jueves, 20 de agosto de 2020

Max Ullrich Vender

 En el secundario tuvimos como compañeros a dos vagos divinos (que aquí llamaremos Vernistein y Valernik) que siempre andaban juntos, medio apartados del resto y craneando maldades. Pero no dañinas, sino creativas. De todas ellas, la más lograda –y finalmente instructiva- fue la invención de un autor multipropósito cuyo nombre ahora no recuerdo, pero ponele que se llamaba Max Ullrich Vender. Algo así, bien nórdico, prestigioso y rimbombante.

 Apenas se iniciaba el ciclo lectivo y comenzaban a llegar las nuevas profes, Valernik y Vernistein les preguntaban –muy sueltos de cuerpo- si en vez del libro de texto que ellas proponían, podíamos trabajar con el manual de Max Ullrich Vender, a quien le habían inventado una tupida biografía como especialista en cada área. Dependiendo de la materia, Vender había sido filólogo, físico, matemático, biólogo, patólogo o discípulo de Freud; y según las circunstancias, había nacido en Viena en 1750, en Munich en 1840, o en Londres en 1920. Es decir que aquellos dos atorrantes se tomaban el laburo de escribirle una biografía adecuada al caso, más los nombres de sus ensayos.   

 Había profesoras con las que sabíamos que no se podía joder, y éstas nunca conocieron las proezas del bueno de Max. Algunas otras salieron airosas diciendo de plano que desconocían al tal Vender. Y hubo un tercer grupo, minoritario pero significativo, que compraron el buzón con todas las estampillas y se abrazaban al ridículo cuando con fingida pasión docente nos recomendaban trabajar con el manual de Ullrich: “Ah, sí, es excelente, úsenlo”.

 Esto pasó hace mil años, pero a veces se me cruza que Vernistein y Valernik persistieron en lo suyo. Que lo que iniciaron como un juego inocentón, los fue llevando a un estado de embale en el cual ya no podían parar. Se percataron que podían ganarse el mango con estos manijeos, a condición de que supieran invertir el flujo de sus esfuerzos. Aquellos que, sin sonrojarse, decían apreciar la obra de Ullrich, serían los difusores de su figura. Y sostenidos por relatos similares, convertirían a los escépticos en crédulos adoradores de Max.  

 Pero son ideas mías, porque Valernik y Vernistein eran buenos tipos y jamás se hubieran dedicado a sembrar cizaña, ni a utilizar a los cínicos para realizar una labor canalla. Por el contrario, el ingenio de estos compañeros nos ayudó a ver en manos de quiénes estábamos en esa etapa -aún formativa-, el grado de rutinización de una enseñanza estandarizada y, sobre todo a partir del dibujo en el mero aire de Max Ullrich Vender, la posibilidad de cuestionar lo que nos daban a leer y poner en tela de juicio toda esa vaina de los “prestigios”. 

 No añoro para nada los años que pasamos en una institución que se esmeraba en ser una réplica del régimen genocida, pero reconozco que –por más bien construido que estuviese el tal Vender- no se podía engañar a una mayoría de docentes que sabían de lo que hablaban. Tampoco es contra los docentes de hoy. Es reconocer que, en el pasaje de “manuales” a “pantallas”, nos han llevado a creer en cualquier cosa.

 Por Carlos Semorile.

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