La aristocracia mexicana suele usar esta expresión
para denostar a los humildes que, por una de esas vueltas de la historia
colectiva o un giro favorable de su destino individual, logran conquistar algún
derecho que hasta ese momento les estaba vedado. “Es un igualado”, dicen, y con
ello quieren significar que está fuera de lugar, que transitoriamente usurpa
una posición social que no le corresponde. Al mismo tiempo, están diciendo que
esa anomalía debe ser corregida y castigada, para que los demás desheredados
escarmienten. Si usted vio alguna de las memorables escenas de Cantiflas –o,
viniendo para el Sur, de Catita- sabe de qué manera los poderosos entienden que
el origen es un destino: la cuna es, para unos pocos, un trampolín, y para el
resto, un estigma.
Hay casos patológicos de estigmas y hay maneras poco
convencionales de llevarlo, como le pasaba a Igor, el jorobado de “El joven
Frankestein” que no reconocía tener ninguna giba. Pero aquí hablamos de los estigmas
sociales, esas marcas invisibles -pero actuantes en el imaginario de las
comunidades- que trazan demarcaciones entre territorios y entre personas. Por
un lado, entonces, están los guetos, y de otro lado existe un mandato no
escrito que reza que nadie sale impune del lugar que tiene asignado. Y si a
usted le interesa comprender por qué en la Argentina de hoy se discuten tantas
cosas con tanta pasión, haría bien en fijarse cuánta gente ha pasado del hambre
a la comida, del desempleo al trabajo, de la calle a la escuela y, en suma, de
la exclusión a la inclusión.
Inclusión es una de esas palabritas que le provoca
urticaria a cierta clase de gente o, mejor dicho, a la gente de cierta clase
muy alta. Otra es integración, pues quien se integra está abandonando un
“nicho”, un espacio social condenado al inmovilismo. Pero la palabra que más
tirria les genera es, sin dudas, igualdad. “¿Cómo vamos a ser iguales –piensan-
si todo nos distingue? Nos separan, desde ya, los linajes, pero también el
color de la piel, los colegios a los que fuimos, los valores que adquirimos a
través de la educación y, claro, nos separan el esfuerzo, el estudio, los
títulos, las propiedades, las relaciones y los vínculos”. Para quienes piensan
de este modo, obviamente, hay otros que sí son sus “iguales”, y con ellos
comparten el poder y el mando. Y hay “igualados”: un igualado ocasional,
fortuito, se tolera y hasta se exhibe como nuestra de tolerancia, pero los
igualados de a montón suponen un peligro inaudito. A la corta o a la larga, los
igualados terminan asumiendo que la inclusión, la integración y la igualdad son
derechos sociales, y entonces se convierten en actores políticos de peso.
¿Por qué le digo todo esto? Porque dentro de poco
volvemos a las urnas, y no sea cosa que usted siga creyendo que, por haber
escalado algunas posiciones, los “iguales” le reservaron un asiento con su
nombre. Desengáñese. Ellos conocen su origen –que siempre es “abajo”-, y no
importa lo mucho que usted haya hecho para cambiar de “status”. Si se mudó al Norte,
ellos ya no están allí: vendieron cuando usted compraba para no tener que
verlo. Me dirá que algunos son sus amigos y hasta le palmean la espalda. No lo
tome a mal, pero le están buscando la joroba: usted no se la ve, pero ellos sí.
Hágase y, de paso, háganos a todos un gran favor, mi amigo: deje de ver como “igualados”
a esos otros que no han tenido su fortuna o sus chances. Y recuerde siempre que
mientras cree que finalmente “llegó”, para los “iguales” usted es apenas un émulo
de Cantinflas.
No se amargue. Al candidato de las clases altas le
pasa lo mismo. Él piensa que el prolijismo y la vacuidad posicionan mejor sus
aspiraciones presidenciales. Pero, para los oligarcas, Sergio Massa es tan sólo
un instrumento para cerrarle el paso a los igualados y, de ser posible, desterrar
del idioma esas tres palabras malditas: inclusión, integración e igualdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario