miércoles, 26 de agosto de 2020

Agenda oculta


 Tal es el título de una muy buena película del inglés Ken Loach sobre cómo la Corona Británica, a través de sus muy efectivos servicios de inteligencia, maneja un memorándum reservado –que toca todas las cuerdas de la supremacía colonial, desde las más sutiles a las más aberrantes- para impedir la reunificación de Irlanda. Tratando de descifrar la imagen que acompaña esta nota, percibí la jeta de “servicio” del retratado y, como una cosa lleva a la otra, recordé “Agenda oculta”.

 Todo en esta foto invita al desconcierto, empezando por el uso de tapabocas en quien denuncia una “Falsa pandemia”. El contexto tampoco ayuda porque los ya habituales desbordes de multitudes, provocan una sensación de irrealidad aún mayor que la del comienzo del aislamiento, dado que ambas cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo: la pandemia y la antigua "normalidad". A propósito: ¿por qué los medios dejaron de publicar las fotos de dichas aglomeraciones?

 Prosiguiendo “en modo Chomsky”, es imposible no advertir que sólo a un “service” se le puede ocurrir sostener que la “falsa pandemia” está edificada en base a la “Desaparición forzada de ‘personas’”, poniendo entre comillas la palabra “personas”, como si en su enunciado se escuchara el eco de Videla hablando de quienes eran “una incógnita sin entidad”. Del biologicismo genocida y los infectados por el virus marxista, pasamos al higienismo de Alberto y sus “Médicos cómplices”.

 Es todo un despropósito, y es tan absurdo que no merecería que nos ocupemos del asunto…, a no ser, claro, que pensemos que los dueños de todo manejan una agenda oculta. Y que también aquí ellos tocan todas las cuerdas de la supremacía, desde las más imperceptibles a las más groseras. Una conductora puede ingerir dióxido de cloro ante las cámaras, o un ex presidente puede llamar a un golpe de estado, mientras la corpo mediática silencia en pianissimo la tragedia cotidiana.

 Podría decirse que a una agenda se la combate con otra, pero también es cierto que hacen falta fierros mediáticos para poder dar esa batalla que implica, además, conocer las reglas del juego. Permítaseme un ejemplo: Walsh solía perder con Lilia Ferreyra cada vez que jugaban al scrabble, hasta que descubrió que el valor de las palabras dependía de su frecuencia en lengua inglesa, y entonces les calculó un valor en el idioma de los argentinos y “los resultados fueron más parejos”.      

 Todo esto viene a cuento de una nueva quijoteada que Víctor Hugo Morales comenzó anoche con su programa “Batalla Cultural”, en defensa de un gobierno que no acierta a reaccionar ante la paliza mediática a que viene siendo sometido. Un solo envío no alcanza para caracterizar a un proyecto, pero el de ayer tuvo notorias similitudes con el vituperado “6-7-8”, ese que no estaba en la agenda presidencial. Son gustos. Pero hay que despintar las fichas marcadas con valores ajenos, hablar un idioma propio y desbaratar los planes de la “agenda oculta”.

 Por Carlos Semorile.

sábado, 22 de agosto de 2020

La invención de la inmunidad

   Recuerdo el inicio del aislamiento social como un período donde, casi de un día para el otro, hubo una extraña primacía del silencio. El barullo cotidiano dio paso a una serie de sonidos que “estaban ahí”, pero que no estábamos acostumbrados a escuchar. Vivimos pegados al túnel de Libertador, al nuevo viaducto del Mitre (que desmejoró en mucho el silente andar del tren que se había logrado antes de que elevaran las vías), y geográfica y auditivamente cercanos al Aeroparque. Dejar de oír el despegue de aviones, el paso de las formaciones ferroviarias, y el tumultuoso tráfico de la Avenida Libertador, implicó escuchar gorriones, cotorras, y nocturnos maullidos felinos. También era habitual oír prolongados ladridos que se daban entre perros que viven a uno y otro lado de la avenida, como si dijeran: “Che, qué onda?”

De vez en cuando, también se escuchaba el motor de algún auto que trataba de disimular su andar solitario y como en falta, tan visible y tan expuesto al escrutinio de cualquier vecino asomado a su balcón o ventana. Lo mismo sucedía con los escasos peatones que se dejaban ver como figuras de cine mudo, andando muy por debajo de los 24 fotogramas por segundo, apresurados por salir de un escenario tan solitario como incierto. Asimismo, era posible percibir el pausado y minucioso transitar de un helicóptero -¿era el que llevaba a Alberto?, por las dudas se lo saludaba- que parecía tomar nota de la situación.

 Luego de 3 o 4 semanas, esta situación comenzó a cambiar y el primer indicio de ese cambio (recuerdo haberlo conversado vía féis con la amiga y música Sila Rocha) fue un impacto auditivo. Después de aquél estruendoso silencio, se hizo muy notable la circulación vehicular y también la de peatones cuyas voces era casi imposible dejar de oír, mientras caminaban por veredas que aún se mantenían despejadas. El siguiente giro se produjo luego de que Alberto dijera que algunos gobernadores le habían alcanzado propuestas para “flexibilizar” (¿no había otro término?) la situación de los raners: sin esperar autorización ni protocolo alguno, comenzaron a dar sus vueltas al Club del Golf. 

 El resto es historia conocida. El helicóptero dejó de pasar, los trenes primero volvieron y luego fueron aumentando su frecuencia, ni hablar los coches –que sólo se aplacaban durante la noche-, y poco a poco hubo un relajamiento social que fue corriendo parejo con medidas aperturistas, pese al sostenido aumento de casos. Cuando un día trepamos a los 4250 casos, un asesor del presidente dijo que, dadas las proyectadas medidas de distensión, esa cifra había sido como “una patada en los dientes”. Y ahora, cuando cada día estamos por duplicar ese número, muchos nos preguntamos dónde nos estarán pateando. 

 Desde nuestra ventana, pasamos de ver el vuelo audaz de distintas aves que percibieron la inusitada quietud del inicio, a ver desbordes de multitudes paseanderas (ahora sí custodiadas por la policía local). La sensación de irrealidad es aún mayor que al comienzo del aislamiento, porque las dos cosas no pueden ser ciertas al mismo tiempo: la pandemia y la antigua "normalidad". Un estudio reciente revela que el 62,4% de los fallecimientos por el virus, se produjo en el último mes. Las pantallas, que casi siempre se encuentran en “estado de emoción violenta”, han establecido un siniestro pacto de silencio en torno al posible colapso del sistema de salud, así como también ningunean el palpable deterioro de los profesionales de la salud. Tampoco han entrevistado a los familiares de las más de 6800 víctimas fatales, pues serviría para darnos una idea del drama que vivimos. Y así las cosas, las “legiones libertarias” son -amén de vectores del contagio- víctimas de la invención de la inmunidad.

 Por Carlos Semorile.

viernes, 21 de agosto de 2020

La identidad astillada

    Los artistas populares suelen tener pegadas tan certeras y generosas como esta de Diego Capusotto: “Se creen dueños de un país que detestan”. Ya que no la han parido ellos mismos, los cientistas sociales deberían tomar esta síntesis y ponerla a dialogar con un conjunto de saberes diversos, pero también dispersos, que tratan de pensar la complejidad de un país cuya clase dirigente se formatea según patrones culturales originados en metrópolis distantes, y reniegan de su gente.

Me viene a la mente, por ejemplo, el modo en que Rita Segato trabaja la idea de “dueñidad” y dice: “La dueñidad en Latinoamérica se manifiesta bajo la forma de una administración mafializada y gangsteril de los negocios, la política y la justicia, pero esto de ninguna manera debe considerarse desvinculado de un orden global y geopolítico sobreimpreso a nuestros asuntos internos. El crimen y la acumulación de capital por medios ilegales dejó de ser excepcional para transformarse en estructural y estructurante de la política y la economía”. O sea: esos que “se creen dueños” son apenas una gobernanza mafiosa y gangsteril.

Esto en el plano de la estructura. En el de la superestructura cultural, podrían recordarse algunas de las reflexiones de Edward Said sobre el modo en que los nativos de las colonias –y, por extensión, los de las semicolonias- son denigrados en el plano simbólico, a través de un juego de espejos donde nunca pueden hallar una imagen digna de sí mismos, y así se les inculca un fuerte sentimiento de autodesagrado.

O ir a las propias memorias de este pensador palestino: “Todavía me sorprende que el mundo intelectual y mental en que vivíamos realmente tuviera tan poco que ver con el intelecto en cualquiera de sus sentidos serios o académicos (…) nuestro lenguaje colectivo y nuestros pensamientos estaban dominados por un pequeño puñado de sistemas perceptiblemente banales, derivados de los tebeos, del cine, de los folletines, de la publicidad y del saber popular que existía en las calles y de ninguna manera influidos por nuestros hogares, la religión o la enseñanza”. Habituados a comparar siempre “a la baja” lo propio con lo ajeno, no es extraño que el nativo termine diciendo: “Este país de m…”.

El muy criollo Buenaventura Luna también se ocupó del tema: “Nosotros los argentinos, amigos que me escuchan, constituimos un fenómeno de mala información histórica y, por ello mismo, de pésima educación política Nos han mentido, amigos. Nos han persuadido maliciosamente de que nosotros, los criollos, somos indolentes y vagos: nos han convencido de que somos ignorantes e ineptos, incapaces de vivir dentro de un tecnicismo al que se considera superior (…) e incapaces de asimilarnos a toda forma de cultura”. Y decía que a partir de crear en el pueblo “ese tremendo complejo de inferioridad en el orden social”, las clases dirigentes podían manipular y tergiversar la voluntad popular.

Y el tan inmenso como desconocido Leopoldo Marechal acusaba al antiguo patriciado nativo, ese que devino luego en oligarquía, por haber desechado lo nacional en la construcción de la república y por su deserción del compromiso de desarrollar la potencialidad criolla que estaba disponible para la creación una gran nación, pero que ellos dejaron vacante porque nunca supieron mirar con ternura lo argentino.

Todo lo contrario. Detestan lo propio –como dice Capusotto- porque, en el fondo, no pueden terminar de dominarlo. Y cuanta más resistencia encuentran en un pueblo que, pese a todo este engranaje cultural que le inculca autodesprecio, aún se mantiene díscolo y se aferra a los jirones de su identidad astillada -y desde allí se sostiene-, más lo odian y más se violentan. Por eso llaman a desobedecer la cuarentena. No sea cosa que esta comunidad logre algo épico, motivo de genuino orgullo.

Por Carlos Semorile.

jueves, 20 de agosto de 2020

Max Ullrich Vender

 En el secundario tuvimos como compañeros a dos vagos divinos (que aquí llamaremos Vernistein y Valernik) que siempre andaban juntos, medio apartados del resto y craneando maldades. Pero no dañinas, sino creativas. De todas ellas, la más lograda –y finalmente instructiva- fue la invención de un autor multipropósito cuyo nombre ahora no recuerdo, pero ponele que se llamaba Max Ullrich Vender. Algo así, bien nórdico, prestigioso y rimbombante.

 Apenas se iniciaba el ciclo lectivo y comenzaban a llegar las nuevas profes, Valernik y Vernistein les preguntaban –muy sueltos de cuerpo- si en vez del libro de texto que ellas proponían, podíamos trabajar con el manual de Max Ullrich Vender, a quien le habían inventado una tupida biografía como especialista en cada área. Dependiendo de la materia, Vender había sido filólogo, físico, matemático, biólogo, patólogo o discípulo de Freud; y según las circunstancias, había nacido en Viena en 1750, en Munich en 1840, o en Londres en 1920. Es decir que aquellos dos atorrantes se tomaban el laburo de escribirle una biografía adecuada al caso, más los nombres de sus ensayos.   

 Había profesoras con las que sabíamos que no se podía joder, y éstas nunca conocieron las proezas del bueno de Max. Algunas otras salieron airosas diciendo de plano que desconocían al tal Vender. Y hubo un tercer grupo, minoritario pero significativo, que compraron el buzón con todas las estampillas y se abrazaban al ridículo cuando con fingida pasión docente nos recomendaban trabajar con el manual de Ullrich: “Ah, sí, es excelente, úsenlo”.

 Esto pasó hace mil años, pero a veces se me cruza que Vernistein y Valernik persistieron en lo suyo. Que lo que iniciaron como un juego inocentón, los fue llevando a un estado de embale en el cual ya no podían parar. Se percataron que podían ganarse el mango con estos manijeos, a condición de que supieran invertir el flujo de sus esfuerzos. Aquellos que, sin sonrojarse, decían apreciar la obra de Ullrich, serían los difusores de su figura. Y sostenidos por relatos similares, convertirían a los escépticos en crédulos adoradores de Max.  

 Pero son ideas mías, porque Valernik y Vernistein eran buenos tipos y jamás se hubieran dedicado a sembrar cizaña, ni a utilizar a los cínicos para realizar una labor canalla. Por el contrario, el ingenio de estos compañeros nos ayudó a ver en manos de quiénes estábamos en esa etapa -aún formativa-, el grado de rutinización de una enseñanza estandarizada y, sobre todo a partir del dibujo en el mero aire de Max Ullrich Vender, la posibilidad de cuestionar lo que nos daban a leer y poner en tela de juicio toda esa vaina de los “prestigios”. 

 No añoro para nada los años que pasamos en una institución que se esmeraba en ser una réplica del régimen genocida, pero reconozco que –por más bien construido que estuviese el tal Vender- no se podía engañar a una mayoría de docentes que sabían de lo que hablaban. Tampoco es contra los docentes de hoy. Es reconocer que, en el pasaje de “manuales” a “pantallas”, nos han llevado a creer en cualquier cosa.

 Por Carlos Semorile.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Migración de gansos

A los miembros del muy conservador Partido Demócrata de Mendoza y -por extensión- a los miembros de la oligarquía viñatera de esa provincia cuyana, se los conoce popularmente como “los gansos”. El mote nació en 1918 en un periódico lencinista (“El Gaucho” Carlos Washington Lencinas era el líder de las masas empobrecidas de Mendoza, y jefe de la de la UCR local) como caricatura del modo de andar “envarado” de los copetudos, que caminaban como estas aves.

A fines de junio, el ex gobernador Cornejo –presidente de la UCR, y aliado clave del macrismo- lanzó la idea de la secesión de su provincia porque “Mendoza tiene todo para vivir como un país independiente, pero no lo tiene hoy. Hoy necesita de la Argentina y la Argentina lo perjudica en la calificación de riesgo, en el acceso de crédito internacional, para traer inversiones. Podría ser un país pero con un programa común de su elite política empresaria para desarrollar ese camino”.

Como se ve, es un llamamiento con varios destinatarios: a la propia elite local, y una formidable mojada de oreja al gobierno nacional, al cual se amenaza con desmembrarle una de sus provincias más ricas.

¿De qué vivirían concretamente los independentistas mendocinos? El sinuoso Cornejo –líder de un centenario partido con representación en todo el territorio nacional, adviértase la paradoja- no lo expresa. O acaso sí lo hace cuando dice que tendrían acceso al crédito internacional, que es el modo eufemístico de plantear que, de movida, endeudaría a más no poder a la “autopercibida” república de los gansos.

Todo esto viene a cuento porque, entre las postales que dejó una nueva jornada de promoción del virus y del número de contagios, está la de un señor morrudo ataviado con un coqueto “panamá” onda turista, un tapabocas que reproduce la mandíbula, la boca y la nariz de un gorila, y una remera que reza: “Mendoza, el mejor país del mundo. (Asterisco) MendoExit”. Pese a su provocativa indumentaria, su gesto -ante el deschave del fotógrafo- es adusto como el de un “carapintada”.

A título personal, me parece poco probable que se verifique la migración de los gansos, llevándose a toda una provincia en su vuelo. Pero, como en política nada está escrito de antemano, deben tomarse en serio estas manifestaciones de gorilismo oligárquico en cruza con  secesionismo regionalista. No hay que olvidar que a fines de 1929 los conservadores mendocinos asesinaron al Gaucho Lencinas, y que en San Juan se organizó un multitudinario asado de festejo al que asistió el entonces Fiscal de la Intervención Federal en Mendoza, el radical Ricardo Balbín. Los hábitos de estos gansos son tan regulares como las migraciones: siempre están, como dijo Walsh, “dispuestos al asesinato”.

Por Carlos Semorile.


martes, 18 de agosto de 2020

Lo que no se transa

 Mirando esta pancarta, pensé en mi padre bioquímico. Le costó bastante recibirse, pues implicaba trasladarse a diario desde Baradero a Rosario, pero al final salió con dos títulos: bioquímico, y también farmacéutico. Su madre hubiese preferido que se encaminase dentro de la Iglesia, pero siendo monaguillo tuvo una mala experiencia con los privilegios que se daban en la casa de Dios –y que replicaban los de aquél pueblo bonaerense-, y rumbeó para el lado del igualitarismo.

 Cuando pudo alquilar su propia farmacia le puso el nombre de Jonas Salk, y a la siguiente la bautizó Rádium, en homenaje a sus descubridores, los esposos Pierre y Marie Curie. Sus convicciones científicas eran muy firmes, lo mismo que su cerril anticlericalismo, aunque mantenía un diálogo lleno de chanzas y chicanas cruzadas con su sobrina monja. La futura madre superiora era una buena polemista, y mi viejo creía que un buen debate podía iluminar zonas oscuras. 

 También solía ponerse pesado, por ejemplo, con ciertos rituales higienistas como lavarse las manos, desde las uñas hasta los codos, cuando entrábamos a casa. Y así como él nunca vio a Dios pastoreando por las inmensurables pampas del Universo, tampoco vi jamás que en el aire fluctuasen microbios y bacterias, lo cual no me impedía lavarme los dientes, bañarme y poner a lavar la ropa usada. La invidencia del primero, lleva hacia lo inefable; la negación de los últimos, al hospital. 

 Teníamos otra divergencia respecto de la génesis de las enfermedades, que para él debían ser observables bajo condiciones de laboratorio, y para mí –además- podían obedecer a los diversos procesos anímicos que estudia el psicoanálisis. Y aún tuvimos una más. Él tenía un amigo, un cuadro del PC, con quien discutían sobre la Guerra Fría: mi padre creía que, si sentaban a conversar, rusos y yanquis llegarían a un acuerdo; su amigo y yo pensábamos que o ganaba uno, o el otro.

 Como decía, ver la pancarta ha reactualizado en mí ciertos procesos anímicos que me llevan, por ejemplo, a pensar que “la experimentación” macrista dejó al país en estado de laboratorio para ensayos de índole fascista y oscurantista, promoviendo todos los cruces posibles entre sectas que pueden tener orígenes muy diversos (desde el evangelismo al manijeo de “dirigentes” que chapotean entre la senilidad y la demencia), pero que siguen un mismo patrón: no hay Dios que los haga reflexionar.

 Ni comité de notables, ni evidencia científica, ni el más tosco sentido común. Esta pancarta es un síntoma: quienes mueven los hilos pretenden que esta sociedad sea un manicomio a cielo abierto. La viralización de la irracionalidad angosta las opciones, y deja de ser inocuo escuchar “todas las opiniones”. La verdad está acechada por la mentira, y eso nos obliga a levantar las defensas. Son ellos, o nosotros.

 Por Carlos Semorile.

lunes, 17 de agosto de 2020

La incumbencia del rosquete

 Quienes creímos que el 10 de diciembre pasado habíamos terminado con la pesadilla de la meritocracia y su prédica, pecamos de ingenuos. Una reciente campaña publicitaria gráfica de una de las prepagas más onerosas, dice: “Cuidarse es cuidar al orto”. El desliz revela, cual lapsus, la ideología profunda de los “ceos” de las compañías que lucran con la salud. Si abreviamos la frase, cual lingüistas en busca de sentido, obtenemos un destilado del pensamiento liberal: “Cuidarse el orto”.

 Sin llegar a este grado de grosería, pero sin restarle nada tampoco a la esencia de su filosofía robinsoniana, el gobierno de la ciudad de Buenos Aires –bah, el Larretismo- sostiene que la incumbencia del propio rosquete debe estar por encima de asuntos tan comunitarios como una pandemia. Y sus votantes, convencidos de ser “vecinos” antes que ciudadanos, salen en manada a los espacios públicos porque, como buenos consumidores, ellos son obedientes adoradores del mercado.   

 Pero no se trata sólo del Larretismo –expresión, transitoria al fin, del espacio liberal/reaccionario del país argentino-, sino de aquello que señalamos al principio, la ideología meritocrática que les hace creer a unos cuantos que están más allá del igualitarismo rampante con que el virus se manifiesta, sin atender a cuestiones de pedigrí. Según este relato, alcanzaría con una serie de comportamientos de distancia social que no se verifican en la realidad y, sobre todo, que nadie controla.

 Y este es el punto al que es inevitable arribar: el Larretismo -como cualquier otra variante del liberalismo- propugna la ausencia del Estado porque, a no ser que el Estado sirva para financiar la timba de sus amigos “robinsonianos”, quiere perpetuar la orfandad de los excluidos. ¿Para qué precisamos del Estado si basta y sobra con el comportamiento responsable que “tan buenos resultados viene dando”?

 Que esto lo diga “Horacio” vaya y pase, pero que lo repita textual el secretario Lammens prometiendo temporada en Mardel, y pasando por encima de los dichos de Alberto, de Axel y de Gollán, es muy turbio.

 La teoría del rosquete soberano puede que funcione al interior de empresas que engullen a sus empleados como engranajes descartables de maquinarias impadiosas, y aún así siempre llega el momento en que necesitan del “salvataje” del Estado. Nada muy distinto va a ocurrir luego del “covid-fest” que se está desarrollando hoy en la zona norte de la capital: los bocinazos de hoy son las ambulancias de mañana, y habrá que ver, si como dice un viejo son, “no hay cama pa´ tanta gente”.

 Y como ese problema va a caer sobre nuestras espaldas, hay que advertir que nos están empujando a la última trinchera, allí donde no alcanza con ser “comentaristas” del desmadre de los upites desolados.

 Por Carlos Semorile.

domingo, 16 de agosto de 2020

Los “vacunados”

Es un fenómeno que merecería un abordaje interdisciplinario, un análisis que contemple todas las variables que entran en juego, aún aquellas que no compartimos ni avalamos, pero que pueden ser parte de la insensatez y la desaprensión con que muchas personas, aquí y en el mundo entero, están negando la gravedad de los hechos, las alarmas de pronósticos bien encaminados, y lo criterioso que resulta aguantar un poco más porque, al fin, parece haber una salida para todas y todos. 

Pero no. Hay una sorprendente cantidad de gente que cada día se manifiesta en contra de las políticas gubernamentales que privilegian la salud pública por sobre las predilecciones privadas de los individuos. En verdad, debería decir de “los individuos aislados”, pero sucede algo paradojal: quienes están convencidos de ver vulnerada su libertad privativa y singular, se agrupan, como hoy en Madrid convocados por Miguel Bosé –entre otros-, y gritan al unísono “Queremos ver el virus”.

Esa “única” libertad lesionada es la de “circular” y, como en el caso del dinero estudiado por Marx, goza o está investida de un fetichismo que arrasa con cualquier razonamiento, pues genera una imaginería ilusoria que ya fue usada con todo éxito durante el pasado siglo, cuando los mal llamados medios de comunicación formatearon las creencias de millones de seres que no podían pagarse un boleto de tren, y les hicieron creer que el comunismo les impediría moverse y viajar.

La mentira, para ser eficaz, necesita contener al menos una parte de verdad, y convengamos que es cierto que hoy, en aras de la salud del conjunto de la población, gobiernos de muy distinto color y pelaje les piden a sus ciudadanos que dentro de lo posible, se queden en sus casas. Pero resulta que si bien la medida los reguarda del virus que anda circulando, los expone todavía más –lo que ya es mucho decir- a todo lo que sale de las pantallas con el investimento de una verdad.

Así las cosas, no es extraño que algunas personas decidan ingerir dióxido de cloro y fallezcan: lo que resulta llamativo es que no sean muchas más. Tampoco debería parecernos insólito que muchas otras se congreguen alrededor del Obelisco porteño para sostener posiciones tan divergentes como que el virus no existe, o que su existencia obedece a un plan gubernamental de control de la ciudadanía, y todo acompañado por carteles que advierten sobre la inminente caída en… ¡el comunismo!

Y no tendría que resultarnos extravagante o ilógico, porque lo que aquí opera es otra lógica, una contra la cual los gobiernos se encuentran tan indefensos como los pacientes alcanzados por el virus: la de los monopolios de la comunicación que, al menos en nuestro país, son también los dueños de casi todas las demás cosas. Por eso, cada día y sobre todo cada fin de semana, millares de compatriotas se apelotonan -sin necesidad de una convocatoria formal- en calles, plazas y parques, como si ya estuviesen vacunados. Y es verdad: lo están.

Por Carlos Semorile.


miércoles, 12 de agosto de 2020

“Al lado del camino”

 

Vivimos un tiempo desquiciado donde todo parecer oscilar entre un aceleramiento impiadoso (el trabajo y las clases a distancia, con sus exigencias cada vez mayores, son claros ejemplos de esa exacción compulsiva de “plusvalía de tiempo”), y una quietud que parece darnos una chance de dar vuelta la desmoronada “normalidad” que supo ser tan cruel, tal como la describió Fito Páez hace más de 20 años:

 

“En tiempos donde nadie escucha a nadie,

en tiempos donde todos contra todos,

en tiempos egoístas y mezquinos,

en tiempos donde siempre estamos solos,

habrá que declararse incompetente

en todas las materias de mercado,

habrá que declararse un inocente,

o habrá que ser abyecto y desalmado…”

 

Como puede verse, lo que extrañamos de la añeja normalidad no son sus “tiempos egoístas y mezquinos”, sino que es todo aquello que acertamos a brindarnos por fuera del mercado y “a un lado del camino”:

 

“Me gusta estar a un lado del camino,

fumando el humo mientras todo pasa,

me gusta abrir los ojos y estar vivo,

tener que vérmelas con la resaca…”

 

Añoramos la dimensión humana de la vida, la cercanía, los abrazos, las caricias y los diferentes modos, individuales o grupales, de habitar el tiempo sin ser esclavos de un proyecto “abyecto y desalmado”:

        

“Entonces navegar se hacer preciso,

en barcos que se estrellen en la nada,

vivir atormentado de sentido

creo que ésta, sí, es la parte más pesada…”

 

Salvo “los alienados de siempre”, los fetichistas del consumo, el resto podíamos estar “atormentados de sentido”, pero estábamos dichosos de “abrir los ojos y estar vivos”, consumidos por nuestros propios deseos:

 

“Me gusta estar al lado del camino,

dormirte cada noche entre mis brazos,

al lado del camino

es más entretenido y más barato…”

 

Si en verdad salimos vivos y despiertos de esta encrucijada fatal, será porque desviamos los caminos hacia la solidaridad, el amor y la gracia.

Por Carlos Semorile.