Alguna vez,
haciendo un apretado resumen de los logros del peronismo, Raúl Scalabrini Ortiz
los sintetizó diciendo que durante aquella década “Había un pequeño horizonte
para cada esperanza”. Por más que busco y leo, sigo sin encontrar
una definición mejor, por lo mucho que expresa y porque lo sitúa al alcance de
cualquiera que no esté cegado por su liberalismo, sea de derecha o sea de
izquierda.
Cada vez que
quise explicar la extraordinaria dimensión política de la década kirchnerista,
utilicé la frase de Scalabrini porque entendía que situaba las discusiones en
un nivel humano, palpable y cotidiano, más allá de cualquier preconcepto
ideológico, ya fuese que pretendiesen corrernos con el peronómetro oxidado, o
que lo hicieran los izquierdistas pre-marxistas, los que Carlos Olmedo decía
que son como esos futbolistas que, de tan habilidosos, se terminan “marcando
solos”.
Pero, en
verdad, los debates nunca fueron “mano a mano”. Siempre intervenía un sigiloso
“silabeo” de verdades reveladas, emitidas por un formidable andamiaje mediático
de captura de conciencias. Y, como dijera hace muchos años García Márquez: “Veinticuatro horas diarias de literatura
periodística terminan por derrotar el sentido común hasta el extremo de que uno
tome las metáforas al pie de la letra”.
Su resultado
fue una legión de emponzoñados que creían alcanzar el cenit de su conciencia
ciudadana cada vez que repetían, por ejemplo, la palabra “cepo”. Días antes de
la elección de 2015, me enteré con estupor de que muchos de estos
“monotributistas de la sordera” corrían a comprar un puñado de dólares que
luego revendían, haciendo apenas una diferencia de $300 mensuales, mientras
puteaban a “La Yegua”.
Durante estos
dos años y medio me pregunté muchas veces por el devenir de aquellos antiguos
“indignados”, hoy condenados a la mera supervivencia, y a mirar al dólar con
“la ñata contra el vidrio”. Pero nunca los recordé tanto como hoy, cuando la
divisa extranjera –ellos suelen olvidar este delicado dato de vital soberanía
económica- anda rozando un piso, tan frágil como provisorio y fugaz, de 30
mangos.
Y también
porque pienso en todos los despedidos de estos últimos días (los de Télam, los
de la fábrica de lavarropas y electrodomésticos Mabe, los de Radio del Plata,
los de la Clínica Favaloro, etc.), y en que a cada uno de ellos este gobierno
de canallas le está robando la posibilidad de alcanzar sus sueños, la
posibilidad de tener “un pequeño horizonte para cada esperanza”. Y eso es,
sencillamente, imperdonable.
Por Carlos Semorile.