Dice el refrán que lo último que se pierde es la
esperanza, pero déjeme decirle que algunos han invertido la fórmula: nos vienen
dispersando las ilusiones para luego proceder a un saqueo, prolijo y al ras, de
todas las conquistas alcanzadas. Usted sabe quiénes son los dueños de los
escobillones, las escobas y las escobillas, y asimismo conoce a los que ofician
de barrenderos. Y lo sabe, sencillamente, porque no tiene modo de no saberlo:
son los que a todas horas se ensañan con su sencilla y humana necesidad de tener
esperanzas. Puede resultarle extraño que políticos en campaña también se afanen
en limarle las expectativas hasta convertirlo en un ser sin anhelos. No un
hombre o una mujer encaramados en sus deseos y capaces de patalear por sus
derechos. No: quieren que usted sea una ausencia, una aflicción, una desesperanza
larga como un olvido.
Hablando de olvido, permítame decirle que me cuesta
creerle que no recuerde todo lo que tuvimos que remar para volver a sentirnos
sujetos después de la carnicería neoliberal. Le hablo de una doble, o más bien
triple reparación: se recuperó un piso de dignidad material, se elevó la
siempre fustigada autoestima nacional, y se reestablecieron lazos comunitarios
que estaban seriamente dañados. Esta triple reparación hizo posible el
Bicentenario: yo lo vi ahí, compadre, sintiendo un renacido orgullo por todo lo
argentino, y siendo capaz de sumergirse en los otros para ser parte, al fin, de un proyecto colectivo. Usted formó
parte de aquella multitud que se miraba a los ojos porque quería dejar de
desconocerse, y se atrevía a presentir una patria más suave y dulce.
Pero ahora resulta que vienen los medios pasando el
lampazo a lo bruto, y entre “comunicadores”, “prestigiosos analistas”, y
candidatos alquilados a última hora, me lo andan convenciendo de que todo fue
un error. Que hay que dejar que “el hombre gris” tramite cámaras y patrullajes,
para gestionar su desdicha y su literal encierro virtual. Y cuando lo tengan
bien acovachadito en su desengaño, estos mismos monopolios comunicacionales van
a tener la gentileza de irle contando, pantalla mediante, las tropelías que
irán cometiendo con los salarios, las jubilaciones, la deuda externa y la mar
en coche. ¿Y el hombrecito gris? No me diga que no lo sabe: como mucho, hará la
plancha, y más adelante, cuando se le venga encima el descalabro, “lo
renunciarán” para poner a otro que decida todavía menos sobre cada vez menos
cosas. Todo esto mientras usted permanece firme, tenaz y mediáticamente, abrazado a su descreimiento.
¿Lo ve ahora? ¿Se da cuenta que el mecanismo, en su
simpleza, es siniestro? Primero le chamuscan la esperanza, y una vez que usted
quede convencido que creer en algo o en alguien es de pavotes, guadañarán cada
uno de los pilares en que se asienta su bienestar material. Se habrá consumado
una paradoja perversa: querrá pelear por lo que, en buena ley, considera que es
suyo, pero no tendrá ni reservas espirituales ni compañeros para hacerlo. Tampoco
estará ya el gestorcito que le mintió que el conflicto era innecesario y absurdo.
Será apenas una sombra gris en papeles y videos que, más rápido de lo que usted
piensa, irán virando al sepia.
Por
Carlos Semorile.
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