viernes, 20 de noviembre de 2015

Balada del cantor enamorado



Anoche, en el Teatro del Viejo Mercado, Juan Martín Di Salvo presentó su primer disco, “Resolana”, junto a muy buenos músicos que, además, son sus amigos. No es un dato al pasar porque se nota que Di Salvo admira y quiere a sus músicos, del mismo modo que adora cada canción de su repertorio. En rigor, Juan Martín no las llama así, ni dice “el próximo tema”: habla siempre “de la siguiente obrita” casi como posara su mano en el pecho de los autores y compositores que nos han regalado semejante hermosura. Porque Di Salvo, acaso por aquello de su abuelo cantor o acaso por el día en que su padre lo llevó a escuchar a Eduardo Falú, es un enamorado de la belleza y la música.

Por eso se toca el corazón cuando su dulce voz se arraiga en las “obritas” mientras que, dulcemente, las ofrece a un público embelesado por su gracia. Su pasión se desparrama entre las mesas y vuelve en aplausos de amor después de cada chacarera o cada gatito, compartiendo con Martín su mirada enamorada ante tanta preciosura. Criollita santiagueña, Pescadores de mi río, Lejana tierra mía, La enredadera y el ceibo, Vallecito y Resolana, por nombrar sólo algunas, con tremendos acompañamientos de Hernán Fredes, Carlos “Piri” Delgado, Pablo Hernán “Fino” Mastromarini y Juan Manuel Avilano, más las participaciones de Franco Luciani, Eduardo Spinassi y Marcelo D´ Uva.

¿Dijimos ya que son sus amigos? Ellos también están enamorados de esas músicas nuestras que le cantan a la mujer a la que nunca le dijimos nada, y acompañan a Martín en el rescate de obras que no son de las más transitadas. Di Salvo las fue escuchando una y otra vez, y las sigue leyendo hasta encontrarle nuevos sentidos. Por eso es un recitador notable en el que afloran sus lecturas y una sensibilidad puesta al servicio del lucimiento de la canción y no del artista. Hablamos de un artista exquisito que si es preciso puede sonar como Zitarrosa o Guarany, pero que canta como si diera una serenata. Allí está su amada, la mujer o la poesía, y aquí está Juan Martín, su dichoso cantor enamorado.  

Por Carlos Semorile.

miércoles, 18 de noviembre de 2015

La edad de la inocencia



Imagen: Globos por Banderas, de Nerina Canzi.
 
En la vida de las personas, a partir de cierta edad ya no se puede alegar inocencia. Es más: se vuelve peligroso pretender apartarse del conocimiento adquirido y hacer como que se desconoce lo que está bien y lo que está mal. Los padres primero, enseguida el resto de la familia, y más tarde los amigos y al fin las parejas nos van despabilando para que abandonemos la edad de la inocencia y nos vengamos grandes, responsables y con criterio para discernir entre virtudes y defectos. Los mejores padres -y las mejores amistades y parejas- son aquellas que no dudan en marcarnos algún extravío, los que nos reclaman un acto de conciencia en vez de dejarnos errar livianamente, para ampararnos luego en una supuesta ingenuidad que hace rato que no tenemos.

Ese falso candor les cabe bien a otro tipo de personas, por ejemplo a los perversos que fingen no saber lo dañino de sus actos y así se camuflan para vivir como uno más en medio de una comunidad que respeta ciertas reglas. ¿De qué se disfraza un perverso? De considerado, de respetuoso, de prolijo. ¿Para qué lo hace? Para que sus víctimas tengan las defensas bajas, para que no estén preparadas cuando llegue la puñalada trapera. Por eso, cuando un perverso amenaza a una comunidad, es lícito que ese grupo humano se defienda y que, como buenos amigos, unos les avisen a otros sobre el peligro que los acecha. En esas circunstancias, cuando el riesgo es inminente, no se puede seguir jugando a la inocencia porque después no hay vuelta atrás.

En este sentido, es obvio que debemos protegernos del retorno al pasado que representa la Alianza Cambiemos. Nadie debería enojarse por las señales de alarma que muchos venimos encendiendo para que la mayoría de nuestros compatriotas no estén inermes y sepan que nos esperan días funestos si confunden la cáscara con el contenido. Es un llamamiento a la adultez de las personas, a que asuman la mayoría de edad de sus decisiones y no se dejen empaquetar por un estilo marketinero que los trata como a púberes. Es una apelación a que se hagan cargo de que están decidiendo el futuro del país, porque esta es una hora muy dramática para la Argentina, y no una elección más. Como decíamos, después de cierta edad ya no hay inocencia posible.

Pero digámoslo mejor: después de ciertas experiencias compartidas como comunidad, tampoco se puede fingir candidez. La debacle del 2001, con su carga de hambre, represión y muerte, no sucedió hace cien años. Fue ayer nomás, y nadie puede hacerse el distraído con éso. Sólo los perversos pueden hablar con liviandad de este pasado reciente y, al mismo tiempo, proponer medidas que nos van a llevar de cabeza a un estallido similar. Usted debe saber que el candidato que dice “me rindo” nos va a entregar maniatados a quienes pretenden robarnos todo de nuevo: YPF, Aerolíneas, la Anses, las jubilaciones, las asignaciones, los subsidios, los derechos. La honradez del empleo, la dignidad del salario, el ver crecer sanos a los hijos.

Seguramente, usted ha trabajado duro para conquistar su bienestar, pero no puede desconocer que todos lo hemos hecho y que salimos del pozo gracias a políticas de amparo que el candidato amarillo se ocupará de destruir sin darnos tiempo a reaccionar. Se lo digo una vez más: si lo vota el domingo, el lunes será tarde. Cuando quiera darse cuenta, estaremos de nuevo en pelotas y a los gritos. Y lamentará que los perversos hayan abusado otra vez de su inocencia.

Por Carlos Semorile.

domingo, 15 de noviembre de 2015

De la mortificación a la ternura



Postales de una Europa en crisis, ramalazos de una violencia irracional que replica la barbarie que los grandes imperios esparcen cada día en cada barrio de las periferias del mundo. El blindaje mediático a pleno: unas módicas líneas o apenas un comentario neutro si la bomba cayó en territorio salvaje (edificios destruidos sin víctimas a la vista, no sea cosa que se activen los mecanismos de la humana solidaridad), o la profusión de imágenes, palabras y músicas de ocasión para condenar el brutal accionar de una horda de fanáticos, si la metralla segó la vida de los ciudadanos del mundo. Y claro que están del gorro y más vale no cruzárselos. Ellos también operan bajo la misma lógica del imperio –no por nada son una creación suya-, y se dedican a sembrar su misma cultura de la mortificación. Provocan, en gran escala, tremendas “encerronas trágicas” donde las víctimas no tienen ninguna escapatoria.

En nuestro país, Fernando Ulloa nos enseñó a pensar cómo salir de la encerrona trágica de la cultura de la mortificación, a partir del “miramiento” hacia el otro, un mirar acompañado con ternura y buen trato para brindarle alimento, cobijo y resguardo al semejante. Ulloa trabajó esta idea con las instituciones, porque sin darse cuenta ellas reproducían aquella cultura de la mortificación, en vez de ser vértices y difusoras de la cultura de la ternura.

Pero no se pasa así como así de la mortificación a la ternura, de una cultura que provoca encerronas trágicas donde no existe un tercero que resguarde a la potencial -y luego efectiva- víctima (pienso, concretamente, en Lucas Cabello, el pibe fusilado por un efectivo de la policía metropolitana), a una cultura que cobija bajo su bandera a los hijos del país. Cada vez que la cultura de la ternura se visibiliza, su sola presencia cuestiona la cultura de la mortificación. Y entonces ésta reacciona y pregunta: “¿Y a ustedes quién los banca?”, porque esta cultura de la mortificación no entiende la gratuidad del gesto que cobija al desvalido, que alimenta al necesitado, que resguarda al perseguido.

Y está también esa cultura de la mortificación cotidiana. Son los que te cruzan con comentarios agraviantes y después cuelgan carteles que rezan: “No pierdas amigos por la política; los políticos luego se apañan entre ellos”, o algo parecido, no importa demasiado porque significa que no han superado la etapa pre-política de la vida comunitaria. O los que pretenden imponerte la agenda ultra de cada día y que, como decía Casullo, confunden “las banderas históricas de la justicia social con una suerte de política arcaica, primitiva, una suerte de ‘turba de los miserables’ sin madurez democrática, ni organización ni experiencia”. El peronismo no “apostó nunca al simple ‘alarido de los parias’, sino a la conciencia constructiva y armonizadora del amplio campo nacional”.

Eso mismo, traducido a términos psicosociales, representa el intento de ir hacia una cultura de la ternura. Hoy, la cultura de la mortificación acecha al Estado para deshilachar todos y cada uno de los derechos y volver a hacer trizas el tejido social. Eso es lo que está en juego, y es lo que saldremos a defender en las urnas y en las calles. ¿Quiénes? Los únicos sponsors que tiene este proyecto, lo que ponen plata si es necesario, los que dejan el alma en cada movilización, los que toman el tren y luego patean cuadras y cuadras porque saben que ahí, debajo de esa bandera, sus hijos están a resguardo.

Por Carlos Semorile.

La palabra emancipada



Una de las cosas que más me llamó la atención en estos años, fue la formidable oratoria de Cristina. Como a muchos, me sedujo su capacidad para explicitar lo medular de los debates del presente y del porvenir (y los del pasado, nadie más revisionista que ella), sin resignar un ápice de los contenidos, ni quedar presa en los rituales del folklore justicialista. Su voz, serena a veces (tirando cifras, enumerando obras), y quebrada en tantos otros momentos, ya forma parte de la memoria de esta época, tanto como la de Evita marcó la suya. A través de su palabra se expresa lo más avanzado de la conciencia nacional, y fue a partir de su afonía que muchos escucharon por primera vez un llamado a construir una Nación efectivamente emancipada.

Luego de la desazón por los resultados del 25 de octubre, a muchos se nos hizo necesario volver a escuchar a Cristina para que alma nos volviera al cuerpo. Como otras veces, la Presidenta apeló al empoderamiento popular para salir a evangelizar, sin enojos, pero con todos los argumentos de estos maravillosos años de lágrimas y reparaciones. Y el pueblo salió a predicar en las calles, en las fábricas, en los talleres, en los bondis, en el subte, en los trenes, en las colas, en las oficinas y, claro, en las plazas. Como en el 2002, los vecinos volvieron a juntarse bajo las araucarias del Parque Centenario. Aquellos discursos de 2002, confusamente reclamaban el fin del estado y su reemplazo por embriones de asambleas autogestionadas, o algo así.

Por el contrario, los discursos de hoy se apoyan en la existencia de un estado que es garante de los derechos de todos, y reivindican la política como la herramienta capaz de mantener esos derechos y conquistar muchos otros. Como testigo y oyente de ambas experiencias, me permito apuntar que en el 2002 no había margen para escuchar discursos que, en no pocas oportunidades, eran consignistas e interminables, y además ininteligibles. Los de hoy, en cambio, son hijos de estos años de haber escuchado a Cristina, de haber comprendido su precisión para machacar sobre lo fundamental. No hubo “egos” ni floreos, y sí mucha emoción puesta al servicio de lo que reclama la dramática hora que vivimos. Un llamado colectivo a defender la Patria.

Que ese llamamiento tenga muchas voces, ya no es lo que asombra. Lo que maravilla es que entre todas esas palabras que hoy dijeron maestras, médicos, laburantes, jubilados, vecinos y militantes, se percibe fácilmente un pensamiento sobre el país que somos y sobre el que queremos ser. Dicho hoy, parece fácil, pero hace 13 años era una quimera que hubiera sonado a desvarío. Esa conciencia renacida, habla de una palabra emancipada que dice que el pueblo argentino no se merece volver a caer en el abismo neoliberal.

Por Carlos Semorile.

jueves, 12 de noviembre de 2015

Derecho al Acervo



Hoy al mediodía estuve en el Anexo Sur de la Biblioteca Nacional, que no es otra que su antigua sede de la calle México 564, que vuelve a ser parte de la Biblioteca bajo el nombre Borges-Groussac, en homenaje a dos de sus directores más emblemáticos. Se trata del rescate de un edificio que será puesto en valor pero cuya restauración, como planteó Horacio González, implica además una profunda reparación para la historia cultural y para la memoria de los argentinos. González se refirió a los inmensos anaqueles de la antigua sala de lectura –“estas estanterías vacías nos estaban llamando”-, y lo propio hizo Teresa Parodi cuando llamó a llenarlas con los libros que le darán vida. "Desde el primer momento que creamos el Ministerio de Cultura tuve largas charlas con Horacio y fue naciendo esta idea de restituir la antigua sede, la ocupación otra vez del primer piso por parte de la Biblioteca Nacional".

En ese primer piso, están iniciadas las obras de restauración en la que fuera la oficina del director que ocuparon tanto Groussac como Borges, e impresiona pensar que durante tantos años conoció el olvido y la desidia. En su Historia de la Biblioteca Nacional –Estado de una polémica-, González escribió que “alguna vez se tendrá, finalmente, el testimonio asombroso de que por esfuerzo de sus lectores, trabajadores y administradores, la Biblioteca Nacional llegue a ser la conciencia lectora y crítica del memorialismo cultural del país”. Sin dudas, ese esfuerzo ha sido realizado en estos años en que tantos nos hemos sentido convocados por la Biblioteca Nacional para ser parte de esa memoria y a participar en la construcción de las políticas emancipatorias del presente.

La otra razón que me llevó a acercarme hoy al Anexo Sur, también arrastra una memoria del país que fuimos y del que merecemos ser. En 1937, la Biblioteca Nacional albergó el debut de Buenaventura Luna y su más famoso conjunto: “La Tropilla de Huachi-Pampa no ha venido a Buenos Aires por puro afán exhibicionista ni por puro afán de lucro (…) Ha venido a llamar la atención de los porteños sobre el interior del país, hablándoles el lenguaje sencillo y emocional de la música. Su voz viene desde muy adentro de nuestra historia y está saturada de viejas tradiciones. Sus resonancias irán entonces más allá de los oídos de quienes las recojan, haciendo que vuelvan a mirar lo nuestro, que aquí, ¿quién lo duda?, está algo olvidado”. Aquel folklore llegó y religó a los migrantes internos con su tierra y con su espíritu. Pero hubo luego un notorio quiebre cultural, y el mercado y las empresas aplanaron el oído popular.

Algo de eso charlamos más tarde con el compañero Hugo Fernández Panconi, en un breve encuentro que sin embargo alcanzó para que me explicase su idea del Derecho al Acervo. ¿De qué se trata? De que nos asiste el derecho a nutrirnos de nuestra memoria cultural para no ser esclavos del esquema liberal que clausura el acceso al pasado para que, como planteaba Walsh, siempre tengamos que empezar de cero. Y como me pareció una síntesis brillante, le pido permiso a Panconi para difundir y pedir por el Derecho al Acervo, o para celebrar que en ocasiones como la de hoy en el Anexo Sur Borges-Groussac sean las instituciones públicas, como la Biblioteca Nacional y el Ministerio de Cultura de la Nación, quienes se ocupen del Derecho al Acervo.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 11 de noviembre de 2015

¿Queremos ser un pueblo de pastores y labriegos?

Usted sabe por qué se lo pregunto. Y si no sabe, se lo imagina. Con la liberación del precio del dólar al valor del “mercado”, todos los precios se van a disparar y las empresas ya no van a poder reponer los insumos que necesitan para producir. En algunos lugares, eso ya está sucediendo: para “cubrirse” están aumentando el precio de las harinas, y con la misma plata los panaderos pueden comprar la mitad de la materia primera. ¿Cuántos días cree que van a pasar hasta que aumente el precio del pan? Y si aumenta el precio del pan (y la leche, y la papa, etcétera) un cincuenta por ciento: ¿en cuánto se devalúa su salario? Le hablo de lo más inmediato, pero el ejemplo es extendible a todas y cada una de las áreas de la economía: ¿cuánto tiempo puede mantenerse produciendo una empresa a la que de pronto todo le cuesta el doble y, además, la ponen a competir con productos importados? Es una maniobra de pinzas. 

Y se lo digo a propósito en idioma de guerra. Porque cuando liberen el mal llamado “cepo cambiario”, se van a venir en banda primeros los talleres y fabricas más pequeñas, casi enseguida las medianas, y poco después las más grandes. A eso le van a llamar “sinceramiento de los precios y los salarios” –o algo por el estilo-, pero la realidad es que van a echar gente a la calle a lo pavote. ¿Y tiene una idea de lo que van a hacer esos nuevos “desempleados”? Van a pelear por su derecho al trabajo y por el derecho de sus familias al morfi. Y, como dijera un sabio militante, antes que llegar a ser un pueblo hambreado, van a pelear por haber sido ofendidos, humillados. Se va a acordar de lo que le digo, y va a querer que vuelvan los días en que se quejaba de “la inseguridad”.

¿Cómo, no se lo enteró lo que pasó en Tucumán? 500 laburantes en la calle apenas asumió el intendente macrista de la localidad de Concepción. Así como lo escucha, sin anestesia ni vaselina mientras a usted le endulzan el oído con ese verso de “la revolución de la alegría”. ¿No vio las fotos del intendente atrincherado, y la gente quemando gomas en la calle? ¿Qué sigue? Dígamelo usted: ¿la guardia de infantería reprimiendo a los trabajadores? ¿No se da cuenta, mi amigo, que vamos camino a vivir inmersos en un tsunami social? ¿Qué más tiene que pasar para que se dé cuenta que los neoliberales de Cambiemos son una manga de irresponsables que nos van a hundir de cabeza en el caos y la anarquía? ¿Y qué le hace pensar que a usted y a los suyos no les va a tocar? ¿De qué vive, es rico acaso, tiene cuentas en el extranjero, a quién cree que le va a vender sus mercancías o la fuerza de sus brazos?

Pero, además, pensando en un futuro algo más lejano: ¿qué destino tiene la Argentina si de nuevo se desmantela su aparato productivo, si sus fábricas cierran, y si otra vez nos imponen ese modelo de país agropecuario que exporta las proteínas que no pueden consumir los más humildes? Y no es mala leche, sólo quiero que se imagine el país en el que van a vivir sus hijos. Pregúntese si verdad quiere que seamos un pueblo de pastores y labriegos. 

Por Carlos Semorile.




lunes, 9 de noviembre de 2015

Votar al capanga



En enero de 1988 viajé a Nicaragua con muchas ganas de conocer de cerca la Revolución Sandinista. Apenas aterrizado en Managua, un cumpita me invitó a sumarme esa misma noche al agasajo a los jóvenes que habían trabajado en la cosecha de café. En aquella ciudad de coordenadas difíciles (tantas cuadras hacia el lago, luego girar hacia el sur, etc.), ubiqué el predio y me sumé a la fiesta. Pero por poco tiempo. Un joven dirigente se me acercó para preguntarme de dónde venía y qué hacía allí. Al no estar invitado formalmente, me invitó a retirarme. Y como me demoré terminando un trago, volvió a increparme con peores modos y me amenazó con llamar a la policía. Deje mi vaso, y me fui pensando en los precios que uno paga por no estar encuadrado.

Tiempo más tarde, en la ciudad de Granada, cometí el pecado de ir cambiar unos dólares con una fotocopia de mi pasaporte y no con el documento en mano. Me dejaron “retenido” allí hasta que comprobaron que me alojaba en el hotel que decía hospedarme, y que la posadera les mostró mi documento. La tercera vez que me topé con la burocracia infinitesimal, salí ganancioso. Fue más o menos así: en Managua me había hecho amigo de una compañera chilena, que también había viajado por la propia, sin brigada ni grupo de apoyo alguno. Dado que estábamos “sueltos”, nos recomendaron visitar una organización católica para ver si, a través de ellos, nos conseguían un pase a una empresa que nos tomara como voluntarios para los trabajos del café.

La entrevista estaba empantanada hasta que saqué de la galera que, con uno de mis tíos, en Buenos Aires imprimíamos “Prensa Ecuménica”, del pastor Aníbal Sicardi. Resultó que ellos tenían unos ejemplares de aquel folleto salido de una gastada maquinita offset, y en el pie de imprenta corroboraron mis dichos. Nos asignaron una unidad productiva a pocos kilómetros de Managua, aunque la distancia debía más bien medirse en pasar –casi- del siglo veinte al diecinueve. Nos asignaron una casucha con dos literas superpuestas, y una mesa y una silla, y nos dieron unos cubiertos y unos vasos para las colaciones diarias. La cosecha ya había terminado, así que trabajamos sembrando café y otras veces en tareas de desbrozamiento de yuyos y plantas de otros cultivos.

El ritmo de laburo era tranquilo, con pausas para hidratarnos y estar unos minutos a resguardo del sol, pero el cansancio se hacía sentir al final de cada jornada. En uno de esos descansos, vimos pasar a unos hombres que deambulaban entre los campos sin ocupación aparente, que cada tanto se detenían a conversar con algún trabajador y luego seguían su errancia. Observamos también que una mujer –a quien aquí llamaremos María- no veía con buenos ojos ni a los paseantes ni a quienes les daban charla, y vimos que otros seguían su ejemplo. Supimos más tarde que aquellos hombres eran ex guardias somocistas que cumplían su condena en una cárcel cercana, y que estaban bajo un régimen que les permitía estas libertades ambulatorias.

También nos enteramos que en la guerra revolucionaria, María había perdido a seis de sus once hijos, tres en cada bando. Ella no hablaba de eso, pero su corazón era sandinista y claramente reprobaba la demasiada piedad para con los esbirros del régimen. Además, María era una de las referentes de esa pequeñísima comunidad rural: buena trabajadora, solidaria, y con el carácter y la garra suficiente como para plantarle cara al capataz de aquella finca. De él se decía que años atrás tenía el látigo fácil para hacer valer su autoridad e imponer sus dudosos criterios, pero el capanga era todavía el único hombre que andaba todo el tiempo con machete al cinto. La Revolución se demoraba en llegar a la Unidad Productiva Económica General Omar Torrijos.

Mi amiga chilena se había ido, extenuada, luego de los primeros días de siembra, de modo que no estuvo para ver cómo cada noche, luego de la cena, todos se juntaban en la barraca comunal a seguir con el Jesús en la boca los capítulos de la novela brasilera “La esclava Isaura”. Novela que ya tenía algunos años, pero que hablaba de ellos, de su vida campesina atada al yugo de la escasez y a los caprichos de un capataz despótico. Cuando comenzaba el Noticiero Sandinista, la barraca se despoblaba y ahí me quedaba, con mis ganas de enterarme qué pasaba más allá del Cañón del Crucero. Sólo una vez me acompañó un viejo: decía el noticiero que había llegado un barco burlando el virtual bloqueo; el viejo se levantó diciendo que jamás verían esa comida.

Tenían un chiste al respecto: “Aquí se come variado: almorzamos moros y cristianos, y cenamos cristianos y moros”. Como para colmo las raciones eran tacañas y desabridas, ellos suplementaban la dieta con plátanos verdes y tazas de café. Aún en ese clima de desánimo, había ido creciendo una esperanza: se avecinaban las elecciones para designar capataz, y en las charlas previas muchos se inclinaban decididamente por el candidato que apoyaba María. Pero el día de la elección, hubo una maniobra y a último momento se decidió que se votaría a mano alzada. Como argentino formado en la idea del sufragio secreto, sufrí doblemente al ver claudicar a muchos de los que habían asegurado que elegirían un nuevo delegado y terminaron votando al odiado capanga.

Recuerdo las caras de aquel día, no las caras particulares de cada uno, sino los rostros de la vergüenza de aquellos que no supieron o no pudieron sostener sus convicciones, y los rostros en derrota de quienes habían visto crecer sus expectativas al calor del devenir victorioso de la esclava Isaura. También recuerdo que por esos días (antes de las elecciones), se produjo la fugaz visita de unos jóvenes dirigentes sandinistas. Revisaron unos libros, conversaron brevemente con los funcionarios de la Omar Torrijos, recabaron datos y partieron. Todavía me pregunto quién hubiera ganado la elección si esos milicianos no hubiesen tenido tanta prisa, y si le hubieran dado un espaldarazo a esa gente que, por muchas razones, ya no creía en el Noticiero Sandinista.

Por Carlos Semorile.

viernes, 6 de noviembre de 2015

El país de sus sueños



Desde hace unos días me pregunto si el país de sus sueños es tan diferente de los sueños de otros, e inclusive de mis propios sueños de tener un país mejor. Todos soñamos, para nosotros o para nuestra posteridad, con una Argentina en la que, como mínimo, todos sus ciudadanos tengan las mismas posibilidades de estudiar, trabajar y tener acceso a la salud. Yendo un poco más allá, el sueño de muchos es poder prosperar en un país que le brinde un techo a cada uno de sus hijos (un sueño bien argentino, según aseguran quienes han conocido mundo). Un país donde los hogares tengan acceso a los servicios básicos (y a otros que -como el acceso a internet- ya son parte de nuestra vida cotidiana), donde las familias accedan al consumo pero también al entretenimiento y la cultura. Y que cada uno de estos sueños sea un derecho, consagrado por las leyes y protegido desde el Estado.

Claro que hay sueños que de tan personales son intransferibles, como cuando hablamos de lo que usted desea puntualmente para sí mismo o para los suyos: ganar bien con su oficio o profesión, tener un buen pasar con su pareja y sus hijos, que los pibes crezcan sanitos, que estudien, sean buena gente y tengan suerte en el amor y en la vida. Pero ya ve, aún los anhelos más íntimos guardan alguna relación con las quimeras de los demás porque, cada uno con sus diferencias, soñamos más o menos las mismas cosas. Para graficarlo, es como si fuésemos parte de uno de esos dibujos -de Tute, por ejemplo- donde los pensamientos de uno se enhebran con los pensamientos de otro, y de otro más, hasta formar una única madeja. Y cuando imagino ese ovillo gigante, le confieso que me suceden dos cosas: me cuesta pensar que alguien crea que puede concretar sus sueños él solo, sin los demás.  

Por otra parte, se me hace difícil que alguien no advierta lo difícil que ha de ser conducir los destinos del país, y hacer que se vayan articulando los distintos sectores de la vida nacional como para lograr un equilibrio (siempre cambiante, pero más o menos estable), y una integración que le permita a cada uno de los soñadores ir concretando cada día lo que soñaron cada noche. Porque usted, como tantos –como yo mismo-, tendrá cosas que reclamarle a este camino que venimos recorriendo desde el año 2003 a la fecha, pero lo que usted ni nadie puede negar es que en el país del 2001 no había ni conducción, ni integración ni equilibrio. Aquel país era sumamente despiadado con los sueños de sus hijos y, si se pone una mano en el corazón, deberá reconocerme que inclusive habíamos perdido la voluntad de soñar. ¿Quién iba a proyectarse si en esos años “cada necesidad era un drama angustioso”?

De aquella sociedad a ésta, la diferencia no se mide en años sino en expectativas. Hoy, cuando todavía falta tanto, cuando aún queda muchísimo por hacer, hemos logrado que cada argentino tenga “un pequeño horizonte para cada esperanza”. Le pido que se fije de qué manera modesta se lo planteo (“un pequeño horizonte para cada esperanza”), pero a la vez le ruego que reflexione cuánto significa esa ventana por la que cada quien puede comenzar a vislumbrar el futuro propio y el de sus seres queridos. Y aunque sé que usted sabe por qué se lo digo, me permito recordarle que este primer paso nos ha costado mucho sufrimiento y muchas lágrimas. No vivo en una sociedad perfecta, pero amo mis anhelos y los de todos los que soñamos ese país mejor. Por eso, en nombre de las quimeras de todos, no permita que aquellos que hablan de “cambio” vengan a robarle sus esperanzas junto con sus sueños.

Por Carlos Semorile.