En las sociedades coloniales, se produce un fenómeno que está fomentado
desde las metrópolis que las dominan y que baja a través de todo el aparato de
divulgación pedagógico/político por el cual el nativo “aprende o aprende” a
despreciarse a sí mismo. Nada muy diferente sucede en las semicolonias, cuyo
status de naciones independientes –con su propios himnos, escudos y banderas- enmascaran
la dependencia real de sus economías, y donde sus ciudadanos también se postran
ante los idealizados “países serios”.
La autodenigración resultante adquiere proporciones de espanto y
entonces no es raro escuchar que “éste es un país de mierda” o que por definición
todo lo ajeno es mejor que lo propio, empezando por “la gente”.
Así las cosas, la vida conversacional rumbea, un día sí y otro también, hacia
situaciones de un micro sado-masoquismo que consiste en pasarse el látigo del necesario
flagelo, cual si fuera el testigo de una carrera de relevos.
Sin dar nombres ni hacer citas para no complejizar el texto, digamos que
un pensador argentino dijo que se trataba de una cultura de la mortificación que,
al desplazar la ternura, hacía posible las mayores crueldades.
La mortificación empieza por un lenguaje que pone en cuestión todo lo nacional
por el sólo hecho de serlo, y llega a niveles demenciales de ultraje como los
que sufrieron “los muchachos” antes de salir campeones.
¿Se acuerda, no? Si lo recuerda, es probable que conserve en su memoria
que los festejos por la obtención de la 3ª copa estuvieron dedicados a la casta
periodística que nos quiso convencer que la Scaloneta era una m…
Para terminar, y ahora que tal vez hablamos un idioma común no
contaminado por el suplicio del autodesprecio, piense que todos esos
compatriotas que en estos días –y en los que vendrán- salen a las calles, lo
hacen porque nuestro país supo cobijarlos como hijos de una nación soberana en
sus decisiones, y cuyos ciudadanos no necesitaban despreciarse. Conocen sus derechos
y levantan la bandera del autorespeto.
Por Carlos Semorile.
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