viernes, 25 de octubre de 2013

“Un pequeño horizonte para cada esperanza”



Sé que está aburrido de la campaña, y sé también que llega un momento en que los candidatos se espejan mutuamente y parece que todos los spots dicen lo mismo. Mi intención no es sumarle hastío a su fastidio, sino reflexionar juntos. Porque más allá del tedio, y como usted bien sabe, en los comicios del domingo se juegan algunas cosas importantes.  Es una frase trillada pero no me mire así, que yo no me candidateo a nada. Quiero, seguramente, las mismas cosas que usted para el futuro de la Argentina: el progresivo desarrollo del país y sus industrias, un bienestar razonable en todos los hogares, y un devenir tierno y piadoso para cada semejante. ¿Me permite que se lo diga con las palabras de un compatriota? Nuestro común anhelo –parafraseando a Raúl Scalabrini Ortiz- es que exista “un pequeño horizonte para cada esperanza”. Fíjese que en la frase no hay nada del orden de lo material. Léala de nuevo. ¿Ve lo que le digo? Esa frase es un “credo”, es todo un programa, una declaración de principios espirituales porque si existe un pequeño horizonte para cada esperanza, quiere decir que todo marcha bien. Y viceversa: para que avancemos hacia el porvenir que soñamos, es preciso que cada haya un pequeño horizonte para cada esperanza.

Téngame un poco más de paciencia, y déjeme que le cuente que Scalabrini llegó a esa frase mientras hacía un balance de los dos primeros gobiernos de Juan Perón: “Bajo su dirección el país trabajó durante diez años. Transformó su organización financiera, repatriando la deuda externa y permitiendo la formación de capitales nacionales. Transformó su economía, diversificando los cultivos, estimulando la minería, apoyando decididamente la industria. Transformó su política interna, dando acceso a los trabajadores agremiados y procurando que reflejara en sus planificaciones las necesidades del país. Transformó su estructura social con la formación de nuevas clases pudientes que no extraían sus provechos del campo. Transformó su jerarquía económica al descalificar el especulador y enaltecer a los creadores. Transformó la enseñanza superior con el alejamiento de servidores del capital extranjero y la desautorización de sus espurias doctrinas. Transformó al ejército, y al darle un sentido de realidad y de responsabilidad verdaderamente nacional, unió su destino al destino de la nación, de cuyo poderío industrial, financiero y económico es un reflejo. Transformó las costumbres al extender a las clases trabajadoras hábitos y recreos que habían estado reservados para los pudientes. Había un pequeño horizonte para cada esperanza. La crisálida había comenzado a romper su capullo y desplegaba sus alas. Quizás hay más diferencias entre la Argentina anterior y posterior a Perón, que entre la Francia anterior y posterior a la Revolución francesa.

¿Qué agregar, no? Usted es un tipo inteligente, y no precisa que le hable de los paralelismos que saltan a la vista. Dos décadas ganadas en todos los terrenos, dos procesos históricos de esos que dejan huellas, y una misma pasión por el país argentino y por la dignidad de cada una de sus hijas e hijos. Discúlpeme si doy por hecho que a usted no se le pasa por alto que, desde esta perspectiva, hay debates que resultan del todo intrascendentes y que –vamos!- no persiguen otro fin que el de dividirnos. Porque todos tenemos derecho a sostener opiniones distintas, y hacer nuestras críticas. Pero también es cierto que de ninguna manera nos asiste el derecho a decretar el fin de las ilusiones de millones de hermanas y hermanos que, por primera vez en sus vidas, han vislumbrado el horizonte y quieren forjar en él todo lo que alguna vez soñaron sus argentinas esperanzas.

Por Carlos Semorile.

jueves, 24 de octubre de 2013

Ídolos de barro



En las redes sociales se percibe mucho desencanto y mucha desilusión con Alfredo Casero, a raíz de sus declaraciones que conducen –si es que llevan a alguna parte- a una cloaca del tamaño del Monopolio. En este sentido, creo que es al ñudo detenerse en ellas, y en cambio me parece más productivo reflexionar en torno a aquel dictamen bíblico que desaconsejaba erigir, y adorar, ídolos de arcilla. Con lo cual quedaba todo dicho, ya que nadie en su sano juicio (y ni siquiera un copista de las Sagradas Escrituras) se iba a poner a nombrar uno por uno a los impostores del pasado, del presente, y del porvenir.

Quiero decir: Casero no es el primero en ponerse servil, ni seguramente será el último en tener una agachada fatal. En todo caso, es representativo de una época en la cual los pibes no encontraban referentes en la política y sí en programas televisivos orientados –preferentemente- a la juventud. De allí se derivó la estudiantina como enfermedad infantil de la democracia burguesa, lo cual ya es mucho decir. Pero con un agravante, porque cada nueva generación tiene el deber histórico de enfrentar y superar dialécticamente a la generación de sus progenitores. Y, en cambio, esta “juvenilia” berreta dejó sus impostadas transgresiones en la puerta de entrada de los canales de tevé. O, en el mejor de los casos, votando a esa versión partidaria de “rebelde way” que fue la Alianza.

Pero, mientras tanto, la máquina de fabricar idolatrías sigue funcionando a pleno, y entonces es probable que sigamos comprando (menos que antes, pero incorporando al fin) alguna que otra estrella fugaz. Destinada, claro, a alcanzar su cenit, pero también a caer hacia su nadir. Lo señalo -a riesgo de ser antipático- porque bien podría suceder que un día equis, por un quítame de allí esas pajas, hasta Bombita Rodríguez se “baje” del Proyecto. Y podrá parecernos un bajón, podrá enojarnos y podremos putear de lo lindo, pero sería más que interesante que ciertas “defecciones” no nos sorprendan tanto. Porque la naturaleza misma del formidable momento histórico que vivimos hace que, en la medida que se afecten intereses, algunos se disgusten, otros se indignen, y otros se chiven muy mal y se pasen de vereda con armas y bagajes.

Y mientras eso pase (y de seguro seguirá pasando), serán muchos más los  que se sumen porque sólo el movimiento nacional asegura que exista, como decía Scalabrini, “un pequeño horizonte para cada esperanza”.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 16 de octubre de 2013

Ni a palos



Así se llama el suplemento juvenil del periódico “Miradas al Sur”, sección que desde hace unos meses también comenzó a acompañar la edición dominical de “Tiempo Argentino”. Pero también es la última pregunta que contestan quienes son entrevistados por los periodistas del suple: “¿A qué le decís ‘ni a palos’?” En líneas generales, podría decirse que ese mismo espíritu recorre todas sus notas -escritas por jóvenes que militan o apoyan al gobierno kirchnerista-, que dan cuenta de la coyuntura social y asimismo de diversos aspectos culturales (cine, literatura, música, etc.), pero todos tomados desde su fuerte imbricación con la política. Y ello está en línea con la idea de que participamos de una batalla cultural que se juega, sin excepción, en todos los terrenos de la vida comunitaria.

No se crea, por esto que digo, que me gusta todo el suplemento. Pienso, más bien, que aciertan en las notas de fondo pero desperdician una buena cantidad de espacio en las columnas más pretendidamente “juveniles” y humorísticas. Tal vez se deba a que, como ya no soy joven, no le encuentro la gracia, pero me parece entender que “Ni a palos” apunta a formar un tipo de lector más parecido a los jóvenes que hoy se acercan a la militancia. Pibes y pibas que son -en todo sentido- más maduros, y que difícilmente busquen en esos espacios lo que Capusotto ya les da en la tele. 

Pero estas breves líneas apuntan a una crítica bastante más severa. En la edición del domingo 7 de octubre, “Ni a palos” entrevista largamente a la escritora y cineasta estadounidense Megan Boyle, y –francamente- no se entiende que se le brinde todo ese espacio para reflexionar sobre “la nueva literatura y la posibilidad de un arte tan narcisista, preciso, sincero e intrascendente como el mejor tuit”. Y no se comprende porque, en el mejor de los casos, queda en evidencia que las producciones de la propia Boyle caben en esa definición (narcicista, intrascendente), y que no está en condiciones de producir ninguna reflexión seria al respecto. Ella y su esposo (también escritor) se han filmado a sí mismos con sus “macbooks”, y luego decidieron hacer un film con esas casi 200 horas de imágenes cotidianas: “Yo quería que las escenas fuesen cortas, me parecía que eso iba a ser más interesante. Teníamos un montón de material y queríamos que fuese divertido. Tao y yo en algún punto somos los dos socialmente ineptos, entonces teníamos un montón de escenas y momentos divertidos a raíz de eso”. Si esto mismo se lo hubiese dicho Catherine Fulop a la revista “Caras”, no me sorprendería en lo más mínimo y no estaría escribiendo esta nota.  

Más adelante, el cronista la consulta sobre los distintos rótulos que podrían identificar su producción (“mumblecore” o “alt lit”), y también acerca de su pertenencia a un grupo generacional (“Generación-de-Universitarios-Sin-Trabajo” o “Generación-iPod”), y en ambos casos la Boyle se desmarca con elegancia. Del mismo modo, elude una definición sobre su futuro: “Cuando era más chica me acuerdo que podía imaginarme claramente dónde iba a estar dentro de un año, o dentro dos o tres. Pero ahora no. Ahora trato de pensar y quedo completamente en blanco, no tengo la menor idea. De verdad no lo sé. Es una sensación un poco aterradora pero también bastante interesante. Está todo bien si termino trabajando en un almacén o haciendo películas o las dos cosas”. Obviamente, a una persona así sale sobrando preguntarle a qué le dice “ni a palos”.

La Fundación Proa, en cambio, debe tener sus motivos para invitar a Buenos Aires a esta muchacha. Y está bien: hay un público minoritario siempre ávido de saber de qué va la cosa cuando se dice “alt lit” o “Generación-iPod”. Lo asombroso –y lo triste- es que un medio militante desperdicie de esta manera las páginas que podría haber dedicado a un pibe argentino con pensamiento propio. ¿No tenemos nada nuestro para mostrar? ¿Allá afuera no hay un montón de talentos esperando ser difundidos? Y, lo que es peor, ¿no sabemos de sobra que por cada Boyle que nos venden, luego aparecen los clones locales deseosos de producir “algo” –lo que sea- que sea bien “mumblecore”?

Aclaro, por si hiciera falta, que no se trata de un problema de estéticas, sino que esto también forma parte (y acaso sea el alma misma) de la tan mencionada batalla cultural. Ellos pueden filmar no doscientas, sino un millón de veces doscientas horas “minimalistas”, y nunca tendremos una mirada que le otorgue sentido a nuestra realidad. Ese es su cine, esa son sus series, esa es su industria y ese su mercado. Ya es bastante penoso que los medios progresistas (leáse “Página/12”, leáse “Radar”), o los del palo nacional y popular (leáse “Tiempo Argentino”), se ocupen con creces, y naturalicen, esa mirada. Se va instalando una cosa esquizoide de mencionar a los íconos del Pensamiento Nacional, pero al mismo tiempo se continúa creyendo –con inocencia digna de mejores fines- que debemos abrevar en todas las novedades. Me parece, por el contrario, que es hora de decirle “ni a palos” a aquellos que se autodefinen como “socialmente ineptos”, y que no tienen ni quieren patria alguna porque no llevan a ningún pueblo en su corazón. Y que sería bueno que, como dice el Tata Cedrón, definamos qué proyecto cultural nos damos para lograr el país que anhelamos.

Por Carlos Semorile.

miércoles, 9 de octubre de 2013

Los igualados


    La aristocracia mexicana suele usar esta expresión para denostar a los humildes que, por una de esas vueltas de la historia colectiva o un giro favorable de su destino individual, logran conquistar algún derecho que hasta ese momento les estaba vedado. “Es un igualado”, dicen, y con ello quieren significar que está fuera de lugar, que transitoriamente usurpa una posición social que no le corresponde. Al mismo tiempo, están diciendo que esa anomalía debe ser corregida y castigada, para que los demás desheredados escarmienten. Si usted vio alguna de las memorables escenas de Cantiflas –o, viniendo para el Sur, de Catita- sabe de qué manera los poderosos entienden que el origen es un destino: la cuna es, para unos pocos, un trampolín, y para el resto, un estigma.

Hay casos patológicos de estigmas y hay maneras poco convencionales de llevarlo, como le pasaba a Igor, el jorobado de “El joven Frankestein” que no reconocía tener ninguna giba. Pero aquí hablamos de los estigmas sociales, esas marcas invisibles -pero actuantes en el imaginario de las comunidades- que trazan demarcaciones entre territorios y entre personas. Por un lado, entonces, están los guetos, y de otro lado existe un mandato no escrito que reza que nadie sale impune del lugar que tiene asignado. Y si a usted le interesa comprender por qué en la Argentina de hoy se discuten tantas cosas con tanta pasión, haría bien en fijarse cuánta gente ha pasado del hambre a la comida, del desempleo al trabajo, de la calle a la escuela y, en suma, de la exclusión a la inclusión.     

Inclusión es una de esas palabritas que le provoca urticaria a cierta clase de gente o, mejor dicho, a la gente de cierta clase muy alta. Otra es integración, pues quien se integra está abandonando un “nicho”, un espacio social condenado al inmovilismo. Pero la palabra que más tirria les genera es, sin dudas, igualdad. “¿Cómo vamos a ser iguales –piensan- si todo nos distingue? Nos separan, desde ya, los linajes, pero también el color de la piel, los colegios a los que fuimos, los valores que adquirimos a través de la educación y, claro, nos separan el esfuerzo, el estudio, los títulos, las propiedades, las relaciones y los vínculos”. Para quienes piensan de este modo, obviamente, hay otros que sí son sus “iguales”, y con ellos comparten el poder y el mando. Y hay “igualados”: un igualado ocasional, fortuito, se tolera y hasta se exhibe como nuestra de tolerancia, pero los igualados de a montón suponen un peligro inaudito. A la corta o a la larga, los igualados terminan asumiendo que la inclusión, la integración y la igualdad son derechos sociales, y entonces se convierten en actores políticos de peso.

¿Por qué le digo todo esto? Porque dentro de poco volvemos a las urnas, y no sea cosa que usted siga creyendo que, por haber escalado algunas posiciones, los “iguales” le reservaron un asiento con su nombre. Desengáñese. Ellos conocen su origen –que siempre es “abajo”-, y no importa lo mucho que usted haya hecho para cambiar de “status”. Si se mudó al Norte, ellos ya no están allí: vendieron cuando usted compraba para no tener que verlo. Me dirá que algunos son sus amigos y hasta le palmean la espalda. No lo tome a mal, pero le están buscando la joroba: usted no se la ve, pero ellos sí. Hágase y, de paso, háganos a todos un gran favor, mi amigo: deje de ver como “igualados” a esos otros que no han tenido su fortuna o sus chances. Y recuerde siempre que mientras cree que finalmente “llegó”, para los “iguales” usted es apenas un émulo de Cantinflas.

No se amargue. Al candidato de las clases altas le pasa lo mismo. Él piensa que el prolijismo y la vacuidad posicionan mejor sus aspiraciones presidenciales. Pero, para los oligarcas, Sergio Massa es tan sólo un instrumento para cerrarle el paso a los igualados y, de ser posible, desterrar del idioma esas tres palabras malditas: inclusión, integración e igualdad.

Por Carlos Semorile.

martes, 1 de octubre de 2013

El fatal ambientalismo de los Boris Grushenko



"Nunca debes matar a un hombre, sobre todo si eso significa quitarle la vida", decía Boris Grushenko retorciendo el sentido común hasta hacerlo estallar contra la lógica. Su complicada filosofía se derivaba de una contradicción primera: era un ruso pacifista en el momento mismo que su patria afrontaba las invasiones napoleónicas. Enrolado contra su voluntad, sus camaradas lo ponían en la boca de un cañón para sacárselo de encima pero, de chiripa, Boris caía sobre una tienda enemiga y desbarataba al alto mando francés. Un anonadado Grushenko se convertía así en héroe nacional.

Luego, la película de Woody Allen seguía otros rumbos igualmente disparatados, pero con lo expuesto nos basta para comentar la detención de dos ecologistas argentinos en los mares de Rusia. Resulta que mientras millones andábamos entretenidos peleando contra el neoliberalismo, comenzó a instalarse en estas pampas un credo ambientalista de muy buen ver en su canchera fisonomía “natural”. Como Boris Grushenko, “los verdes” también se enrolan en una causa superadora del entresijo y el fango nacional en el que los demás están tratando de salvar, entre otros detalles como la propia vida, los recursos naturales del terruño propio. Pero sucede que el ambientalismo -curiosamente como los capitales transnacionales- detesta las fronteras y, al igual que ellos, respeta muy mucho los poderes centrales de este mundo mientras pretende pasar por encima de aquello que está en la periferia.

Parodiando a Woody, cada tanto sus activistas aterrizan sobre un tenderete industrialista de alguna comarca a la que no le es permitido usufructuar sus riquezas para alcanzar –o mantener- el status de Nación. A veces caen presos pero, a diferencia del solitario final de Boris Grushenko, un ejército de abogados y de medios se ocupará de ellos. No sería extraño que, en las semanas que siguen, nos quieran hacer creer que los rusos (siempre tan criminales) se ensañen con los dos héroes argentos. Pero no hay nada que temer: ellos también piensan que “nunca debes matar a un hombre, sobre todo si eso significa quitarle la vida".

Por Carlos Semorile.