lunes, 28 de junio de 2021

El hombre que sostuvo el sentido de la lucha y la posibilidad de ser feliz

No es sin congoja que me dispongo a contar unas pocas situaciones, arbitrarias y esparcidas, de escucha y de lectura de Horacio González. La primera que aparece con cierta nitidez me acompaña desde 1988: haciendo un repaso por un largo ciclo de violencias, González sostenía que aún nos hacía falta un nombre para designar a la Dictadura, cuyos estertores todavía nos acechaban. Del corazón del habla popular no había surgido algo similar a “La Fusiladora”, que recogía la injuria de los criminales del ´55 y buscaba reponer la verdad en la historia. La voz de Horacio descendía algunos decibeles, y en esa agonía viajaba la urgencia de entender que esta falta denotaba el déficit político hijo de la derrota. “El Profe” decía desconocer cuál podía ser ese nombre y nos convocaba, no a encontrarlo, sino a pensar en el tema de los nombres.

 

Lo siguiente que recuerdo es haber leído su idea de que la mejor filosofía, no ríe ni condena, intenta comprender”. Juraría que la tomé de su libro sobre Macedonio Fernández, aunque la cita precisa –ahora que la rastreo- está en Escritos en carbonilla”, que se editó más de diez años después. Sea como fuere, no me interesó porque surgiera de Macedonio o del Flaco Spinetta sino por su posicionamiento piadoso ante la existencia y porque lo retrataba a él, nuestro “filósofo incesante”.

 

En esa misma línea de intentar la comprensión y ejercitar la piedad me impactó su lectura de un pasaje Camus: “La historia no debe ahogar la sensualidad. El sol, ese caldero irreflexivo de placer, no debe omitir la comunión entre los hombres justos. El regocijo y el gozo recuerdan que el hombre puede sacrificar su dimensión social sin convertirse en un ser feroz, sin solidaridad. El sentido de la lucha en comunión social recuerda que el hombre puede abandonar su sublime tedio carnal sin perder la posibilidad de ser feliz”. ¿Qué otro sociólogo que no fuera Horacio se atrevía a abrir semejantes posibilidades existenciales y vitales?

 

Después viene una remembranza combinada de haberle escuchado y leído la cita de Tácito que encabezaba la Gazeta de Buenos Aires: “Tiempos de rara felicidad son aquellos en los cuales se puede sentir lo que se desea y es lícito decirlo”. Y ello me lleva a la mesa redonda que compartió con Jorge Alemán, Nicolás Casullo, Ricardo Forster y Eduardo Grüner en el cierre del Congreso Internacional de Filosofía de San Juan. En el inaugurado a medias edificio del nuevo Centro Cívico hacía un frío espantoso (había nevado en Buenos Aires), una helada que sólo fue soportable por la dicha de ser testigos privilegiados de los cruces y chacotas teóricas que ellos se prodigaron entre risas.

 

Cuando se avecinaba una ominosa mudanza de los tiempos, se permitió participar del homenaje que se le hizo a Carlos Olmedo en la Biblioteca Nacional a fines de octubre de 2015. En otros aspectos del líder de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, esa tarde Horacio recordó que Olmedo pensaba que hasta un simple volante estudiantil debía estar bien escrito, una idea muy emparentada con su propia mirada sobre la palabra pública. Poco tiempo después, en “Tomar las armas”, continuaría su diálogo con Carlos Olmedo, el filósofo que se había apartado de un “destino de antemano prefigurado”.    

 

En su despedida de la Biblioteca Nacional también había abordado el mismo tema –“Nadie prepara su papel”-, citando a Perón sin dejar de mencionar las discusiones que su generación mantuvo con el líder: “Vaya si nos enojamos con él. Vaya si no perdura el enojo con él: ese enojo es un enojo importante. Y fue uno de los máximos políticos de la historia argentina que pensaba en el destino como una forma de libertad, no como un mensaje trazado para siempre en la vida de las personas”.

 

El tema de los nombres –por allí arrancamos- y el tema del destino siempre fueron pensados por González al rescoldo de los mitos porque nadie hubo como él que reflexionara sobre su papel en la vida comunitaria argentina, lejos de esa idea perezosa –y muchas veces reaccionaria- de que debemos desembarazarnos de ellos. Por el contrario, en uno de sus cientos de artículos periodísticos, escribió que “Los mitos valen la pena a condición de su revisión”. Vaya si los revisó.

 

Y cuando el anunciado arrasamiento se produjo, eludió el fácil nombre de “macrismo” y postuló que estábamos frente a una época a la que llamó “La experimentación”: “El gobierno de Macri está inspirado por una idea de experimentación total sobre las existencias. Sobre sus condiciones morales, laborales e intelectuales. Y sobre los escenarios mismos de sustento de la idea de persona. Persona como identidad, trabajo y libre disposición para la esfera afectiva pública y privada. A eso apunta la experimentación, a vulnerar esas instancias de reconocimiento entre personas, construidas en forma autónoma a través de sus propias biografías”. Y en este terreno tampoco nadie acertó tanto como él.

 

La última vez que pude disfrutar de verlo y escucharlo pensar –dos situaciones inescindibles- fue en un curso virtual sobre La Comuna de París donde, fiel a su estilo, bromeó con ser “el demagogo del zoom”. Era un chascarrillo, pero también una advertencia sobre el curso que puede tomar la vida social si este interregno, que anhelamos que sea provisorio, se perpetúa y advienen seductoras formas de control social.

 

En uno de sus últimos artículos sostuvo que “en el nivel de lo trágico, lo personal y lo político encuentran su punto común”. Es imposible no darle la razón cuando leemos tantas despedidas de quienes fueron sus discípulos, amigos y compañeros. Hay un llanto contenido en cada una de ellas, y también lo hay aquí. Aún siendo un simple lector suyo sé que, más allá del signo de los tiempos, escuchar y leer a Horacio era entrar en esos “Tiempos de rara felicidad en los cuales se puede sentir lo que se desea y es lícito decirlo”. Porque intentó comprender, y porque sostuvo “El sentido de la lucha sin perder la posibilidad de ser feliz”.

 

Por Carlos Semorile.
 

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