La primera vez
que escuché hablar de las criptomonedas en vivo fue en un cumpleaños.
Otro de los invitados sacó el tema y afirmaba que había llegado a tener en su
poder una importante cantidad que debió vender por una circunstancia adversa,
pero que si no hubiese sido por ese traspié él sería millonario gracias a este
bisnes para iniciados.
No guardo
memoria de la cifra, pero sí de su insistencia con visos de nostalgia por no
haber podido conservar las “cripto” y convertirse en el güiner más langa que
alguna vez haya vivido bajo la Cruz del Sur. Él no advertía la índole
inverosímil de su relato, del mismo modo que tampoco sospechaba el aroma
naftalínico que se desprendía de su propuesta de cerrar el Congreso para ahorrar
el “gasto” de los sueldos parlamentarios.
Lo otro que
supe esa misma noche fue el regalo que le hizo al agasajado, el típico libro
del consabido columnista de derecha que las grandes editoriales lanzan con
bombos y platillos, y que a los pocos meses se apilan a precios de verdulería
(los viejos precios, los de antes de este desquicio) en las mesas de saldo. Al
irme, el cumpleañero me preguntó qué pensaba del obsequio: le dije que sólo un
facho regala un texto ídem.
No supe más
nada del ricachón fallido durante un tiempo, y en ese lapso pude conversar con
los amigos que tenemos en común sobre las zonceras que había desparramado en su
borrachera criptoquimérica. Lo último que me contaron del personaje en cuestión
fue que estaba visitando a un connotado genocida que obtuvo el beneficio de la
prisión domiciliaria, y que la parecía un tipo “lo más bien”. A confesión de parte...
Por Carlos Semorile.
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