En 2020, ante la Asamblea Legislativa, dijo Alberto Fernández: “En la Argentina de hoy, la Palabra se ha
devaluado peligrosamente. Parte de nuestra política se ha valido de ella para
ocultar la verdad, o tergiversarla. Muchos creyeron que el discurso es una
herramienta idónea para instalar en el imaginario público una realidad que no
existe. Nunca midieron el daño que con la mentira le causaban al sistema
democrático. Yo me resisto a seguir transitando esa lógica. Necesito que la
Palabra recupere el valor que alguna vez tuvo entre nosotros. Al fin y al cabo,
en una democracia el valor de la Palabra adquiere una relevancia singular. Los
ciudadanos votan atendiendo a las conductas y los dichos de sus dirigentes.
Toda simulación, en los actos o en los dichos, representa una estafa al
conjunto social y, honestamente, me repugna”.
Después de haberlo escuchado en muchas oportunidades, primero como panelista
altanero y crítico, luego como candidato y al fin como presidente, creo que es
lo más sustantivo que alguna vez expresó.
Si rescato –una vez más- este fragmento de aquel discurso suyo, es
porque considero que es posible medir a un hombre no según un patrón ajeno,
sino por sus propias palabras: éstas de aquí lo condenan.
Desde luego, lo condenan muchas más cosas que a lo largo de estos cuatro
años no hizo ni dejó hacer, y es por ello que su continua simulación representa
una estafa -que nos repugna- al conjunto social.
Nos repugnan también las decisiones que tomó en contra de los intereses
de las mayorías, haciendo un manifiesto caso omiso de todas las advertencias
que se le hicieron desde el llano hasta la alta política.
Se despide del cargo que ocupó, según dijo en declaraciones recientes,
convencido de haber enfrentado a la única líder popular que lo reconvino de mil
modos para que rectificara el rumbo. Nos insulta.
Puede que en algún misterioso recoveco de sus soliloquios argumentativos
crea estar entrando en la Historia, pero lo cierto es que convendrá recordarlo
como a uno de esos resentidos que hacen legión entre los traidores a la causa
nacional y popular. Es lo más parecido que hubo a un segundo Frondizi que, como
el original, no dudó en jugar para el enemigo en vez de honrar los compromisos
asumidos.
Lo despedimos con unos versos de las “Sentencias del Tata Viejo”, de
Buenaventura Luna, que nos parece que le calzan como un guante:
“La fatiga y el cansancio
del que cumplió su jornada,
dejando tierra labrada,
es lo más feliz que existe,
y no hay cristiano más triste
que el cansau de no hacer nada”.
Por Carlos Semorile.
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