domingo, 13 de diciembre de 2015

La restauración infracultural



Nomás asumieron y ya cerraron, a palos y golpes, el Centro de Artes Batalla Cultural de Vicente López. Ha comenzado “la restauración infracultural”, que no es otra cosa que el retorno a la barbarie neoliberal en el terreno económico/material y también en el terreno simbólico/espiritual. Esta barbarie infracultural tiene un fuerte olor a revanchismo y un odio exacerbado hacia las expresiones de la cultura popular, pero en su núcleo duro busca desactivar la organización y la militancia para que las mayorías no podamos construir alternativas de poder. Como leí por ahí, quieren que vuelva cada uno a su lugar: Susana y Mirtha a las tapas, D´Elía y Milagro Sala a los piquetes, los gerentes al gobierno, los negros al conurbano y los pibes a mirar Disney Channel. El país liberal se ordena como una sucesión de ghettos, y nadie puede salir impunemente del lugar que los poderosos le han asignado. 

Pero esta no es la canción de Serrat, donde “cada uno es cada cual”, y cuando el sol señala que llegó el final “vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas”. Acá algo se “desacomodó” profundamente, y hemos pasado muchas jornadas desplazados del lugar que nos tenían asignados. Y ese deambular por lugares inéditos, e inesperados, es una de las formas más genuinas de la política entendida como el encuentro con otros que también comprendieron que nuestra “calle se vistió de fiesta”. Y es a las calles –como en el final de la campaña- a donde debemos volver cuanto antes para evitar que nuestros compatriotas acepten mansamente regresar al lugar en el que los macrianos los quieren ubicar despiadadamente. Aprovechando la energía aún latente de la marcha del día 9, hay que recuperar el sentido de la iniciativa y seguir ocupando el corazón de la ciudad.

sábado, 12 de diciembre de 2015

"Debes amar la arcilla que va en tus manos"



Anoche fuimos a la muestra de fin de año del Instituto Municipal de Cerámica de Avellaneda. Acudimos invitados por Malena, la hija de mi compañera, que estudia allí con un entusiasmo y una pasión que es lo que uno siempre desea ver en los jóvenes, sobre todo porque sabe que ese el mejor capital para afrontar los estudios. E inclusive una vocación, que también requiere esfuerzos y muchas horas dedicadas a los aspectos menos gratos del aprendizaje. Que Malena haya abrazado esta vocación es algo que nos hace muy felices, luego de haberla visto penar con materias absurdas de carreras áridas y desoladas. El Instituto, además, es una maravilla, escondido como un secreto en el corazón de una manzana, y sin embargo abierto a todos de un modo poco frecuente. Apenas llegados, mientras esperamos la apertura, un alumno nos convida con tarta de manzana hecha por sus propias manos.

Enseguida, nos estrechan las manos de Emilio, el dire de la escuela, y nos invita a sentirnos como en nuestra propia casa. No es nada difícil: recorremos a voluntad las aulas y cada recoveco, maravillándonos con las obras expuestas. En cada sala hay un cartel que convoca a sumarle afecto a los conocimientos, y eso también se nota en el cuidado de las instalaciones y los materiales. Luego, la muestra propiamente dicha, plegada de belleza, de concepciones propias, de creatividad genuina y alejada, a más no poder, de lo “cool”. Como corolario, la ceremonia de graduación, sencilla, llena de cariño compartido y abrazos sinceros. Emilio habla del amor a la arcilla, y no puedo dejar de pensar en Cipriano Algor y en su hija Marta, los personajes alfareros de “La caverna”, la novela de Saramago. Y en la canción de Silvio, esa que dice: “Debes amar, la arcilla que va en tus manos (…) sólo el amor convierte en milagro el barro”. 

Por Carlos Semorile.

jueves, 10 de diciembre de 2015

El Profe Horacio



Dicen que para Borges “el escritor es su biblioteca: allí reside la tradición, el universo”. Desde su mismo cargo, Horacio González entendió que la Biblioteca Nacional podía ser mucho más que eso, y cobijar los debates de una época, la historia político-intelectual del país argentino, y propiciar todos los cruces posibles entre el ágora y los libros. Y mientras ordenaba un bíblico caos administrativo y gremial, escribió páginas preñadas con su lúcida y crítica conciencia emancipatoria. Por todo ello, el legado del querido profe González ya es parte de estos “raros tiempos de felicidad en los que fue posible decir lo que pensábamos y hacer lo que debíamos”. Muchas gracias, Horacio!!!

Por Carlos Semorile.

Quien lleva amor



Recuerdo a Buenaventura Luna: “No quise ser lo que pude, y no pude lo que quise; fácil decir que no dice el caudal de ansia en que anduve. Sobre lo que quise o pude, prevaleció mi entereza, y aquí estoy algo en tristeza, quizá un poco en hosquedad, pero firme en la bondad del hombre que al pensar reza”. Y acudo a Silvio: “Por otra parte, detener amores es pretender parar el Universo. Quien lleva amor, asume sus dolores, y no lo para el sol ni su reverso”.

Por Carlos Semorile.

Vamos a volver



Las temidas multitudes argentinas. Las que desde siempre incomodan al país liberal, las que formaron las montoneras federales, las que en congoja despidieron a Peludo en 1933, las que mostraron el rostro del país real en 1945. Las que acompañaron a Néstor, las que bancaron la parada ante cada intento destituyente, se reunieron hoy para agradecerle a Cristina –y en su nombre a Néstor- por estos doce años de dicha al calor de las conquistas y de los derechos. Por Avenida de Mayo pasa un compañero que viene de la Plaza y dice y repite que los de la tevé francesa “no lo podían creer”. Después, promediando el discurso, aparecen y se multiplican las lágrimas. Y muchas siguen llorando cuando las columnas se desconcentran, y los compañeros pasan y le dicen al oído, lo que a esa altura, es un secreto a voces. “Vamos a volver”, cantan las multitudes argentinas y tiene la fuerza de un juramento. 

Por Carlos Semorile.

viernes, 20 de noviembre de 2015

Balada del cantor enamorado



Anoche, en el Teatro del Viejo Mercado, Juan Martín Di Salvo presentó su primer disco, “Resolana”, junto a muy buenos músicos que, además, son sus amigos. No es un dato al pasar porque se nota que Di Salvo admira y quiere a sus músicos, del mismo modo que adora cada canción de su repertorio. En rigor, Juan Martín no las llama así, ni dice “el próximo tema”: habla siempre “de la siguiente obrita” casi como posara su mano en el pecho de los autores y compositores que nos han regalado semejante hermosura. Porque Di Salvo, acaso por aquello de su abuelo cantor o acaso por el día en que su padre lo llevó a escuchar a Eduardo Falú, es un enamorado de la belleza y la música.

Por eso se toca el corazón cuando su dulce voz se arraiga en las “obritas” mientras que, dulcemente, las ofrece a un público embelesado por su gracia. Su pasión se desparrama entre las mesas y vuelve en aplausos de amor después de cada chacarera o cada gatito, compartiendo con Martín su mirada enamorada ante tanta preciosura. Criollita santiagueña, Pescadores de mi río, Lejana tierra mía, La enredadera y el ceibo, Vallecito y Resolana, por nombrar sólo algunas, con tremendos acompañamientos de Hernán Fredes, Carlos “Piri” Delgado, Pablo Hernán “Fino” Mastromarini y Juan Manuel Avilano, más las participaciones de Franco Luciani, Eduardo Spinassi y Marcelo D´ Uva.

¿Dijimos ya que son sus amigos? Ellos también están enamorados de esas músicas nuestras que le cantan a la mujer a la que nunca le dijimos nada, y acompañan a Martín en el rescate de obras que no son de las más transitadas. Di Salvo las fue escuchando una y otra vez, y las sigue leyendo hasta encontrarle nuevos sentidos. Por eso es un recitador notable en el que afloran sus lecturas y una sensibilidad puesta al servicio del lucimiento de la canción y no del artista. Hablamos de un artista exquisito que si es preciso puede sonar como Zitarrosa o Guarany, pero que canta como si diera una serenata. Allí está su amada, la mujer o la poesía, y aquí está Juan Martín, su dichoso cantor enamorado.  

Por Carlos Semorile.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

La edad de la inocencia



Imagen: Globos por Banderas, de Nerina Canzi.
 
En la vida de las personas, a partir de cierta edad ya no se puede alegar inocencia. Es más: se vuelve peligroso pretender apartarse del conocimiento adquirido y hacer como que se desconoce lo que está bien y lo que está mal. Los padres primero, enseguida el resto de la familia, y más tarde los amigos y al fin las parejas nos van despabilando para que abandonemos la edad de la inocencia y nos vengamos grandes, responsables y con criterio para discernir entre virtudes y defectos. Los mejores padres -y las mejores amistades y parejas- son aquellas que no dudan en marcarnos algún extravío, los que nos reclaman un acto de conciencia en vez de dejarnos errar livianamente, para ampararnos luego en una supuesta ingenuidad que hace rato que no tenemos.

Ese falso candor les cabe bien a otro tipo de personas, por ejemplo a los perversos que fingen no saber lo dañino de sus actos y así se camuflan para vivir como uno más en medio de una comunidad que respeta ciertas reglas. ¿De qué se disfraza un perverso? De considerado, de respetuoso, de prolijo. ¿Para qué lo hace? Para que sus víctimas tengan las defensas bajas, para que no estén preparadas cuando llegue la puñalada trapera. Por eso, cuando un perverso amenaza a una comunidad, es lícito que ese grupo humano se defienda y que, como buenos amigos, unos les avisen a otros sobre el peligro que los acecha. En esas circunstancias, cuando el riesgo es inminente, no se puede seguir jugando a la inocencia porque después no hay vuelta atrás.

En este sentido, es obvio que debemos protegernos del retorno al pasado que representa la Alianza Cambiemos. Nadie debería enojarse por las señales de alarma que muchos venimos encendiendo para que la mayoría de nuestros compatriotas no estén inermes y sepan que nos esperan días funestos si confunden la cáscara con el contenido. Es un llamamiento a la adultez de las personas, a que asuman la mayoría de edad de sus decisiones y no se dejen empaquetar por un estilo marketinero que los trata como a púberes. Es una apelación a que se hagan cargo de que están decidiendo el futuro del país, porque esta es una hora muy dramática para la Argentina, y no una elección más. Como decíamos, después de cierta edad ya no hay inocencia posible.

Pero digámoslo mejor: después de ciertas experiencias compartidas como comunidad, tampoco se puede fingir candidez. La debacle del 2001, con su carga de hambre, represión y muerte, no sucedió hace cien años. Fue ayer nomás, y nadie puede hacerse el distraído con éso. Sólo los perversos pueden hablar con liviandad de este pasado reciente y, al mismo tiempo, proponer medidas que nos van a llevar de cabeza a un estallido similar. Usted debe saber que el candidato que dice “me rindo” nos va a entregar maniatados a quienes pretenden robarnos todo de nuevo: YPF, Aerolíneas, la Anses, las jubilaciones, las asignaciones, los subsidios, los derechos. La honradez del empleo, la dignidad del salario, el ver crecer sanos a los hijos.

Seguramente, usted ha trabajado duro para conquistar su bienestar, pero no puede desconocer que todos lo hemos hecho y que salimos del pozo gracias a políticas de amparo que el candidato amarillo se ocupará de destruir sin darnos tiempo a reaccionar. Se lo digo una vez más: si lo vota el domingo, el lunes será tarde. Cuando quiera darse cuenta, estaremos de nuevo en pelotas y a los gritos. Y lamentará que los perversos hayan abusado otra vez de su inocencia.

Por Carlos Semorile.

domingo, 15 de noviembre de 2015

De la mortificación a la ternura



Postales de una Europa en crisis, ramalazos de una violencia irracional que replica la barbarie que los grandes imperios esparcen cada día en cada barrio de las periferias del mundo. El blindaje mediático a pleno: unas módicas líneas o apenas un comentario neutro si la bomba cayó en territorio salvaje (edificios destruidos sin víctimas a la vista, no sea cosa que se activen los mecanismos de la humana solidaridad), o la profusión de imágenes, palabras y músicas de ocasión para condenar el brutal accionar de una horda de fanáticos, si la metralla segó la vida de los ciudadanos del mundo. Y claro que están del gorro y más vale no cruzárselos. Ellos también operan bajo la misma lógica del imperio –no por nada son una creación suya-, y se dedican a sembrar su misma cultura de la mortificación. Provocan, en gran escala, tremendas “encerronas trágicas” donde las víctimas no tienen ninguna escapatoria.

En nuestro país, Fernando Ulloa nos enseñó a pensar cómo salir de la encerrona trágica de la cultura de la mortificación, a partir del “miramiento” hacia el otro, un mirar acompañado con ternura y buen trato para brindarle alimento, cobijo y resguardo al semejante. Ulloa trabajó esta idea con las instituciones, porque sin darse cuenta ellas reproducían aquella cultura de la mortificación, en vez de ser vértices y difusoras de la cultura de la ternura.

Pero no se pasa así como así de la mortificación a la ternura, de una cultura que provoca encerronas trágicas donde no existe un tercero que resguarde a la potencial -y luego efectiva- víctima (pienso, concretamente, en Lucas Cabello, el pibe fusilado por un efectivo de la policía metropolitana), a una cultura que cobija bajo su bandera a los hijos del país. Cada vez que la cultura de la ternura se visibiliza, su sola presencia cuestiona la cultura de la mortificación. Y entonces ésta reacciona y pregunta: “¿Y a ustedes quién los banca?”, porque esta cultura de la mortificación no entiende la gratuidad del gesto que cobija al desvalido, que alimenta al necesitado, que resguarda al perseguido.

Y está también esa cultura de la mortificación cotidiana. Son los que te cruzan con comentarios agraviantes y después cuelgan carteles que rezan: “No pierdas amigos por la política; los políticos luego se apañan entre ellos”, o algo parecido, no importa demasiado porque significa que no han superado la etapa pre-política de la vida comunitaria. O los que pretenden imponerte la agenda ultra de cada día y que, como decía Casullo, confunden “las banderas históricas de la justicia social con una suerte de política arcaica, primitiva, una suerte de ‘turba de los miserables’ sin madurez democrática, ni organización ni experiencia”. El peronismo no “apostó nunca al simple ‘alarido de los parias’, sino a la conciencia constructiva y armonizadora del amplio campo nacional”.

Eso mismo, traducido a términos psicosociales, representa el intento de ir hacia una cultura de la ternura. Hoy, la cultura de la mortificación acecha al Estado para deshilachar todos y cada uno de los derechos y volver a hacer trizas el tejido social. Eso es lo que está en juego, y es lo que saldremos a defender en las urnas y en las calles. ¿Quiénes? Los únicos sponsors que tiene este proyecto, lo que ponen plata si es necesario, los que dejan el alma en cada movilización, los que toman el tren y luego patean cuadras y cuadras porque saben que ahí, debajo de esa bandera, sus hijos están a resguardo.

Por Carlos Semorile.

La palabra emancipada



Una de las cosas que más me llamó la atención en estos años, fue la formidable oratoria de Cristina. Como a muchos, me sedujo su capacidad para explicitar lo medular de los debates del presente y del porvenir (y los del pasado, nadie más revisionista que ella), sin resignar un ápice de los contenidos, ni quedar presa en los rituales del folklore justicialista. Su voz, serena a veces (tirando cifras, enumerando obras), y quebrada en tantos otros momentos, ya forma parte de la memoria de esta época, tanto como la de Evita marcó la suya. A través de su palabra se expresa lo más avanzado de la conciencia nacional, y fue a partir de su afonía que muchos escucharon por primera vez un llamado a construir una Nación efectivamente emancipada.

Luego de la desazón por los resultados del 25 de octubre, a muchos se nos hizo necesario volver a escuchar a Cristina para que alma nos volviera al cuerpo. Como otras veces, la Presidenta apeló al empoderamiento popular para salir a evangelizar, sin enojos, pero con todos los argumentos de estos maravillosos años de lágrimas y reparaciones. Y el pueblo salió a predicar en las calles, en las fábricas, en los talleres, en los bondis, en el subte, en los trenes, en las colas, en las oficinas y, claro, en las plazas. Como en el 2002, los vecinos volvieron a juntarse bajo las araucarias del Parque Centenario. Aquellos discursos de 2002, confusamente reclamaban el fin del estado y su reemplazo por embriones de asambleas autogestionadas, o algo así.

Por el contrario, los discursos de hoy se apoyan en la existencia de un estado que es garante de los derechos de todos, y reivindican la política como la herramienta capaz de mantener esos derechos y conquistar muchos otros. Como testigo y oyente de ambas experiencias, me permito apuntar que en el 2002 no había margen para escuchar discursos que, en no pocas oportunidades, eran consignistas e interminables, y además ininteligibles. Los de hoy, en cambio, son hijos de estos años de haber escuchado a Cristina, de haber comprendido su precisión para machacar sobre lo fundamental. No hubo “egos” ni floreos, y sí mucha emoción puesta al servicio de lo que reclama la dramática hora que vivimos. Un llamado colectivo a defender la Patria.

Que ese llamamiento tenga muchas voces, ya no es lo que asombra. Lo que maravilla es que entre todas esas palabras que hoy dijeron maestras, médicos, laburantes, jubilados, vecinos y militantes, se percibe fácilmente un pensamiento sobre el país que somos y sobre el que queremos ser. Dicho hoy, parece fácil, pero hace 13 años era una quimera que hubiera sonado a desvarío. Esa conciencia renacida, habla de una palabra emancipada que dice que el pueblo argentino no se merece volver a caer en el abismo neoliberal.

Por Carlos Semorile.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Derecho al Acervo



Hoy al mediodía estuve en el Anexo Sur de la Biblioteca Nacional, que no es otra que su antigua sede de la calle México 564, que vuelve a ser parte de la Biblioteca bajo el nombre Borges-Groussac, en homenaje a dos de sus directores más emblemáticos. Se trata del rescate de un edificio que será puesto en valor pero cuya restauración, como planteó Horacio González, implica además una profunda reparación para la historia cultural y para la memoria de los argentinos. González se refirió a los inmensos anaqueles de la antigua sala de lectura –“estas estanterías vacías nos estaban llamando”-, y lo propio hizo Teresa Parodi cuando llamó a llenarlas con los libros que le darán vida. "Desde el primer momento que creamos el Ministerio de Cultura tuve largas charlas con Horacio y fue naciendo esta idea de restituir la antigua sede, la ocupación otra vez del primer piso por parte de la Biblioteca Nacional".

En ese primer piso, están iniciadas las obras de restauración en la que fuera la oficina del director que ocuparon tanto Groussac como Borges, e impresiona pensar que durante tantos años conoció el olvido y la desidia. En su Historia de la Biblioteca Nacional –Estado de una polémica-, González escribió que “alguna vez se tendrá, finalmente, el testimonio asombroso de que por esfuerzo de sus lectores, trabajadores y administradores, la Biblioteca Nacional llegue a ser la conciencia lectora y crítica del memorialismo cultural del país”. Sin dudas, ese esfuerzo ha sido realizado en estos años en que tantos nos hemos sentido convocados por la Biblioteca Nacional para ser parte de esa memoria y a participar en la construcción de las políticas emancipatorias del presente.

La otra razón que me llevó a acercarme hoy al Anexo Sur, también arrastra una memoria del país que fuimos y del que merecemos ser. En 1937, la Biblioteca Nacional albergó el debut de Buenaventura Luna y su más famoso conjunto: “La Tropilla de Huachi-Pampa no ha venido a Buenos Aires por puro afán exhibicionista ni por puro afán de lucro (…) Ha venido a llamar la atención de los porteños sobre el interior del país, hablándoles el lenguaje sencillo y emocional de la música. Su voz viene desde muy adentro de nuestra historia y está saturada de viejas tradiciones. Sus resonancias irán entonces más allá de los oídos de quienes las recojan, haciendo que vuelvan a mirar lo nuestro, que aquí, ¿quién lo duda?, está algo olvidado”. Aquel folklore llegó y religó a los migrantes internos con su tierra y con su espíritu. Pero hubo luego un notorio quiebre cultural, y el mercado y las empresas aplanaron el oído popular.

Algo de eso charlamos más tarde con el compañero Hugo Fernández Panconi, en un breve encuentro que sin embargo alcanzó para que me explicase su idea del Derecho al Acervo. ¿De qué se trata? De que nos asiste el derecho a nutrirnos de nuestra memoria cultural para no ser esclavos del esquema liberal que clausura el acceso al pasado para que, como planteaba Walsh, siempre tengamos que empezar de cero. Y como me pareció una síntesis brillante, le pido permiso a Panconi para difundir y pedir por el Derecho al Acervo, o para celebrar que en ocasiones como la de hoy en el Anexo Sur Borges-Groussac sean las instituciones públicas, como la Biblioteca Nacional y el Ministerio de Cultura de la Nación, quienes se ocupen del Derecho al Acervo.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

¿Queremos ser un pueblo de pastores y labriegos?

Usted sabe por qué se lo pregunto. Y si no sabe, se lo imagina. Con la liberación del precio del dólar al valor del “mercado”, todos los precios se van a disparar y las empresas ya no van a poder reponer los insumos que necesitan para producir. En algunos lugares, eso ya está sucediendo: para “cubrirse” están aumentando el precio de las harinas, y con la misma plata los panaderos pueden comprar la mitad de la materia primera. ¿Cuántos días cree que van a pasar hasta que aumente el precio del pan? Y si aumenta el precio del pan (y la leche, y la papa, etcétera) un cincuenta por ciento: ¿en cuánto se devalúa su salario? Le hablo de lo más inmediato, pero el ejemplo es extendible a todas y cada una de las áreas de la economía: ¿cuánto tiempo puede mantenerse produciendo una empresa a la que de pronto todo le cuesta el doble y, además, la ponen a competir con productos importados? Es una maniobra de pinzas. 

Y se lo digo a propósito en idioma de guerra. Porque cuando liberen el mal llamado “cepo cambiario”, se van a venir en banda primeros los talleres y fabricas más pequeñas, casi enseguida las medianas, y poco después las más grandes. A eso le van a llamar “sinceramiento de los precios y los salarios” –o algo por el estilo-, pero la realidad es que van a echar gente a la calle a lo pavote. ¿Y tiene una idea de lo que van a hacer esos nuevos “desempleados”? Van a pelear por su derecho al trabajo y por el derecho de sus familias al morfi. Y, como dijera un sabio militante, antes que llegar a ser un pueblo hambreado, van a pelear por haber sido ofendidos, humillados. Se va a acordar de lo que le digo, y va a querer que vuelvan los días en que se quejaba de “la inseguridad”.

¿Cómo, no se lo enteró lo que pasó en Tucumán? 500 laburantes en la calle apenas asumió el intendente macrista de la localidad de Concepción. Así como lo escucha, sin anestesia ni vaselina mientras a usted le endulzan el oído con ese verso de “la revolución de la alegría”. ¿No vio las fotos del intendente atrincherado, y la gente quemando gomas en la calle? ¿Qué sigue? Dígamelo usted: ¿la guardia de infantería reprimiendo a los trabajadores? ¿No se da cuenta, mi amigo, que vamos camino a vivir inmersos en un tsunami social? ¿Qué más tiene que pasar para que se dé cuenta que los neoliberales de Cambiemos son una manga de irresponsables que nos van a hundir de cabeza en el caos y la anarquía? ¿Y qué le hace pensar que a usted y a los suyos no les va a tocar? ¿De qué vive, es rico acaso, tiene cuentas en el extranjero, a quién cree que le va a vender sus mercancías o la fuerza de sus brazos?

Pero, además, pensando en un futuro algo más lejano: ¿qué destino tiene la Argentina si de nuevo se desmantela su aparato productivo, si sus fábricas cierran, y si otra vez nos imponen ese modelo de país agropecuario que exporta las proteínas que no pueden consumir los más humildes? Y no es mala leche, sólo quiero que se imagine el país en el que van a vivir sus hijos. Pregúntese si verdad quiere que seamos un pueblo de pastores y labriegos. 

Por Carlos Semorile.




lunes, 9 de noviembre de 2015

Votar al capanga



En enero de 1988 viajé a Nicaragua con muchas ganas de conocer de cerca la Revolución Sandinista. Apenas aterrizado en Managua, un cumpita me invitó a sumarme esa misma noche al agasajo a los jóvenes que habían trabajado en la cosecha de café. En aquella ciudad de coordenadas difíciles (tantas cuadras hacia el lago, luego girar hacia el sur, etc.), ubiqué el predio y me sumé a la fiesta. Pero por poco tiempo. Un joven dirigente se me acercó para preguntarme de dónde venía y qué hacía allí. Al no estar invitado formalmente, me invitó a retirarme. Y como me demoré terminando un trago, volvió a increparme con peores modos y me amenazó con llamar a la policía. Deje mi vaso, y me fui pensando en los precios que uno paga por no estar encuadrado.

Tiempo más tarde, en la ciudad de Granada, cometí el pecado de ir cambiar unos dólares con una fotocopia de mi pasaporte y no con el documento en mano. Me dejaron “retenido” allí hasta que comprobaron que me alojaba en el hotel que decía hospedarme, y que la posadera les mostró mi documento. La tercera vez que me topé con la burocracia infinitesimal, salí ganancioso. Fue más o menos así: en Managua me había hecho amigo de una compañera chilena, que también había viajado por la propia, sin brigada ni grupo de apoyo alguno. Dado que estábamos “sueltos”, nos recomendaron visitar una organización católica para ver si, a través de ellos, nos conseguían un pase a una empresa que nos tomara como voluntarios para los trabajos del café.

La entrevista estaba empantanada hasta que saqué de la galera que, con uno de mis tíos, en Buenos Aires imprimíamos “Prensa Ecuménica”, del pastor Aníbal Sicardi. Resultó que ellos tenían unos ejemplares de aquel folleto salido de una gastada maquinita offset, y en el pie de imprenta corroboraron mis dichos. Nos asignaron una unidad productiva a pocos kilómetros de Managua, aunque la distancia debía más bien medirse en pasar –casi- del siglo veinte al diecinueve. Nos asignaron una casucha con dos literas superpuestas, y una mesa y una silla, y nos dieron unos cubiertos y unos vasos para las colaciones diarias. La cosecha ya había terminado, así que trabajamos sembrando café y otras veces en tareas de desbrozamiento de yuyos y plantas de otros cultivos.

El ritmo de laburo era tranquilo, con pausas para hidratarnos y estar unos minutos a resguardo del sol, pero el cansancio se hacía sentir al final de cada jornada. En uno de esos descansos, vimos pasar a unos hombres que deambulaban entre los campos sin ocupación aparente, que cada tanto se detenían a conversar con algún trabajador y luego seguían su errancia. Observamos también que una mujer –a quien aquí llamaremos María- no veía con buenos ojos ni a los paseantes ni a quienes les daban charla, y vimos que otros seguían su ejemplo. Supimos más tarde que aquellos hombres eran ex guardias somocistas que cumplían su condena en una cárcel cercana, y que estaban bajo un régimen que les permitía estas libertades ambulatorias.

También nos enteramos que en la guerra revolucionaria, María había perdido a seis de sus once hijos, tres en cada bando. Ella no hablaba de eso, pero su corazón era sandinista y claramente reprobaba la demasiada piedad para con los esbirros del régimen. Además, María era una de las referentes de esa pequeñísima comunidad rural: buena trabajadora, solidaria, y con el carácter y la garra suficiente como para plantarle cara al capataz de aquella finca. De él se decía que años atrás tenía el látigo fácil para hacer valer su autoridad e imponer sus dudosos criterios, pero el capanga era todavía el único hombre que andaba todo el tiempo con machete al cinto. La Revolución se demoraba en llegar a la Unidad Productiva Económica General Omar Torrijos.

Mi amiga chilena se había ido, extenuada, luego de los primeros días de siembra, de modo que no estuvo para ver cómo cada noche, luego de la cena, todos se juntaban en la barraca comunal a seguir con el Jesús en la boca los capítulos de la novela brasilera “La esclava Isaura”. Novela que ya tenía algunos años, pero que hablaba de ellos, de su vida campesina atada al yugo de la escasez y a los caprichos de un capataz despótico. Cuando comenzaba el Noticiero Sandinista, la barraca se despoblaba y ahí me quedaba, con mis ganas de enterarme qué pasaba más allá del Cañón del Crucero. Sólo una vez me acompañó un viejo: decía el noticiero que había llegado un barco burlando el virtual bloqueo; el viejo se levantó diciendo que jamás verían esa comida.

Tenían un chiste al respecto: “Aquí se come variado: almorzamos moros y cristianos, y cenamos cristianos y moros”. Como para colmo las raciones eran tacañas y desabridas, ellos suplementaban la dieta con plátanos verdes y tazas de café. Aún en ese clima de desánimo, había ido creciendo una esperanza: se avecinaban las elecciones para designar capataz, y en las charlas previas muchos se inclinaban decididamente por el candidato que apoyaba María. Pero el día de la elección, hubo una maniobra y a último momento se decidió que se votaría a mano alzada. Como argentino formado en la idea del sufragio secreto, sufrí doblemente al ver claudicar a muchos de los que habían asegurado que elegirían un nuevo delegado y terminaron votando al odiado capanga.

Recuerdo las caras de aquel día, no las caras particulares de cada uno, sino los rostros de la vergüenza de aquellos que no supieron o no pudieron sostener sus convicciones, y los rostros en derrota de quienes habían visto crecer sus expectativas al calor del devenir victorioso de la esclava Isaura. También recuerdo que por esos días (antes de las elecciones), se produjo la fugaz visita de unos jóvenes dirigentes sandinistas. Revisaron unos libros, conversaron brevemente con los funcionarios de la Omar Torrijos, recabaron datos y partieron. Todavía me pregunto quién hubiera ganado la elección si esos milicianos no hubiesen tenido tanta prisa, y si le hubieran dado un espaldarazo a esa gente que, por muchas razones, ya no creía en el Noticiero Sandinista.

Por Carlos Semorile.

viernes, 6 de noviembre de 2015

El país de sus sueños



Desde hace unos días me pregunto si el país de sus sueños es tan diferente de los sueños de otros, e inclusive de mis propios sueños de tener un país mejor. Todos soñamos, para nosotros o para nuestra posteridad, con una Argentina en la que, como mínimo, todos sus ciudadanos tengan las mismas posibilidades de estudiar, trabajar y tener acceso a la salud. Yendo un poco más allá, el sueño de muchos es poder prosperar en un país que le brinde un techo a cada uno de sus hijos (un sueño bien argentino, según aseguran quienes han conocido mundo). Un país donde los hogares tengan acceso a los servicios básicos (y a otros que -como el acceso a internet- ya son parte de nuestra vida cotidiana), donde las familias accedan al consumo pero también al entretenimiento y la cultura. Y que cada uno de estos sueños sea un derecho, consagrado por las leyes y protegido desde el Estado.

Claro que hay sueños que de tan personales son intransferibles, como cuando hablamos de lo que usted desea puntualmente para sí mismo o para los suyos: ganar bien con su oficio o profesión, tener un buen pasar con su pareja y sus hijos, que los pibes crezcan sanitos, que estudien, sean buena gente y tengan suerte en el amor y en la vida. Pero ya ve, aún los anhelos más íntimos guardan alguna relación con las quimeras de los demás porque, cada uno con sus diferencias, soñamos más o menos las mismas cosas. Para graficarlo, es como si fuésemos parte de uno de esos dibujos -de Tute, por ejemplo- donde los pensamientos de uno se enhebran con los pensamientos de otro, y de otro más, hasta formar una única madeja. Y cuando imagino ese ovillo gigante, le confieso que me suceden dos cosas: me cuesta pensar que alguien crea que puede concretar sus sueños él solo, sin los demás.  

Por otra parte, se me hace difícil que alguien no advierta lo difícil que ha de ser conducir los destinos del país, y hacer que se vayan articulando los distintos sectores de la vida nacional como para lograr un equilibrio (siempre cambiante, pero más o menos estable), y una integración que le permita a cada uno de los soñadores ir concretando cada día lo que soñaron cada noche. Porque usted, como tantos –como yo mismo-, tendrá cosas que reclamarle a este camino que venimos recorriendo desde el año 2003 a la fecha, pero lo que usted ni nadie puede negar es que en el país del 2001 no había ni conducción, ni integración ni equilibrio. Aquel país era sumamente despiadado con los sueños de sus hijos y, si se pone una mano en el corazón, deberá reconocerme que inclusive habíamos perdido la voluntad de soñar. ¿Quién iba a proyectarse si en esos años “cada necesidad era un drama angustioso”?

De aquella sociedad a ésta, la diferencia no se mide en años sino en expectativas. Hoy, cuando todavía falta tanto, cuando aún queda muchísimo por hacer, hemos logrado que cada argentino tenga “un pequeño horizonte para cada esperanza”. Le pido que se fije de qué manera modesta se lo planteo (“un pequeño horizonte para cada esperanza”), pero a la vez le ruego que reflexione cuánto significa esa ventana por la que cada quien puede comenzar a vislumbrar el futuro propio y el de sus seres queridos. Y aunque sé que usted sabe por qué se lo digo, me permito recordarle que este primer paso nos ha costado mucho sufrimiento y muchas lágrimas. No vivo en una sociedad perfecta, pero amo mis anhelos y los de todos los que soñamos ese país mejor. Por eso, en nombre de las quimeras de todos, no permita que aquellos que hablan de “cambio” vengan a robarle sus esperanzas junto con sus sueños.

Por Carlos Semorile.

jueves, 29 de octubre de 2015

“La realidad es desprolija”



Anoche se realizó un emotivo homenaje a Carlos Olmedo en la Biblioteca Nacional, y creo no equivocarme si digo que todos nos quedamos con ganas de conocer mejor a este hombre brillante que dejó una huella indeleble en quienes fueron sus amigos, sus compañeros, su familia y aún en quienes alguna vez lo trataron. Se habló de la fascinación que ejercía con su forma de hablar en la que no había una palabra de más ni de menos, de su halo misterioso que no impedía reconocer en él a un profesor con una preparación formidable, el que pensaba que hasta un simple volante estudiantil debía estar bien escrito. Se repasaron los pocos datos conocidos de sus primeros años, y se hicieron extensos comentarios sobre su biografía intelectual y como combatiente. Se rememoró su célebre entrevista con Paco Urondo, y aquellas definiciones suyas que todavía hoy merecen ser mejor leídas y comprendidas.

Un compañero recordó que una noche Olmedo lavaba los platos y, mientras bajaba línea, le decía: “¿Sabés que pasa, Negrito? La realidad es desprolija”. Y cuando los demás se iban a dormir, él se quedaba tecleando, y temprano por la mañana ya estaba tecleando ideas para pensar esa realidad desprolija. También se leyó un precioso poema suyo, se vio un adelanto del documental que prepara su sobrino y, sobre el final se cantó “El Combate de Ferreyra”. Pero acaso lo más conmovedor haya sido la presencia de los delegados de Sitrac-Sitram, que se vinieron desde Córdoba a rendirle homenaje al “Comandante Olmedo” y que, emocionados y con pudor, le pidieron perdón por haber demorado tantos años en hacerlo. No hubo tiempo para más, y entonces quedaron pendientes otras voces que pudieran dar testimonio de sus vínculos con Carlos Olmedo y por qué todos ellos lo llevan con amor en sus corazones.

Por Carlos Semorile.

Tabicados



Durante el Genocidio, a los detenidos-desaparecidos se los mantenía “tabicados” como una forma de impedir cualquier tipo de solidaridad, por mínima que fuera, entre los compañeros de infortunios. Como señala Pilar Calveiro, en el resto de la sociedad civil se repetía lo mismo que sucedía en los campos concentracionarios: “Así como los cuerpos de los secuestrados permanecían en la oscuridad, el silencio y la inmovilidad, en cuchetas separadas unas de otras, así se pretendía a la sociedad, fraccionada, inmóvil, silenciosa y obediente; una sociedad que se pudiera ignorar y ordenar en compartimentos estancos (…) Unos hombres pasivos, una sociedad pasiva e inerte”. De este modo, se buscó hacer trizas lazos solidarios y de identidad que eran el mejor legado de un par de generaciones que se habían movilizado fuertemente por la justicia social, la inclusión y la igualdad. Y por el desarrollo.

Los que de un modo u otro vivimos bajo aquel terror, sabemos de qué distintos modos el miedo se hizo carne y piel, y cuán difícil fue salir del “silencio y la inmovilidad”. La obediencia era un reflejo, una cuestión casi muscular, pero así y todo volvimos a llenar las plazas y las avenidas para reclamar libertad, paz, pan y trabajo. Tras una breve primavera de conquistas, las promesas se desvanecieron y comenzó un largo ciclo donde la democracia estuvo tutelada por la subordinación al capital financiero: persianas bajas, fábricas cerradas, desocupación, exclusión, hambre y miseria. Puertas adentro de cada hogar, “cada necesidad era un drama angustioso”. “Cuando las masas pierden su ilusión del derecho y la justicia, y se sienten constreñidas por el sufrimiento, entonces esa masa queda inevitablemente librada a esos estados mórbidos, propicios a la anarquía, primero, y, más tarde, a la disolución y la ruina”.  

 Eso fue el 2001. Los cuerpos reaccionaron con un espasmo de violencia contenida, y el tejido social estuvo a punto de estallar, llevando a la Argentina misma al borde de la disolución. Desde el 2003 a la fecha, se pudo recomponer esta larga tendencia hacia la fragmentación y la inercia. Hubo trabajo, educación, salud, crecimiento, bienestar, inclusión, desendeudamiento, ciencia, desarrollo, integración, memoria, verdad y justicia, reparación del tejido social, y la recuperación de la dignidad y de la iniciativa perdidas durante la larga noche neoliberal. Todo esto se llevó adelante confrontando con quienes toda la vida se negaron a reconocer estos derechos a las grandes mayorías argentinas y, pese a la virulencia de los grupos mediáticos y de ciertos sectores políticos, se hizo en paz y en libertad. Con las calles llenas de jóvenes, de mujeres, de familias trabajadoras y de clase media, levantando una bandera de esperanza.

Y vos podés no estar de acuerdo con el estilo, o con algunos aspectos puntuales de este proceso, pero lo que no deberías permitir es que nadie te tabique nuevamente la mirada y te haga perder de vista el conjunto, la totalidad de esta película. Hoy los medios cumplen el rol que antes cumplieron los milicos, y te tabican para que unos crean que el problema es la corrupción, otros piensen que es el impuesto a las ganancias, o el paco o el medio ambiente. Y así de seguido, con tal de venderte un candidato que reciba una sociedad previamente “fraccionada, inmóvil, silenciosa y obediente”. Una comunidad dividida en “compartimentos estancos” que olvide que en la cucheta de al lado hay un compatriota que vive sus mismos infortunios y alegrías. “Una sociedad pasiva e inerte” que tenga la guardia baja y que no atine a reaccionar cuando Macri venga a convertir en polvo todo lo que tanto nos costó conseguir.

Por Carlos Semorile.

viernes, 9 de octubre de 2015

La Impostura



Macri, nos has dicho populistas y demagogos. Has asegurado que cada paso que dimos estaba signado por este afán de seducir y corromper a las masas. Has actuado como un oligarcón de esos que siempre usan la expresión “demagogia” para descalificar la justicia social. “¿Sabe lector de qué lo acusaron formalmente a Jesucristo?... Pues de seductor, expresión equiparable a la de demagogo, pues seducir sería la finalidad de la demagogia”. Mirá, vos!

Contaba Salvador Ferla que el “demagogo” Dorrego “se disfrazaba de orillero (pero que) Rivadavia no lo habría hecho ni amenazándolo con un fusil. Perón daba conferencias en los sindicatos. No conozco a ningún anti-Perón capaz de hacerlo con propósitos de engaño”. Entonces, has dado un paso enorme, pequeño sátrapa. Superando el asco, dejaste en ridículo a Rivadavia y a Pinedo el Viejo, que jamás fueron capaces de travestirse como vos.

Pero, ¡ay!, tal vez por estar ocupado en maquillarte, no has comprendido que “el pecado de demagogia consiste en instituir a los humildes como finalidad de la política”. Y otro detalle:La alianza y la convivencia entre el pueblo y el demagogo, crea inevitablemente una comunidad de intereses. El solo hecho de dirigirse al pueblo, de decirle que se lo necesita, ya constituye un compromiso”. Y vos no tenés compromisos, tenés “bisnes”; mucho Niembro y cero Garrahan.

Por eso, tu estatua de ayer no es en verdad un homenaje: es una lápida. “Como todas las celebraciones oficiales de la gloria, la llegada al Panteón, tiene un doble rostro: permite ser célebre para siempre y, a su vez, ignorado hasta la eternidad. Es tanto lo que se esconde como lo que se exhibe. Organiza el olvido ofreciendo el recuerdo”. ¿De eso se trata no, Mauricio? De petrificar a Perón para enterrar al Peronismo, de ofrecer “folklore” para diluir la política.

Sos bruto, ¿eh? Creer que alguien va a confundir al “primer trabajador” con el vago más insigne. Perón abrió “un pequeño horizonte para cada esperanza”, y vos sos el sepulturero de todas las ilusiones que atesoran las grandes mayorías argentinas. ¿No te enteraste de nada de lo que pasó en estos doce años? Perón vive en la Asignación Universal por Hijo, en las paritarias, en el desendeudamiento, en YPF, en Aerolíneas, en Procrear, y en cada militante.

¿Y vos querés llegar de advenedizo, pintarrajeado y travestido, y jugar a la “casita robada”? ¿Pretendés plantar una Estatua de Troya para llevarte puestos todos estos años de lágrimas y reparaciones? Pero hacé el favor, pavote, si lo tuyo es la impostura, la patraña y la engañifa. Primero tomá la sopa, levantate temprano y devolvé todo lo que se afanaron. Sos un demagogo de cartón: sin pueblo, sin compromisos y sin política. Y, claro, sin Peronismo y sin amor!!

Por Carlos Semorile.
 

miércoles, 7 de octubre de 2015

"Más que amor es un sufrir"



Es el título de una muy buena serie sobre la telenovela latinoamericana, una iniciativa de la Televisión Digital Abierta en coproducción con otros países de la región. Para quienes amamos el género, es una maravillosa oportunidad para ver y oír a los propios hacedores –actrices, guionistas, directores, productores- y también a estudiosos y teóricos del asunto que brindan sus impresiones sobre este formato tan latinoamericano en su forma y en su fondo. Las miradas son diversas y cada quien aporta su enfoque sobre el crecimiento de la industria, las réplicas de las novelas exitosas –aún en países que no hablan ni español ni portugués-, los diferentes modos de decir que tenemos en cada país y cómo sin embargo nos comprendemos, los grandes títulos que hicieron historia, los cambios en el modo de narrar y los desafíos que atraviesa el género. Pero, sin dudas, lo mejor son los testimonios de los televidentes.

Registradas en las más diversas geografías, las amas de casa, las empleadas, las jóvenes y las mayores, cuentan sus novelas favoritas, y lo mismo hacen trabajadores y jubilados, adultos y muchachos que recuerdan bien sus tiras más queridas. Y lo maravilloso es que no solamente citan lo medular de cada telenovela, sino que además reflexionan sobre el formato y sus implicancias sociológicas, sobre los avances que ha experimentado sobre todo en las últimas décadas, y acerca de a quiénes representan los personajes y sus situaciones. En este sentido, sus voces no están a la zaga de quienes elaboran estos productos: muy por el contrario, muestran una extraordinaria comunión a uno y otro de la pantalla. Algo muy similar puede decirse de los testimonios de actrices y actores que por algo dieron vida a personajes que, en tramos importantes de sus vidas, han sido algo así como su segunda piel.

Si mal no recuerdo, García Márquez abogaba por una revalorización de la telenovela, tantas veces menospreciada como un género menor destinado a un público también inferior, sin capacidad de análisis ni raciocinio, propicio a las más burdas manipulaciones sensibleras. Y lo decía nada menos que Gabo, quien manifestaba que se hubiese tenido por mucho mejor escritor si hubiera sido capaz de contar una historia como la de Pedro Navaja o la de alguno de esos dramones bíblicos, redonditos de tan acabados y sin fisuras. Y por ahí va la cosa nos parece: por ese arte de saber contar historias desmesuradas que dejan al espectador a la espera de esas vueltas que, en el breve lapso de un capítulo, hace que entren todas las esperanzas y todos los amores del mundo.

Por Carlos Semorile.

martes, 29 de septiembre de 2015

La lengua emancipada



¿Prodigioso, no? Si usted, como yo, escuchó como zumbaban los latigazos verbales de la Presidenta en la ONU, es porque ella hace uso de una lengua emancipada de hipocresías. Dice lo que debe decir, sin formulas vacías ni consignismos bienpensantes. La oratoria de Cristina es “argentina” por lo cristalino de su mensaje, por el desenfado de su estilo, y porque tiene una fortísima sonoridad plebeya. No usa el “voseo” pero casi…, y qué duda cabe de que les habla de igual a igual. De que les dice todas las verdades en la jeta.

Por Carlos Semorile.

La liturgia y la palabra



Primero fue el Verbo, pero hace mucho que la liturgia tomó su lugar, mejor dicho todos los lugares disponibles y desplazó a la palabra a los confines de la fe. En este proceso, la Iglesia se resignó a sus formas ritualistas como si éstas por sí mismas pudiesen reemplazar la convocatoria a la comunidad de fieles y posibles fieles. El ceremonial servía para ahogar la voz de los eclesiásticos supremos, toda vez que lo único que tenían para dar eran amonestaciones, reprimendas y durísimas advertencias. Todo eso se ha trastocado durante el actual papado, y sigue cambiando porque Francisco ha colocado a la palabra en el lugar central de su prédica. Es comprensible que ello provoque espanto en quienes estaban muy cómodos con el antiguo sistema de dictámenes inamovibles, y con el ánimo rigorista, sancionatorio y fuertemente conservador de los Papas de las minorías más minoritarias y sectarias del mundo.

También se entiende que esto genere un arco que va de las suspicacias a las sospechas –o al descreimiento liso y llano- en quienes hemos visto a la Iglesia como mascarón de proa de los imperios para quebrar los procesos emancipatorios de los pueblos. En este sentido, claramente no alcanza con las palabras, y para muchos inclusive no alcanza con los hechos. Sin embargo, este Papa no habla para el círculo reducido de los poderosos, ni balbucea detrás de la solemnidad ritual de los oficios. Por el contrario, su palabra se alza por encima de los protocolos, y busca enlazarse con las mayorías que desean cambios que vayan en el sentido de la reparación y la redención. Donde antes se escuchaba un ruido de silabeos y latinazgos, hoy se oye un discurso político que habla el mismo idioma que muchos de nosotros. Y ahí, en ese encuentro de la palabra, al menos podemos discutir cómo darle fin al reino de la barbarie.

Por Carlos Semorile.

viernes, 18 de septiembre de 2015

Mil ocho noventa



Tiene razón Cristina. Si gobernaran Macri y Magnetto habría que volver a hacer la Revolución del Parque. Luego, mientras ellos apañan “elecciones”, deberíamos volver al abstencionismo hasta conseguir una nueva Ley Sáenz Peña y ganarles en buena ley. Allí, de mala nos dejarían ensayar algunos cambios, mientras preparan el golpe y la restauración. Enseguida, estaríamos reviviendo las miserias de la Década Infame y refundando Forja para despertar la conciencia nacional. Tendríamos luego diez años gloriosos de derechos y conquistas, seguidos de bombardeos, fusilamientos y proscripciones. ¿Cuántos años de éso? ¿Veinte, treinta? Los que hagan falta, y si de casualidad nos rebelamos y levantamos de nuevo la cabeza, nos estaría esperando las hogueras de un nuevo genocidio. Y siempre, siempre, el neoliberalismo aplastando todas y cada una de nuestras energías y esperanzas. Tiene razón la Presidenta: “los noventa” de ellos son los de 1890. Por eso, cuide su voto, amigo! Porque su voto cuida sus conquistas y las de todos. No sea cosa que mañana se despierte sin derechos, y no tenga ni palenque anda rascarse.

Por Carlos Semorile.

martes, 8 de septiembre de 2015

La canción emancipada



La vieja España supo tener un Nebrija que sintetizó el dominio de sus colonias bajo la fórmula “Lengua e Imperio”. “No había en su lengua sino lugar para el castigo”.[1] Para salir de la minoridad impuesta por los españoles, nuestros primeros revolucionarios tuvieron que “servirse del estado de a la lengua vigente en aquella fecha” y, al mismo tiempo, debieron luchar por “revolucionar la lengua, dotando de nuevos sentidos a las viejas palabras”, iniciando así una batalla por el lenguaje que “no ha cesado en los últimos doscientos años”.[2] Andando el tiempo, Alberdi planteó que “nuestra lengua aspira a una emancipación”, y al despuntar el siglo XX Abeille tendría la osadía de plantear la existencia de un Idioma nacional de los argentinos. Acaso se le fue la mano, pero Martínez Estrada supo ver que los “poetas del pueblo” declararon “como extranjera la voluntad de crear una literatura nacional con elementos foráneos”, recogiendo y legalizando “lo español vivo en lo argentino vivo”: “Lo que nosotros hemos modificado en lo sustancial y hasta los límites de lo posible dentro de la rigidez de toda lengua es la semántica y la intencionalidad del lenguaje. No lo hemos deformado por fuera, sino por dentro”. Y cuando el Martín Fierro plantea “la ley primera” está invirtiendo la imposición del lenguaje colonizado que ordena desalojar el amor y suplantarlo por la desconfianza.[3] Es toda una reposición de valores: la fraternidad en sentido amplio, entre “gente que se quiere y se comprende” -como escribe Buenaventura Luna-, entre paisanos estigmatizados como bárbaros.

¿Se interesan los músicos por estas cosas? Cuando “la música interior” tocó por primera vez las puertas de la esquiva metrópoli, Juan Agustín García dijo que había recorrido “con bondad y paciencia lo que se siente en esos centros populares (…) Se encuentran emociones muy intensas y bien traducidas en un verso armonioso, español, pero muy argentino: con mucho sabor local (…) La guitarra es, en todos estos cantos, el símbolo de la patria; de una patria más suave y dulce”. Si el criollismo fue acaso una revolución cultural es porque terminó con los “buenos modales” del idioma, esos que hacían que la lengua del oprimido se escuchase como ruido y sólo se escuchara como discurso el idioma del opresor.[4] ¿Hace falta sugerir lo que va del lenguaje a la canción?

“El encuentro entre una persona y el lugar al que pertenece no es fortuito, es algo que va más allá del destino, es algo tan primordial que no hay palabras para describirlo”.[5] Pero hay que encontrar esas palabras y avanzar hacia una lengua nacional emancipada. “¿Para qué nuestra música? ¿Para qué nuestros dioses? ¿Para qué nuestras telas? ¿Para qué nuestra ciencia? ¿Para qué nuestro vino?”, preguntaba Manzi. Para que podamos escuchar una canción emancipada y disfrutar y tener “una patria más suave y dulce”.

Por Carlos Semorile.


[1] Juan Bautista Duizeide, Lejos del mar.
[2] Javier Fernández Sebastián citado por Esteban de Gori en La república patriota.
[3] Siguiendo a Jamaica Kincaid en Autobiografia de mi madre.
[4] Siguiendo a Eduardo Rinesi en Política y tragedia. Hamlet, entre Hobbes y Maquiavelo.
[5] Jamaica Kincaid, Autobiografía de mi madre.