Ese es el
significado de “Desiderata”, palabra que proviene del latín. También significa
“cosas que se echan de menos”. Como sea, el término remite a algo que no se
tiene y se quiere obtener, con la premura propia que tiene toda avidez, todo
apetito no saciado, todo deseo en estado de incierta espera hasta su efectivo
cumplimiento. Llegados a este punto, vuelva a mirar la imagen y dígame si cree que
los allí retratados están urgidos por algún apremio tan esencial como ineludible.
¿No, verdad?
Para que toda
esta gente circule en “estado de vecindad” con un virus devastador y mortífero
es necesario que, previamente, hayan sido convencidos de que tienen necesidades
impostergables que están por encima del hecho de que, saliendo a pasear para
tomarse un café o una bebida en un vaso plástico, ponen en riesgo sus vidas y
las de quienes ellos aman. Como dice el tango de Acho Manzi y Cedrón, “es necesario domar el malón (…) el lugar de
la invasión es en la sala, casa por casa”.
¿Por qué
“domar el malón”? Porque habíamos comenzado muy bien, tan bien que inclusive teníamos
el legítimo derecho a sentir que éramos parte de un esfuerzo colectivo épico. En
las primeras semanas, se percibía una energía comunitaria que se hermanaba
detrás de las figuras de los trabajadores de la salud, e inclusive detrás de un
presidente que seguramente no había sido elegido por todos quienes saludaban
con aplausos sus decisiones de priorizar la vida. Pero, ya se sabe, hay
intereses demasiado poderosos que no quieren que los argentinos tengamos
motivos de genuino orgullo, y nos prefieren humillados y en derrota. Este
retroceso implica el regreso de la “cultura de la mortificación”, aquella que
habíamos vencido en las urnas. Y muchos ya empezamos a echar de menos la
“cultura de la ternura”.
Por Carlos Semorile.
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