Entre las genialidades de Arturo Jauretche se cuenta
la de haberle dado un uso criollo al término “cipayo”, para caracterizar con él
a quienes traicionan a su Patria. “Cipayo era el nombre que se daba a un
soldado indio raso al servicio de un país europeo en Asia, ya fuera Portugal
(sipaio), Francia (cipayo) o Inglaterra (sepoy)”. La cita pertenece al
británico Richard Gott, autor de una monumental investigación sobre las
resistencias y rebeliones que debió enfrentar la Corona de su Graciosa Majestad
durante la época de su consolidación imperial, datos que no forman parte de la
“historia oficial british”. Leyendo al “revisionista” Gott, nos enteramos que
inclusive los “batallones nativos”, o sea los cipayos, también protagonizaron motines
y levantamientos en fecha tan temprana como 1764. Los ingleses solían
mantenerlos bajo control por medio de una buena paga o, en caso de rebeldía,
mediante el terror: al cipayo levantisco lo ataban a la boca de un cañón y…
pumba!, a buscar los pedacitos esparcidos por el fuerte.
Sin embargo, el modelo de cipayo que como arquetipo
instaló el cine yanqui es Gunga Din, un simple aguatero indio que sirve a tres
oficiales británicos con una lealtad y una obsecuencia digna de vómito. Si la
memoria no me falla, en la escena final, cuando los resistentes indios están
por hacer puré a toda una compañía inglesa, Gunga Din toca el clarín que
advierte a los invasores y les permite masacrar prolijamente a los nativos.
Pero Gunga Din paga con la vida su cipayesca clarinada, y es ascendido post
mortem a la categoría de soldado de la Reina. Ante su tumba, los oficiales
invasores, conmovidos hasta el tuétano, le recitan el verso final del poema de
Rudyard Kipling que dio origen a todo este bodrio: “¡Tú eres mejor hombre que
yo, Gunga Din!” (total?, Gunga ya no está en condiciones de contradecirlos… ni
lo estuvo nunca).
Pero los soldados cipayos no siempre estuvieron tan
servilmente inclinados como el buenazo de Gunga. En 1806 (sí, mientras los
ingleses invadían el Río de la Plata), los cipayos se insurreccionaron debido a
que sus jefes ingleses pretendían que dejasen de usar aros en las orejas, se
afeitasen las barbas y reemplazasen sus viejos turbantes por unos nuevos
similares a sombreros. Con buen tino, preveían que estos “desplazamientos”
darían lugar a males mayores: “Luego seremos condenados a beber y comer con los
parias y los infieles ingleses, darles nuestras hijas en matrimonio,
convertirnos en un solo pueblo y seguir una sola fe”. La práctica inglesa del
cañoneo terminó con la revuelta y, también, con las preguntas. Pero en 1857 y
1858, los cipayos recibieron una nueva ofensa de parte de sus amos (debían usar
un cartucho untado con cebo vacuno o bovino, animales sagrados para ellos), y
esta vez Inglaterra debió exigir a fondo toda su potencial militar para impedir
que la rebelión cipaya los privara de su trabajosa arquitectura imperial.
Pero como el lector atento ya habrá adivinado, todo
lo anterior no es más que un largo prolegómeno para hablar de nuestro asiduo visitador
de la embajada gringa, Sergio Massa. ¿Qué tipo de cipayo es Massa? ¿El que se
rebela por enraizados motivos culturales, o al que toca el clarínete para
avisar que viene la montonera? ¿El que se niega a que le toquen preciadas
tradiciones comunitarias –como quien dice la independencia económica, la
soberanía política y la justicia social-, o el que las entrega en bandeja para
seguir siendo el sumiso aguatero que aspira a un “puesto menor”? No jodamos:
Sergio Massa es Gunga Din de acá a la India, y su forzada sonrisa tiene el
signo fatídico de aquellos que pudiendo servir a la Patria, eligieron
traicionarla.
Por
Carlos Semorile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario