No sabía que le gustara el gris. Nunca me lo
manifestó. Podía sospechar que el negro y el blanco, así a secas, le
disgustaran por su amenaza de absoluto, por su tendencia a aplanar los matices,
las graduaciones. Siendo tan lindos los azules, los naranjas, los verdes, no me
imaginé que se inclinara por lo gris, con su anodina textura y su opaco devenir.
No necesita usted decirme lo que ambos sabemos de sobra: le repitieron mañana,
tarde y noche que algunos brillos son peligrosos, que ciertos fulgores arrebatan
el alma y así, de a poco, lo han convencido que el violeta es un extravío y que
el fucsia se aproxima al delirio.
Lo han timado, mi amigo! Le robaron los colores,
viejo! Si todavía no me cree, mire a su alrededor y, con una mano en el
corazón, dígame si ve alegría en los rostros, si percibe algún júbilo a lo
largo y a lo ancho del país argentino. Y si no lo percibe es porque,
sencillamente, no lo hay. Porque el gris no es, como le dijeron, la síntesis de
estos años coloridos pero sin sus “abundancias cromáticas”. Qué excesos me pregunto
y le pregunto, si yo a usted lo vi disfrutar cuando pusieron un prisma delante de
sus ojos, y ahora lo noto tristón, preocupado por un sentimiento tan
escurridizo y viscoso como ese hombre gris que finge futuros y ya le está robando
el presente.
No lo ve? Sienta, entonces, la manera alevosa en que el
gris le carcome las esperanzas y las reemplaza por un horizonte macilento donde
los días se suceden sin ilusiones, anodinos y vacuos como el quetejedi gris. Cuídese,
paisano! La mirada suele ser un reflejo fiel de la conciencia, y nos andan queriendo
empaquetar con una ceguera que empieza siendo gris, y termina negra y fiera.
Por
Carlos Semorile.
No hay comentarios:
Publicar un comentario