miércoles, 9 de noviembre de 2011

No es tan fácil ser un demagogo populista

Cada vez que el kirchenrismo ha tomado medidas a favor de los intereses populares, gorilas de todo pelaje y condición ideológica han salido a cacarear su indignación frente a medidas que ellos, liberales de amplio espectro, consideran demagógicas. En el mejor de los casos (¿?), los liberales de izquierda evalúan que las ideas no son malas en sí mismas, pero que su concreción en políticas palpables están guiadas por ese cáncer que corroe los valores republicanos: la demagogia. La última noticia que los desprevenidos ciudadanos tuvimos de estar siendo utilizados diabólicamente por las usinas prebendarias de “los K”, fue cuando los iluminados (tipo Bergman) y los pasionales (alla Binner) buscaron avivarnos que votábamos a Cristina por espurios motivos económicos. Esta verdadera “cruzada civilizatoria” se produjo luego de las PASO, y ya la sepultamos en el arrasador plebiscito del 23 de octubre. Pero conviene volver sobre este asunto porque “esto de la demagogia es un mito no perturbado, no impugnado por nadie a pesar de su notoria falsedad”. Quien así se expresaba era el historiador Salvador Ferla, para quien “la demagogia es la democracia”, pues “demagogia es el nombre que la aristocracia y las oligarquías económicas le dan a la democracia sustancial”. Para darse a entender, Ferla recurría a estos ejemplos: “En la Roma antigua tildaron de demagogos a los hermanos Gracco que propugnaban la reforma agraria. ¿Y sabe lector de qué lo acusaron formalmente a Jesucristo?... Pues de seductor, expresión equiparable a la de demagogo, pues seducir sería la finalidad de la demagogia”. “El pecado de la demagogia -seguía explicando Salvador Ferla- consiste en instituir a los humildes como finalidad de la política (…) La alianza y la convivencia entre el pueblo y el demagogo, crea inevitablemente una comunidad de intereses. El solo hecho de dirigirse al pueblo, de decirle que se lo necesita, ya constituye un compromiso. Por otra parte, la capacidad de ficción está vinculada a la personalidad de cada uno. Dorrego se disfrazaba de orillero. Rivadavia no lo habría hecho ni amenazado con un fusil. Perón daba conferencias en los sindicatos. No conozco a ningún anti-Perón capaz de hacerlo con propósitos de engaño”. Y aquí queríamos llegar, pues la intemperie en la que el macrismo abandona a los damnificados del edificio derrumbado en Montserrat, es la muestra más cabal de su imposibilidad de asumir “el compromiso de la demagogia”. ¿Qué mejor oportunidad podría presentársele al Niño Mauricio para establecer una “comunidad de intereses” con el pueblo de la ciudad? ¿Tanto le duele habilitar una partida irrelevante de “la caja” y atender las necesidades de estos vecinos desamparados? ¿No tiene siquiera un asesor que le advierta que su no asistencia, su manifiesta insolidaridad, hacen que su discurso se abisme cada vez más del Cacho y la María que tan laboriosamente edificara? Ni modo. No es tan fácil ser un demagogo, uno de esos populistas que tanto le gustan a “la gente” cuando se deja llevar de las narices por las conveniencias. Parafraseando a Cristina, podríamos decir que en el ADN del macrismo no figuran los genes indispensables para “instituir a los humildes como finalidad de la política”. No es que no se los mente, pero de mencionarlos a convocarlos hay una distancia sideral que no la salva la falsa seducción de las agencias de publicidad. La otra seducción, la de la demagogia populista, la que conquista y enamora de verdad, tiene todos los signos de una genuina “democracia sustancial”. Con ésta se construye. Con aquélla se derrumba.
Por Carlos Semorile.

miércoles, 2 de noviembre de 2011

El Poder del Mito

El comienzo del 2011, nos encontró a un grupo de compañeros y amigos discutiendo ardorosamente sobre el papel que, según algunos, tenía que jugar el naciente mito de Néstor Kirchner, desligándose de los gastados ritos que el peronismo hacía pesar sobre el mismo y con serio riesgo de sepultarlo prematuramente. No aclaro demasiado -¿o sí?- si digo que quienes sostenían esta posición eran los más jóvenes del grupo, aunque tampoco tan purretes como para ser encuadrados dentro de lo que en estos días se consideran como “los pibes” que se suman a la militancia -un rango que abarca, digamos, de los diez y pico a los veintitantos-. Acaso se entienda mejor -es un suponer- si cuento que desde este sector de la mesa partían los reclamos más airados hacia el gobierno, pidiéndole la profundización de los distintos aspectos del modelo y, de paso, apurar la consolidación del “Nestornauta” como nuevo mito fundante de las aspiraciones socialmente justicieras de la comunidad argentina. A los jovatos de la sobremesa, señoras y señores de entre casi cincuenta y casi setenta años, nos costaba entender que se le imputaran “gruesos errores de gestión” a una dirigencia que, al menos desde nuestra óptica, no hacía más que avanzar y contragolpear frente a obstáculos e impedimentos inmensos, poniendo tantas veces más pasión y militancia que muchos de nosotros juntos. En el corazón de esta parte del debate latía, sin disimulos, el temor a perder todo lo conquistado a lo largo de estos años y, curiosamente, los más veteranos éramos los más confiados. Pero lo más sustantivo de la discusión -que llegó a ser muy áspera aún pese al afecto que nos prodigamos-, se dio alrededor de las chances de “generar” un mito, posibilidades que los treintañeros exigían fuera motorizada desde las agencias publicitarias afines al proyecto nacional y popular. Como se comprenderá, no podemos extendernos en cada detalle de la porfía pero este punto en particular, el de “nuestras agencias” funcionando con la misma lógica que las oficinas del ultraliberal Durán Barba, casi hace saltar todo por los aires. Casi inevitablemente, surgió el nombre de Raúl Apold, aquel controvertido secretario de Prensa y Difusión del peronismo. ¿Necesitábamos de un nuevo Apold, o más bien -como alertara el padre Hernán Benítez - “cuando todo suena a Perón, es que suena Perón”? Si hacíamos las actualizaciones del caso, volvíamos al asunto de la pertinencia o no de mitologizar la figura del ex presidente Kirchner. Intento vano, decíamos algunos, argumentando que las leyes de los ciclos mitológicos no obedecen a calculadas ingenierías publicísticas. Todos, claro, habíamos estado en la Plaza el 27, el 28 y el 29 de noviembre de 2010: ¿cómo podíamos leer de modos tan disímiles aquella magnífica despedida popular, masivamente juvenil? Una de dos, sosteníamos frente a estos otros jóvenes: o el mito ya había nacido frente a nuestros propios ojos (sin olvidar su antecedente más directo: el acto del Luna Park), o lo que allí vivimos -sin dejar de ser maravilloso- pasaría ser parte de una leyenda pero sin alcanzar ya nunca estatura mítica. “¿Se puede forjar un mito?”, se pregunta Horacio González en su más reciente trabajo (“Kirchnerismo: una controversia cultural”). Sin contar ni con las herramientas ni con el bagaje teórico de este impar ensayista, venimos -desde hace ya unas cuantas líneas- dando una contundente respuesta a esa pregunta. ¿En que nos apoyamos para sostener nuestra posición por la negativa? De las definiciones del concepto de mito que conocemos, hay una que nos parece que es la que mejor define su carácter elusivo y, que a la vez, describe bastante bien el modo en que el mito funciona en casi todas las sociedades. Dice el especialista norteamericano Joseph Campbell: “El mito es el sueño colectivo, y el sueño es el mito privado”. Siguiendo este razonamiento, podríamos decir que, del mismo modo en que nadie puede predecir lo que soñará cada noche, tampoco nadie puede forjar artificialmente un sueño colectivo. Es por ello que las acusaciones de Beatriz Sarlo hacia la Presidenta y su “puesta en escena” para generar “el mito de Él” carecen, precisamente, de fundamento mítico. Los modernos alquimistas que se desempeñan en el rubro publicitario (aún suponiendo que trabajasen para el campo popular), a duras penas si manejan la argamasa de muy limitados deseos colectivos. Se dedican a anhelos de vuelo rasante, ligados al mundo del consumo fugaz, y sin poder alcanzar el alto panteón donde viven los dioses paganos de nuestras sociedades profanas. Es desde esta lógica que pueden, a lo sumo, instalar coyunturalmente las candidaturas de ciertos fulanos impresentables. La lógica del funcionamiento del pensamiento mítico se les escapa, pero -en rigor de verdad- a todos se nos escapa, ya que nadie deja de estar atravesado por el mito, y lo que pensamos y actuamos lo hacemos desde él, y a favor o en contra de él. En este sentido, puede resultar instructivo releer lo que el dictador Lanusse dijo cuando se mandó aquella famosa compadrada de que a Perón “no le daba el cuero” para regresar al país: “Perón tiene que definirse. Ineludiblemente tendrá que hacerlo. O es una realidad política, o solamente será mito. No estoy en contra del mito: aunque no me resulte agradable, evidentemente no llegó a ser un mito, a los setenta y tantos años, porque sí nomás. Pero bajo ningún punto de vista se ha de admitir que pretenda ser las dos cosas: mito y realidad. Una u otra”. Y se preguntaba con verdadera angustia: “¿Por qué los argentinos parimos ese mito tan tremendo, tan castrador que ningún otro líder pudo crecer y consolidarse como solamente él lo había hecho?”. Para colmo de sus desvelos, una nueva generación había sido receptiva al sueño colectivo peronista que era capaz de aunar “la realidad efectiva” con las aspiraciones de concluir aquella obra ya mítica de redención social que los convocaba, como antes lo había hecho con los “viejos peronistas”, aquellos descamisados hijos de Martín Fierro. Era una cosa de nunca acabar, y ahí residía el significado profundo de una memoria y de una identidad irreductible a la que Lanusse, al igual que todos sus antecesores, no vacilaba en combatir. La oligarquía argentina (entendiendo que ella era el único sector civilizado de la comunidad argentina), nunca había dejado de estar en guerra contra el pueblo argentino y su barbarie, barbarie cultural de la cual emanaban sus “mitos”, entendiendo por tales a aquellos líderes populares que demostraban ser capaces de conducirlo hacia la plenitud de sus conquistas políticas y sociales. En síntesis: la nunca demostrada -ni mucho menos ejercida- civilización de las élites, estaba y está en guerra contra la cultura de las grandes mayorías. Multitudes populares que esas mismas minorías oligárquicas sólo veían, y siguen viendo, como barbarie. Como botón de muestra ahí está la Sarlo, tomando la posta de Lanusse y haciendo burdas apelaciones a la Razón que no bastan para dar por tierra con el mito, que se las arregla bastante bien para convivir con la realidad, del mismo modo en que el sueño privado de cada uno lo hace con los elementos que nos brinda, día a día, la cotidianeidad del existir. El de Beatriz Sarlo es un claro llamado a desmantelar los mitos, a desecharlos, a “deponerlos” diría Marechal, a producir un quiebre histórico que deje inermes a las nuevas generaciones de argentinas y argentinos. Pero el Nestornauta apenas si comienza su celeste deriva por el esperanzado cielo mítico de la Patria.
Por Carlos Semorile.