viernes, 18 de diciembre de 2020

La cartera de la dama

Mentiría si dijera que no he disfrutado de ver una serie inteligente y bien hecha como es “The Crown”, con sus excelentes diálogos, sus cambios de óptica para con los distintos personajes, y las muy buenas actuaciones que retratan, más que singularidades, un carácter nacional que se regodea en el culto a la sobriedad, mientras coquetea con todos los excesos, urdidos a la sombra del opresivo y asfixiante calvinismo.

Pero también faltaría a la verdad si no dijera que su inteligencia naufraga cada vez que sus altezas abandonan Albión para internarse en las exóticas tierras que indistintamente llaman “las colonias”, y cuyos personajes más sobresalientes son apenas torpes caricaturas que no están cincelados hasta el paroxismo, como el Duque de Windsor o Louis Mountbatten, para que olvidemos el pasado nazi del primero o el golpismo del segundo, ansioso por recuperar su antiguo brillo virreynal.

Otro rasgo que espanta, ya no de la ficción sino de lo que ésta devela, es el acendrado provincianismo de estas gentes porque, aún comprendiendo que cada quien mide según su propia vara, resulta casi inconcebible que les resulte tremebundo alejarse de Londres hacia Gales o las “tierras altas” de Escocia, que no quedan más lejos que Mar del Plata y Bahía Blanca, respectivamente, desde Callao y Rivadavia.

Tampoco resulta demasiado digerible todo ese andamiaje monárquico cuyos pilares se sostienen en una serie de prejuicios y manías consuetudinarias elevados a la categoría de ceremoniales arcaicos, etiquetas inamovibles y protocolos cuya estética está más cerca del sainete que del dudoso ritual que pudo ser su lejano origen. Atrapados en semejantes dispositivos, sus rebeldías son tan exiguas como efímeras, y no hay ninguna solidaridad que enlace a los nuevos parias.

Es verdad que están vigilados hasta la náusea, y que la más mínima insinuación de un desvío es socavada con puntillosa impiedad, porque todo puede tolerarse (cuernos, juergas, esnifes, escapadas con amantes) siempre que no afecte la credibilidad de la Corona. Y por más pena que sintamos por sus destinos prefijados, hay algo que nos viene desde el fondo republicano de estas pampas irredentas: un escepticismo plebeyo y jodón que imagina que la reina lleva la Sube en su carterita eterna.

Dicho de otro modo: fuera del caso singular cuyo agobio puede llevarnos a cierta catarsis “very british”, no hay empatía posible con quienes han asolado el mundo sembrando hambre, esclavitud, humillación, congoja, muerte y la más feroz colonialidad al paso triunfal de una ideología supremacista que, como dijo Aimé Césaire, no tiene nada que envidiarle al nazismo. Si tiene dudas, vea el capítulo “El intruso” e identifíquese con esa víctima. Y aprenda: ellos no vacilan.  

 Por Carlos Semorile.

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