alumbramiento de esta criatura se juega el ser o no ser colectivo que a todos nos alcanza. Desde los días del Bicentenario, las muchedumbres argentinas vienen resquebrajando las solemnes estampas de una identidad congelada y mustia. No es casual que Cristina le haya dedicado importantes tramos de sus alocuciones al A.D.N. del “kirchnerismo” que entronca, fuertemente, con las raíces de los movimientos nacionales y populares del siglo XX, e incluso del siglo XIX. Y ahora, en tiempos de “sintonía fina”, la Presidenta se despoja del “yo” individual y da paso a la Líder: “Soy un proyecto colectivo”. Todos los que, de un modo u otro, nos sumamos a esta felicidad compartida nos reconocemos en cada uno de los demás. Rompemos el maleficio de nuestros enemigos porque, vigorosamente, dejamos de desconocernos para asumir una identidad colectiva que construimos entre todos, y que entre todos toca defender. Las diversas banderas que nos cobijan están flameando. Hemos empezado a ser este proyecto colectivo porque ahora somos -y queremos seguir siendo- nosotros mismos.
Por Carlos Semorile.

domingo, 11 de diciembre de 2011

¡Hasta siempre, montonero Cobos!

Compungidas voces republicanas acompañan el mutis parlamentario de Cleto: “Patriota de los nobles, eximio presidente en ciernes, segundo hombre civil de los argentinos, tus seguidores te dedican la del estribo: ¡Ave Julio César, los que van a poner palos al Proyecto te saludan! Vuelves al Ande, inmarcesible condorcito mendocino, y desde allí nos guiará tu estrella, la no positiva, la que no es ni la del atardecer ni es el lucero del alba”. Pero, ¡ay!, entre las doradas y ubérrimas viñas se cuela una copla maliciosa y pueblera: “La fiesta ya ha comenzao y la cosa está que arde, usté que era el más quedao se quiere adueñar del baile… Usté no es ná, no es chicha, ni limoná, se lo pasa manoseando, caramba zamba su dignidad”. “No importa, Comandante Cobos,”, lo alientan sus asesores. Y, ¿piadosos?, le auguran: “Volverás y serás la reina de la vendimia”.
Por Carlos Semorile.

sábado, 3 de diciembre de 2011

Urtubey, el polkiano

El gobernador de Salta y el capo de Polka parecen compartir, desde que el primero posara junto a Marcela “de Noble” en la apertura de la Expoagro Norte, una misma mirada sobre los formidables cambios que se vienen produciendo en la sociedad argentina. Para ser más precisos: Adrián Suar dijo que le pareció “canalla” que se montara un “relato” sobre la verdadera identidad de los herederos del emporio Clarín. Dado que “El Chueco” es una suerte de socio del Monopolio, no hay demasiado espacio para sorprenderse por sus emporcamientos políticos. A primera vista, entonces, resultaría curioso que Juan Manuel Urtubey, abrumadoramente reelecto en su provincia, se subordine a los designios de los sepultureros de su propio entierro. Pero el salteño ya viene marcando la cancha con su etiqueta de buen muchacho justicialista -“no kirchnerista”-, lo cual supone cubrirse con el sagrado manto de “la doctrina”, recitar sin hesitar las “20 verdades”, y llevar en la solapa el reluciente escudito del PJ. ¿Acaso está mal bañarse, afeitarse, peinarse y usar colonia? No, inclusive Perón y Néstor lo hacían. Lo que hace ruido es el “prolijismo”, esa pretensión de hacer pasar la cáscara por el carozo, ese intento turro de que, una vez más, el movimiento se someta al partido y sus derrapadas liberales. Hace unos pocos años -pero parece que hubieran pasado siglos-, Néstor les pateó el tablero a los fariseos del templo justicialista. Los sarcófagos se abrieron, y ciertas voces clamaron a los cielos por la herejía, y hasta se apresuraron a presentar títulos de propiedad sobre “la marchita” que, por culpa de ellos, había perdido buena parte de su contenido mítico. Por problemas muy similares a estos, el inagotable Frantz Fanon señalaba que la cultura de una nación no es una “masa sedimentada de gestos puros”. En este sentido, la “tradición de los dirigentes justicialistas” no representa otra cosa que la clásica estratagema que decide momificar la cultura justo cuando los jóvenes, las mujeres, los trabajadores, las minorías, los estudiantes, etc., han resuelto modificarla en base a un renacido misticismo. Se intenta encorsetar un hecho efervescente -la cultura popular- para que, bajo el peso de unos principios inamovibles, se petrifique en un conjunto de gestos sedimentados. ¿Hay algo más parecido a este panorama de rictus mineralizados que las novelas y las series de Polka? ¿Algo que se asemeje menos a la verdad? No se trata aquí de juzgar labores actorales, sino de constatar el ínfimo grado de verosimilitud que Polka desparrama en los contenidos de sus “relatos”. Quienes tenemos unas décadas encima, no podemos dejar de advertir que la distancia que hay entre un esperanzado joven argentino y su deformado espejo polkiano, es la misma que en su momento hubo entre un militante de los años ´70 y ese buen muchacho casadero -y mejor yerno- que en su momento fuera Palito Ortega. Y la intención es la misma: que nadie se salga de la norma, que el quietismo colonice las mentes y las almas, que nada altere el “statuo quo ante bellum”; es decir: que las cosas vuelvan a ser lo que eran antes de la guerra (reiterado “leitmotiv” de los escribas de los poderes fácticos). Reitero: no sorprende que Suar tenga una mirada entrenada para los rostros y sus efectos en las pantallas. Tampoco llama la atención que, en un desbarranque típico de Lilita o De Ángeli, busque enlodar a la Presidenta juzgándola desde su sillón de director televisivo, como si ambas presidencias fueran equiparables. Lo que sí desconcierta es que no haya advertido la presencia de un nuevo postulante. Es joven, atildado, “da bien” en cámara, se expresa razonablemente, no quiere subvertir nada, le gustan el orden, los poliniños y los homenajes descafeinados al pie del gaucho y guerrillero muerto. Lo que nos asombra, Adriancito, es que todavía no lo hayas convocado a Urtubey.
Por Carlos Semorile.