En 1996, Horacio González publicó un ensayo titulado “Arlt. Política y
locura”. Debe haber sido uno de los primeros libros suyos que leí y, ahora que
hay que pensar todo desde cero, vuelvo a él en busca de algunas claves.
Releyendo distintos textos de y sobre Arlt -sobre todo “Los 7 locos” y “Los
lanzallamas”, pero también “El juguete rabioso” y algunas de sus “Aguafuertes”-,
“El Profe” va enhebrando una serie de reflexiones que nos interesan porque se
ocupan de dilucidar lo que ocurre cuando “lo
que parece un diálogo (…) muestra la fuerza sospechosa de un monólogo
irremediable. Y así, cuando los filamentos impalpables del diálogo son una piel
advenediza que convive con un amenazante monólogo, se hacen presentes los
bravos signos de la locura. Porque la locura puede ser un monólogo embutido en
un diálogo, a modo de falsificarlo, de reventarlo desde adentro, quebrándole
sus articulaciones sin quitarle su ropaje de convivencia y civilidad”.
Salvo para Alberto Fernández y algún que otro “consensualista” caído del
catre, esta idea de que la derecha enmascara como diálogos sus monólogos ordenancistas
y punitivistas, no es o no debería ser un misterio.
Retengamos la idea de que “los
bravos signos de la locura” no estuvieron ocultos para nadie -antes bien,
fueron parte de las bravatas que jalonaron la llegada del futuro rey a su
transitorio cargo de presidente-, y siguiendo las anotaciones gonzalianas pensemos
si vale la pena seguir preguntando si es o se hace: “La locura implicaría su propia aura desplegada en simulación (…) La
farsa de la locura se torna así no una máscara inmune, sino un avatar más de la
insensatez y un resumen mórbido de la esencia del Poder”.
Comentando otros trabajos sobre Arlt, Horacio no acuerda con una mirada
demasiado lineal sobre el posicionamiento del autor como equivalente al de sus
personajes, y entonces escribe esta frase: “Las
ideas políticas en juego no hacen política, hacen ficción, y sólo en tanto
hacen ficción, hacen política”. Por eso el gran chasco del debate de los
candidatos: uno creía discutir de política, y el otro hacía ficción y así hacía
política.
¿Cómo es posible un fenómeno semejante? “Es suficiente vulgarizar cualquier ente para transformarlo en una
verdad. Un disparate creído –es el estribillo de la voz de Arlt que aquí escuchamos-
es metamorfoseado en algo verdadero por una legión de almas enanas y ululantes,
dispuestas a entregar su credulidad a borbotones. Son las almas de esos
desprotegidos místicos e irresponsables, satisfechos en deponer su raciocinio
ante una prédica difundida con ostentosos atuendos técnicos. Esos pobres
espíritus forjan su cautiverio con sus creencias. A ellos, les han sido
ofrecidas comodidades a cambio de una sustracción de su identidad”. Pocas
líneas más adelante, dice: “En el corazón
de su ser descabellado, muestra el disparate su tenor político”.
Digamos que estas mismas ideas respecto de cómo existe una voluntad de cautiverio
ante una prédica disparatada, pero que llega “difundida con ostentosos atuendos técnicos”, reaparecen con fuerza
en “Humanismo, impugnación y resistencia”, una obra indispensable editada tras
su muerte. Y para cerrar y no olvidarnos que este librito de 1996 nos interpela
desde su subtítulo –“política y locura”-, copiemos una última frase: “Al volver a Témperley con el dinero, el
Astrólogo brinda nuevas definiciones ante Erdosain: lo ideal sería despertar en
muchos hombres una ferocidad jovial, ingenua, inaugurando la era del Monstruo
Inocente”. Una era donde la democracia sea reventada “sin quitarle su ropaje de convivencia y civilidad”.
Por Carlos Semorile.
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