martes, 27 de agosto de 2013

Desesperanza



Dice el refrán que lo último que se pierde es la esperanza, pero déjeme decirle que algunos han invertido la fórmula: nos vienen dispersando las ilusiones para luego proceder a un saqueo, prolijo y al ras, de todas las conquistas alcanzadas. Usted sabe quiénes son los dueños de los escobillones, las escobas y las escobillas, y asimismo conoce a los que ofician de barrenderos. Y lo sabe, sencillamente, porque no tiene modo de no saberlo: son los que a todas horas se ensañan con su sencilla y humana necesidad de tener esperanzas. Puede resultarle extraño que políticos en campaña también se afanen en limarle las expectativas hasta convertirlo en un ser sin anhelos. No un hombre o una mujer encaramados en sus deseos y capaces de patalear por sus derechos. No: quieren que usted sea una ausencia, una aflicción, una desesperanza larga como un olvido.

Hablando de olvido, permítame decirle que me cuesta creerle que no recuerde todo lo que tuvimos que remar para volver a sentirnos sujetos después de la carnicería neoliberal. Le hablo de una doble, o más bien triple reparación: se recuperó un piso de dignidad material, se elevó la siempre fustigada autoestima nacional, y se reestablecieron lazos comunitarios que estaban seriamente dañados. Esta triple reparación hizo posible el Bicentenario: yo lo vi ahí, compadre, sintiendo un renacido orgullo por todo lo argentino, y siendo capaz de sumergirse en los otros para ser parte, al fin, de un proyecto colectivo. Usted formó parte de aquella multitud que se miraba a los ojos porque quería dejar de desconocerse, y se atrevía a presentir una patria más suave y dulce.

Pero ahora resulta que vienen los medios pasando el lampazo a lo bruto, y entre “comunicadores”, “prestigiosos analistas”, y candidatos alquilados a última hora, me lo andan convenciendo de que todo fue un error. Que hay que dejar que “el hombre gris” tramite cámaras y patrullajes, para gestionar su desdicha y su literal encierro virtual. Y cuando lo tengan bien acovachadito en su desengaño, estos mismos monopolios comunicacionales van a tener la gentileza de irle contando, pantalla mediante, las tropelías que irán cometiendo con los salarios, las jubilaciones, la deuda externa y la mar en coche. ¿Y el hombrecito gris? No me diga que no lo sabe: como mucho, hará la plancha, y más adelante, cuando se le venga encima el descalabro, “lo renunciarán” para poner a otro que decida todavía menos sobre cada vez menos cosas. Todo esto mientras usted permanece firme, tenaz y mediáticamente,  abrazado a su descreimiento.
      
¿Lo ve ahora? ¿Se da cuenta que el mecanismo, en su simpleza, es siniestro? Primero le chamuscan la esperanza, y una vez que usted quede convencido que creer en algo o en alguien es de pavotes, guadañarán cada uno de los pilares en que se asienta su bienestar material. Se habrá consumado una paradoja perversa: querrá pelear por lo que, en buena ley, considera que es suyo, pero no tendrá ni reservas espirituales ni compañeros para hacerlo. Tampoco estará ya el gestorcito que le mintió que el conflicto era innecesario y absurdo. Será apenas una sombra gris en papeles y videos que, más rápido de lo que usted piensa, irán virando al sepia.   

Por Carlos Semorile.

viernes, 16 de agosto de 2013

Sergio Massa es Gunga Din



Entre las genialidades de Arturo Jauretche se cuenta la de haberle dado un uso criollo al término “cipayo”, para caracterizar con él a quienes traicionan a su Patria. “Cipayo era el nombre que se daba a un soldado indio raso al servicio de un país europeo en Asia, ya fuera Portugal (sipaio), Francia (cipayo) o Inglaterra (sepoy)”. La cita pertenece al británico Richard Gott, autor de una monumental investigación sobre las resistencias y rebeliones que debió enfrentar la Corona de su Graciosa Majestad durante la época de su consolidación imperial, datos que no forman parte de la “historia oficial british”. Leyendo al “revisionista” Gott, nos enteramos que inclusive los “batallones nativos”, o sea los cipayos, también protagonizaron motines y levantamientos en fecha tan temprana como 1764. Los ingleses solían mantenerlos bajo control por medio de una buena paga o, en caso de rebeldía, mediante el terror: al cipayo levantisco lo ataban a la boca de un cañón y… pumba!, a buscar los pedacitos esparcidos por el fuerte.

Sin embargo, el modelo de cipayo que como arquetipo instaló el cine yanqui es Gunga Din, un simple aguatero indio que sirve a tres oficiales británicos con una lealtad y una obsecuencia digna de vómito. Si la memoria no me falla, en la escena final, cuando los resistentes indios están por hacer puré a toda una compañía inglesa, Gunga Din toca el clarín que advierte a los invasores y les permite masacrar prolijamente a los nativos. Pero Gunga Din paga con la vida su cipayesca clarinada, y es ascendido post mortem a la categoría de soldado de la Reina. Ante su tumba, los oficiales invasores, conmovidos hasta el tuétano, le recitan el verso final del poema de Rudyard Kipling que dio origen a todo este bodrio: “¡Tú eres mejor hombre que yo, Gunga Din!” (total?, Gunga ya no está en condiciones de contradecirlos… ni lo estuvo nunca).

Pero los soldados cipayos no siempre estuvieron tan servilmente inclinados como el buenazo de Gunga. En 1806 (sí, mientras los ingleses invadían el Río de la Plata), los cipayos se insurreccionaron debido a que sus jefes ingleses pretendían que dejasen de usar aros en las orejas, se afeitasen las barbas y reemplazasen sus viejos turbantes por unos nuevos similares a sombreros. Con buen tino, preveían que estos “desplazamientos” darían lugar a males mayores: “Luego seremos condenados a beber y comer con los parias y los infieles ingleses, darles nuestras hijas en matrimonio, convertirnos en un solo pueblo y seguir una sola fe”. La práctica inglesa del cañoneo terminó con la revuelta y, también, con las preguntas. Pero en 1857 y 1858, los cipayos recibieron una nueva ofensa de parte de sus amos (debían usar un cartucho untado con cebo vacuno o bovino, animales sagrados para ellos), y esta vez Inglaterra debió exigir a fondo toda su potencial militar para impedir que la rebelión cipaya los privara de su trabajosa arquitectura imperial.

Pero como el lector atento ya habrá adivinado, todo lo anterior no es más que un largo prolegómeno para hablar de nuestro asiduo visitador de la embajada gringa, Sergio Massa. ¿Qué tipo de cipayo es Massa? ¿El que se rebela por enraizados motivos culturales, o al que toca el clarínete para avisar que viene la montonera? ¿El que se niega a que le toquen preciadas tradiciones comunitarias –como quien dice la independencia económica, la soberanía política y la justicia social-, o el que las entrega en bandeja para seguir siendo el sumiso aguatero que aspira a un “puesto menor”? No jodamos: Sergio Massa es Gunga Din de acá a la India, y su forzada sonrisa tiene el signo fatídico de aquellos que pudiendo servir a la Patria, eligieron traicionarla.

Por Carlos Semorile.

martes, 13 de agosto de 2013

Lo gris



No sabía que le gustara el gris. Nunca me lo manifestó. Podía sospechar que el negro y el blanco, así a secas, le disgustaran por su amenaza de absoluto, por su tendencia a aplanar los matices, las graduaciones. Siendo tan lindos los azules, los naranjas, los verdes, no me imaginé que se inclinara por lo gris, con su anodina textura y su opaco devenir. No necesita usted decirme lo que ambos sabemos de sobra: le repitieron mañana, tarde y noche que algunos brillos son peligrosos, que ciertos fulgores arrebatan el alma y así, de a poco, lo han convencido que el violeta es un extravío y que el fucsia se aproxima al delirio.

Lo han timado, mi amigo! Le robaron los colores, viejo! Si todavía no me cree, mire a su alrededor y, con una mano en el corazón, dígame si ve alegría en los rostros, si percibe algún júbilo a lo largo y a lo ancho del país argentino. Y si no lo percibe es porque, sencillamente, no lo hay. Porque el gris no es, como le dijeron, la síntesis de estos años coloridos pero sin sus “abundancias cromáticas”. Qué excesos me pregunto y le pregunto, si yo a usted lo vi disfrutar cuando pusieron un prisma delante de sus ojos, y ahora lo noto tristón, preocupado por un sentimiento tan escurridizo y viscoso como ese hombre gris que finge futuros y ya le está robando el presente.

No lo ve? Sienta, entonces, la manera alevosa en que el gris le carcome las esperanzas y las reemplaza por un horizonte macilento donde los días se suceden sin ilusiones, anodinos y vacuos como el quetejedi gris. Cuídese, paisano! La mirada suele ser un reflejo fiel de la conciencia, y nos andan queriendo empaquetar con una ceguera que empieza siendo gris, y termina negra y fiera.

Por Carlos Semorile.