Nos gustaría afirmar que
traemos aquí dosis parejas de ternura y lucidez para recordar a Mirta y Juan
Pablo, y su historia de compañeros de vida y de militancia que asumieron un
compromiso y fueron consecuentes consigo mismos y con sus compañeros. Quisiéramos
convencernos que sabremos transmitir el
tipo de madera con que estaba hecho Pablo, y por lo cual lo extrañamos tanto.
Será que, siendo un hombre como todos, fue un tipo excepcional, y que las
muchas veces en que lo hubiéramos necesitado, ya no lo teníamos. Será que nunca
lo olvidamos, como nunca olvidamos que Mirta continúa desaparecida y que -como
buena parte del pueblo argentino- seguimos exigiendo verdad y justicia. La
memoria la pusimos y ponemos nosotros. Ahora por escrito, y acompañados por
queridas compañeras y compañeros.
En estos cincuenta años
sin ellos, Juan Pablo y Mirta siempre han estado en nosotros de muchas formas.
Desde la manera de plantearnos las cosas y encarar la realidad, hasta el nombre
de sobrinos suyos (Mirta Elena, Juan Pablo Carlos, Pablo Alejo), y otros que no
llevan sus nombres ni tampoco llegaron a conocerlos y no obstante los conocen,
los respetan y los quieren. Ante la tragedia respondimos procurándonos amparo,
cobijo y respaldo toda vez que ello fue posible, o solidaridad, ayuda y afecto
a la distancia cuando no hubo de otra.
Sus padres fueron los
sanjuaninos Olga Maestre y Eusebio Dojorti, popularmente conocido como
Buenaventura Luna. Cuando ellos se separaron, Juan Pablo, nacido el 9 de junio
de 1943, era apenas un crío. Durante su infancia, fue harto difícil tener
certidumbres porque la realidad era muy dura y, si bien había lugar para los
sueños, no había margen para el delirio. La única certeza eran su madre y
hermanos, una especie de clan porque la familia de Olga la había abandonado a
su suerte tras sancionarla por su relación con el bohemio Dojorti. Desde chico,
Pablo fue mamando muchas características de Olga, como el aguantar las
situaciones difíciles, la idea de sostener con el cuerpo los compromisos
asumidos, o comprender la suprema importancia de la palabra: decir la verdad y
nunca mentir.
Además, Olga inició a sus
hijos en la cuestión nacional y social, llevándolos a los actos peronistas como
el que se hizo 1º de marzo de 1948 en Retiro para celebrar la nacionalización
de los ferrocarriles. Tiempo después, lograron ver a Eva Perón en la antigua
Secretaría de Trabajo y Previsión. Allí, Evita acarició con ternura la cabeza
del pequeño Juan Pablo, y tras esta visita su hermano mayor -“Marucho”-
comenzaría a trabajar en Teléfonos del Estado y su hermana mayor –Marta- en
Casa de Moneda. Años más tarde, en 1956, la familia accedió a la vivienda que
les había sido adjudicada en Ciudad Evita. Para Olga comenzaba una etapa de
reparaciones en el plano personal: ahora sus hijos trabajaban y sostenían el
hogar.
En el plano social,
ocurría todo lo contrario porque los golpistas de 1955 pretendían “desperonizar”
Bajo el agobiante clima
“cuartelario” de esos años caracterizados por una política de “hambre y leña”,
los jóvenes de Ciudad Evita comprenden que al peronismo no se lo persigue por
sus errores, sino por sus aciertos. Comienzan a participar de una resistencia
en principio anárquica, pero que poco a poco les permite superar la dispersión
inicial. Se conocen del colegio, del barrio, o de la barra de amigos, donde los
más grandes –como “Marucho” Maestre- les enseñan a “traducir” lo que en la
prensa y en los libros se distorsiona de la realidad. Y así van aglutinándose,
haciendo reaparecer la política desde nuevas formas de organización y, sobre
todo, sosteniendo la identidad cultural que el establishment deseaba desterrar.
En este proceso, Pablo se
perfila como líder natural planteando que había que terminar la inconclusa
Revolución de Mayo, y promoviendo la toma del colegio durante el conflicto por
la educación “laica o libre”. También en el secundario, escribió, montó y actuó
en una obra de teatro que discurría sobre los “deber ser”, y estaba en la onda
del existencialismo francés, aunque con alguna distancia irónica y crítica. Sucede
que no avalaba los mandatos, ni siquiera los que emanaban de cierta militancia
como no lo leer a Borges o no bailar rock & roll. Por el contrario, fue un
lector voraz, siempre interesado por las manifestaciones de las vanguardias
estéticas, sin por ello dejar de tener presente las tradiciones populares del
canto y la poesía argentinas.
En esta línea compuso
algunos temas, como La canción del negro
pobre que Mercedes Sosa le pidió para su repertorio cuando lo escuchó
cantarla en una de las peñas folklóricas de aquéllos años:
Tal como Dojorti, Juan Pablo tenía buena
pluma. Una de
las pocas cosas escritas suyas que quedaron es una semblanza del poeta Jaime
Dávalos: “Lo conocimos (...) en una noche de Buenos Aires en que la ‘comprensión’
iba del brazo con los señorones. Nosotros le llevábamos (…) nuestra
indiferencia. Quiero ser honrado: fuimos a escuchar a un tipo que decía versos,
un poeta. Él fue como un hálito puro que nos golpeó la cara. Nos trajo su cargazón
de cielos y de campos. Su perfume a romero y a albahaca, que yo sé, se lo robó
al vino en la noche de carnaval”.
Al concluir la secundaria,
logró la proeza de ingresar a
Hizo el ingreso a
ingeniería, a psicología y a sociología, y se decidió por esta última. En 1963,
ya era bibliotecario de la vieja facultad de Filosofía y Letras, y allí conoció
a quien desde entonces sería su compañera, Mirta Elena Misetich. Alcira
Argumedo, que lo conoció en esos años, nos decía que Pablo “tenía una cara ‘angelical’: ¿Sabés la de minas que tendría con esa
carita? Las que quisiera”. Pero cuando le preguntaban por qué Mirta y no
alguna de las otras novias que tuvo, él respondía: “Soy muy feliz con mi gordita” (ambos habían ganado peso).
Allí también lo conoció el
historiador José Luis Romero, quien le ofreció a Pablo una buena suma de dinero
para que le organizara su biblioteca personal. Algún tipo de empatía o de mutuo
respeto debió existir entre el antiperonista Romero y el peronista Maestre,
pero Juan Pablo no aceptó la oferta del prestigioso historiador.
Y en la facultad se hizo
amigo de un brillante semiólogo, Carlos Olmedo. Juntos recorrerían una breve
pero muy intensa deriva en la construcción de una organización político-militar
que tuvo varios nombres provisorios y muchos debates internos entre 1964 y
1970, año en que se dan a conocer públicamente asumiendo su identidad peronista:
las Fuerzas Armadas Revolucionarias. Sucede que además de su conocida adhesión
al proyecto guevarista, las FAR también venían de ese peronismo “silvestre” que
protagonizó la resistencia que se inició el mismo 16 de junio de 1955, y que
fue radicalizándose a medida que se iban cerrando todos los demás caminos
políticos. Dentro de lo que se conoce como las “Proto-FAR”, Pablo y Carlos
Olmedo –más el compañero y abogado Roberto Quieto- fueron quienes dieron dos
vastos y sustantivos debates simultáneos sosteniendo la inviabilidad de la
lucha rural, y logrando la síntesis acerca de la identidad peronista de la
organización: “Nuestra organización se considera expresando lo que podríamos llamar
una estrategia de nacionalismo revolucionario. En
Mientras la organización
iba creciendo con la incorporación y formación de nuevos militantes, y a través
de un proceso de acumulación y pertrechamiento en vistas a las acciones
armadas, tanto Juan Pablo como Carlos Olmedo solían afirmar que “Los fierros pesan, pero no piensan”, y
de ese modo reafirmaban que las decisiones políticas están siempre antes y por
encima que los hechos armados.
Dentro de la organización,
Pablo se encargaba de un montón de cosas: casas, garantías, laburos, etc., pero
sobre todo se ocupaba de generar ideas, estrategias, y de pensar hacia dónde ir
y cómo hacerlo. Inclusive previó su propia caída y se hizo amigo de un
psicólogo al que, en principio, contactó pensando en que su madre podía
necesitar de su ayuda si a él le pasaba algo.
Además, Pablo solía
recomendar no acatar a los jefes cuando sus órdenes estuvieran reñidas con el
sentido común. Se habían impuesto la necesidad de que sus acciones evitaran
cualquier derramamiento innecesario de sangre, lo cual les fue generando una
buena reputación. Andando el tiempo las FAR, al igual que el resto de las
organizaciones armadas, llegarían a ser percibidos a nivel popular como “los
muchachos”.
Pero Pablo y Carlos no
llegarían a verlo. Luego de trabajar en las primeras empresas de investigación
de mercados que hubo en el país, Juan Pablo llegó a tener una alta
responsabilidad dentro de
En 1971, las FAR sufren
una serie de golpes tremendos y caídas muy significativas: “una pareja de apellido Verd había desaparecido (en San Juan
capital), el dirigente de las FAR Roberto
Quieto había escapado por muy poco de un secuestro, a Juan Pablo Maestre lo
habían matado de un tiro y su mujer Mirta Misetich estaba desaparecida”.[2]
Mirta y Pablo fueron
secuestrados en el barrio de Belgrano cuando iban a despedirse de los padres de
Mirta antes de pasar a la clandestinidad, en un operativo que incluyó una “zona
liberada” que Rodolfo Walsh descubrió mediante la intercepción de la onda
radiotelefónica de la policía, y que en parte alcanzó a grabar. En verdad,
Pablo también estuvo desaparecido y sólo la rápida intervención de su familia y
del equipo de abogados conducido por Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Duhalde
logró impedir que su cuerpo –hallado fortuitamente en un zanjón de Escobar-
fuese enterrado como NN.
El padre de Mirta, un alto
ejecutivo en Bunge y Born, fue recibido por Arturo Mor Roig, Ministro del
Interior de la dictadura de Lanusse, y el jefe de policía -general Cáceres
Monié- le aseguró que su hija se hallaba con vida reponiéndose del shock vivido
durante el secuestro. Desde luego,
era mentira: Mirta continúa desaparecida.
Días después del entierro,
Ortega Peña y Duhalde escribieron una nota que tomaba las palabras que
“Marucho” le dedicó a Juan Pablo en el cementerio de
Si acaso fuimos capaces de
trazar una semblanza de su vida breve y luminosa, es porque aprendimos de Olga
Maestre que la palabra preside los encuentros entre el pasado y el presente, y
es uno de los modos privilegiados en que la memoria se proyecta hacia el
futuro. Las razones de este homenaje hay que rastrearlas en un ciclo histórico
que abarca mucho más que las vidas de Mirta Misetich y Juan Pablo Maestre
porque, de la mano de la oralidad de “la mami” Olga, llegamos a la fuente misma
de donde abreva la vida espiritual popular, y eso a su vez nos permite entender
mejor el modo en que ellos fueron parte de las luchas sociales, políticas y
culturales de nuestro pueblo. Y a cincuenta años del secuestro de Pablo y Mirta,
seguimos poniendo “hombro y corazón”.
Por Carlos Semorile.
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